Juan Moya
Hay que reconocer que el nivel que Dios nos pide es muy alto, porque no se trata solo de amar a los que nos aman… Se trata, además, de “amar a los enemigos”, a los que nos consideren sus enemigos
Estamos en Navidad…, una ocasión muy buena para llenarnos de esperanza y confiar en que, en medio de los problemas sociales y morales que nos rodean, sin embargo, un mundo mejor es posible, si nos dejamos llenar del amor del Niño Dios con el que Él nos ama.
Ese es el motivo por el que viene el mundo. Como dice San Juan, Dios es amor (1Jn 4, 7-8), y se nos manifiesta haciéndose hombre igual a nosotros menos en el pecado, sin dejar de ser Dios. Viene para salvarnos, asumiendo todas las circunstancias humanas por las que podamos pasar los hombres, por duras, difíciles e injustas que sean, para hacerlas suyas y redimirlas pagando con su propia vida el precio que nosotros merecíamos por nuestras infidelidades y pecados.
Su amor le lleva a hacernos partícipes de su misma vida a través de la gracia que recibimos en los sacramentos, y nos enseña el programa esencial de vida que debemos seguir, la norma suprema de nuestra vida, la señal que ha de distinguirnos como cristianos: “que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13, 34-35).
Podríamos tener muchas cosas materiales, conocimientos de muy diversas materias, ser expertos en tales o cuales áreas, conseguir una influencia social determinada…, e incluso esas grandes cualidades de las que habla San Pablo (conocimiento de las lenguas y los secretos del saber, el don de profecía, desprendimiento de los bienes y una fe que mueva montañas), si nos faltara la capacidad real de amar con obras, a Dios y a nuestros hermanos los hombres, “si no tengo amor de nada me serviría”(1Co 13, 1-7). Tal vez serían útiles para logros meramente humanos, temporales, pero no para la felicidad, la unión con Dios, hacer el bien a los demás y alcanzar la vida eterna.
Imaginemos un mundo en el que los hombres, y especialmente los cristianos, nos decidiéramos a vivir así. Ese mundo es posible, no es una utopía o un sueño irrealizable. Es posible porque Dios no pide imposibles a los hombres, y además lo que nos pide es siempre lo mejor para nosotros, aunque se requiere empeño en conseguirlo, poniendo los medios adecuados, humanos y sobrenaturales: es decir, el ejercicio de las virtudes y contar con la gracia de Dios. Ciertamente las consecuencias del pecado original y nuestras debilidades y fallos personales son un obstáculo. Y también la siembra de cizaña que Dios permite que el diablo y sus aliados difundan por el mundo (ideologías materialistas y ateas, que ignoran o niegan la dignidad del hombre, al que pretenden manipular y esclavizar). Pero Dios puede más, y no permitirá que en la lucha para alcanzar nuestro fin nos encontremos solos: El, de modos muy diversos, está siempre a nuestro lado, si queremos “verlo”, “sentirlo”, Y cuando nos parezca que no podemos, que nos faltan las fuerzas, nos dirá como a San Pablo: “te basta mi gracia” (2Co 12, 9-10), y con gran seguridad y confianza estaremos convencidos de que “todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 3, 13).
Hay que reconocer que el nivel que Dios nos pide es muy alto, porque no se trata solo de amar a los que nos aman; “también los pecadores aman a los que los aman”. Se trata, además, de “amar a los enemigos”, a los que nos consideren sus enemigos. En definitiva: “tratad a los demás como queréis que ellos os traten” (Lc 6, 27.31-32).
Decíamos que no es fácil pero tampoco imposible: lo vivió el Señor perdonando desde la Cruz a los que le crucificaban. Y lo que Él ha vivido en cuanto hombre, en su humanidad santísima, podemos vivirlo nosotros. Ya decía San Ireneo de Lyon que “el Hijo de Dios (se hizo) Hijo del hombre para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios" (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 19, 1. Catecismo de la Iglesia, n. 460).
Si somos capaces de vivir así en todos los ámbitos de las relaciones humanas, empezando por la propia familia, el mundo, ¡qué duda cabe!, sería muy distinto. Llevamos veinte siglos, y quedan muchos frentes por impregnar con las enseñanzas de Jesucristo. Pero si cada uno procuramos vivir así, aún con fallos, habremos dado un paso al frente. La Navidad es, sin duda, un buen momento para empezar de nuevo. ¡Feliz Navidad!
Fuente: elconfidencialdigital.com