Juan José Silvestre Valor
"Aquí tiene lugar el acto más emocionante del viaje: la Santa Misa. Sobre una roca y arrodillado, casi tendido en el suelo, un sacerdote que viene con nosotros dice la Misa. No la reza como los otros sacerdotes de las iglesias […]. Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el celebrante es un santo"
Cita del editor de “El fundador” A. Vázquez de Prada. El paso de los Pirineos:
(Antonio Dalmases Esteva, que es la persona de quien se trata, llevaba consigo un diario, que tituló: "Diario de mi huida de la zona roja, noviembre-diciembre de 1937"; el original, en RHF, T-08246; cfr. Apéndice XVIII. Este joven estudiante, como casi todos los que iban en la expedición, salvo el grupo del Padre, que no llevaba más que una bota de vino azucarado y una botella de coñac, iban provistos de vituallas. (La botella, por cierto, se rompió en la Ribalera después de la misa, cuando el Padre quería invitar a un trago a los asistentes). Del joven catalán se cuenta la anécdota de que llevaba una fiambrera repleta de patas de pollo. Chico inteligente, comentaba el Padre. Había descubierto el cruce del pollo con el ciempiés. Por "el chico del ciempiés" le conocían)
«La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26) lo ha redimido del pecado —del pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados personales de cada uno— y desea vivamente morar en el alma nuestra: “El que me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él” (Jn 14, 23)» Estas palabras de una homilía de san Josemaría, fechada el Jueves Santo de 1960, reflejan su profunda compresión del misterio eucarístico como un derroche de amor de la Trinidad, que desea acercarse a los hombres.
Cada uno de nosotros está llamado a ser morada de Dios. Este sueño puede hacerse realidad, si nos transformamos en Cristo, si vivimos su vida y nos hacemos una cosa con él. Esta identificación se realiza de modo singular gracias a la Eucaristía. En la vida y enseñanzas de san Josemaría notamos una percepción de la fuerza transformadora de la Eucaristía, de la trascendencia de la Santa Misa para la existencia cristiana, como se refleja más adelante en la misma homilía: «Quizá, a veces nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros».
«Aprender en la Misa a tratar a Dios». Se expresa así el convencimiento de que los ritos litúrgicos en los que se desenvuelve la celebración eucarística tienen un valor pedagógico para los creyentes. Resulta lógico verlo así, porque «es en la Misa donde se pone de manifiesto de modo diáfano que la respuesta a la entrega de Dios ha de ser la de un amor total, con todo el corazón, con todas las fuerzas, hasta dar la vida». En este artículo nos proponemos poner de relieve la aguda conciencia que tuvo san Josemaría acerca de la fuerza transformadora de la liturgia de la Santa Misa para los fieles corrientes. Son vastas sus enseñanzas al respecto, y aparecen con frecuencia en sus escritos. Por eso, en este trabajo hemos elegido centrar nuestra atención especialmente en la homilía «La Eucaristía, misterio de fe y de amor» donde, al hilo de las distintas partes de la celebración eucarística, san Josemaría propone consecuencias para la vida espiritual de los cristianos.
1. El valor mistagógico del rito
El fundador del Opus Dei sugiere un modo concreto de asistir a las lecciones de la escuela de vida que es la Eucaristía: «Permitidme que os recuerde lo que en tantas ocasiones habéis observado: el desarrollo de las ceremonias litúrgicas. Siguiéndolas paso a paso, es muy posible que el Señor haga descubrir a cada uno de nosotros en qué debe mejorar, qué vicios ha de extirpar, cómo ha de ser nuestro trato fraterno con todos los hombres».
En cierto sentido se puede afirmar que san Josemaría se dispone a hablar a los fieles sobre la Misa, no de un modo discursivo, sino mistagógico, desde los ritos. Es lógico que sea así pues la extensa y profunda realidad de los efectos espirituales de la Santa Misa no debe discurrir de modo autónomo e independiente de los textos y ritos que jalonan la celebración.
La atención al sentido de los ritos se ha hecho presente con frecuencia en el Magisterio de la Iglesia durante el siglo XX. Pío XII dice al respecto: «La liturgia no es una parte solo externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran como un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la jerarquía eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos». Por el contrario, como recuerda la doctrina conciliar de la Constitución Sacrosanctum Concilium, en la liturgia, «obra por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por él tributa culto al Padre Eterno. Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En este ejercicio, los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro». En esta misma línea, san Josemaría resaltó, desde los comienzos de su predicación, el potencial santificador del misterio del culto cristiano.
La liturgia es, por consiguiente, «el lugar privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien él envió, Jesucristo». Un encuentro que «se expresa como un diálogo, a través de acciones y palabras», bajo los signos visibles que usa la sagrada liturgia, escogidos por Cristo o por la Iglesia, significando realidades divinas invisibles.
Así pues, las palabras y los gestos de la liturgia tienen una importancia particular que reclama la participación interior de los fieles, como se desprende del número 543 de Camino: «Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo —mesa y ara—, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta. —Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia?». Y comenta Arocena: «El texto refleja la sensibilidad mistagógica del autor: los signos del misterio de Cristo conducen a él. Vivida con autenticidad, la celebración constituye la mediación y, a la vez, la catequesis más elocuente de su misterio.
2. La Misa, encuentro filial de amor
Este epígrafe presupone dos consideraciones fundamentales. De una parte, que la Santa Misa, como todo encuentro, es cosa de dos: Cristo realmente presente y los participantes en la celebración que, cristificados por la efusión del Espíritu Santo, nos reconocemos hijos de Dios, hijos en el Hijo con el derecho y el deber de presentarnos y ofrecernos con Cristo al Padre. Se trata de un encuentro especial: un encuentro de enamorados. Por eso, san Josemaría describía la Santa Misa como una «corriente trinitaria de amor», a la que el cristiano procura sumarse con «un amor filial empapado de espíritu sacerdotal».
En efecto, en la Eucaristía «se contiene verdadera, real y sustancialmente, el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende, Cristo entero». Por eso “la fe nos pide que estemos ante la Eucaristía con la conciencia de estar ante el propio Cristo. Precisamente su presencia da a las demás dimensiones de la Eucaristía —convivial, de memorial de la Pascua, de anticipación escatológica— un significado que trasciende, con mucho, el de un mero simbolismo. La Eucaristía es misterio de presencia, por medio del cual se realiza de forma suprema la promesa de Jesús de permanecer con nosotros hasta el fin del mundo”.
Toda esta maravilla nos manifiesta la cercanía, la preocupación, el amor de Dios por los hombres. San Josemaría, recuerda el prelado del Opus Dei, «nos ha enseñado a asumir con plenitud la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, de manera que el Señor entre verdaderamente en nuestra vida y nosotros en la suya, que le miremos y le contemplemos —con los ojos de la fe— como a una persona realmente presente: nos ve, nos oye, nos espera, nos habla, se acerca y nos busca, se inmola por nosotros en la Santa Misa».
Verdaderamente, en la Eucaristía el Señor nos muestra un amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida. Por eso, el santo de lo ordinario la comprendía como una locura de amor, y aplicaba incluso una comparación audaz: «Ningún enamorado dice que no tiene tiempo para estar junto al ser querido, o que tiene prisa. Nuestros padres no tenían problemas de tiempo para estar siempre juntos, porque estaban enamorados». Y continuaba aconsejando: «No os importe llevar los ejemplos del amor humano, noble y limpio, a las cosas de Dios. Si amamos al Señor con este corazón de carne —no poseemos otro—, no habrá prisa por terminar ese encuentro, esa cita amorosa con él».
3. Acercarnos al encuentro de amor
Si la Eucaristía es un encuentro de amor, entonces la preparación interior es un aspecto importante. Incluso también la exterior, como señala el fundador del Opus Dei rememorando escenas de la infancia: «Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume... eran delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor». En Forja, esta preparación externa se convierte en una imagen de lo que sucede en el ámbito espiritual: «Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos... —Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma».
Al iniciar la Santa Misa, la conciencia de encontrarse en presencia de la Trinidad suscitaba en san Josemaría un amor y admiración que le llevaban a adentrarse con intensidad en la liturgia. Cada detalle cobraba un significado particular para él. Se dirigía al altar con alegría, «porque Dios está aquí. Es la alegría que, junto con el recogimiento y el amor, se manifiesta en el beso a la mesa del altar, símbolo de Cristo y recuerdo de los santos: un espacio pequeño, santificado, porque en esta ara se confecciona el Sacramento de la infinita eficacia». Por eso confesaba: «Yo beso apasionadamente el altar. Pienso que allí se renueva el Sacrificio del Calvario; y allí, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se vuelcan con la humanidad... Llenaos de deseos de amor, de reparación y de sacrificio. Él nos ha dado su Amor y amor con amor se paga. Que no me digan que Dios está lejos: está bien metido dentro de cada uno de nosotros».
Ante ese encuentro con la grandeza y la bondad infinita de Dios, que tiene lugar en la liturgia, señalaba san Juan Pablo II, «la actitud apropiada no puede ser otra que una actitud impregnada de reverencia y sentido de estupor, que brota del saberse en la presencia de la majestad de Dios» [31. Estamos ante Dios, llamados a ser sus hijos, convocados a su presencia mientras esperamos ser transformados en el Hijo por obra del Espíritu Santo. ¿No es lógico experimentar el deseo de examinar la propia vida, pedir el don de la conversión continua?
El rezo del Confiteor, prosigue el fundador del Opus Dei, «nos pone por delante nuestra indignidad; no el recuerdo abstracto de la culpa, sino la presencia, tan concreta, de nuestros pecados y de nuestras faltas. Por eso repetimos: Kyrie eleison, Christe eleison, Señor, ten piedad de nosotros; Cristo, ten piedad de nosotros. Si el perdón que necesitamos estuviera en relación con nuestros méritos, en este momento brotaría en el alma una tristeza amarga. Pero, por bondad divina, el perdón nos viene de la misericordia de Dios, al que ya ensalzamos —¡Gloria!—, porque tú solo eres santo, tú solo Señor, tú solo altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre».
4. Entablar un diálogo de amor
Acaba la oración colecta, con las palabras que tanto le gustaba repetir a san Josemaría pues le recordaban que la Trinidad entera actúa en el santo Sacrificio del Altar: Por Jesucristo, Señor Nuestro, Hijo tuyo —nos dirigimos al Padre—que vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Da comienzo a continuación la Liturgia de la Palabra en la que nos encontramos ante un verdadero discurso que espera y exige una respuesta. Este momento de la celebración posee, en efecto, un carácter de proclamación y de diálogo: Dios que habla a su pueblo y éste que responde y hace suya esta palabra divina por medio del silencio, del canto; se adhiere a ella profesando su fe en la professio fidei, y lleno de confianza acude con sus peticiones al Señor.
«Impresionaba mucho —recuerda el prelado del Opus Dei, testigo de tantas celebraciones eucarísticas del fundador— el tono con que leía los textos litúrgicos, con la nitidez propia de quien los pronuncia a la vez con la boca y con el corazón. Se metía tanto en estos textos, y concretamente en las lecturas, que —si asistían otras personas— no podía contenerse y, al término del Evangelio, exteriorizaba su sentimiento en una homilía». Vivía realmente, pues, las consideraciones que hacía sobre esta parte de la Santa Misa: «Oímos ahora la Palabra de la Escritura, la Epístola y el Evangelio, luces del Paráclito, que habla con voces humanas para que nuestra inteligencia sepa y contemple, para que la voluntad se robustezca y la acción se cumpla». Este cumplirse la acción no es otra cosa que «la dimensión performativa de la Palabra celebrada: la liturgia realiza la actualización perfecta de los textos bíblicos, y lo que la Palabra anuncia lo realiza el sacramento».
«La primera exigencia para una buena celebración —enseña Benedicto XVI— es que el sacerdote entable realmente este coloquio. Al anunciar la Palabra, él mismo se siente en coloquio con Dios. Es oyente de la Palabra y anunciador de la Palabra, en el sentido de que se hace instrumento del Señor y trata de comprender esta palabra de Dios, que luego debe transmitir al pueblo. Está en coloquio con Dios, porque los textos de la Santa Misa no son textos teatrales o algo semejante, sino que son plegarias, gracias a las cuales, juntamente con la asamblea, hablamos con Dios».
Cabe afirmar que esta ruminatio es connatural a la compresión que san Josemaría tiene de los textos litúrgicos, y en especial de la Palabra de Dios proclamada en la Liturgia de la Palabra, que se convierte en oración y se proyecta sobre la vida. «Nada extraño, pues, que sus homilías y escritos recojan abundantes comentarios a la lex orandi, cuya vivacidad responde a la hondura bíblica y litúrgica de su experiencia celebrativa. En algunos pasajes, su estilo evoca la mistagogía de los Padres de la Iglesia».
5. Encuentro de amor entre Cristo y su Iglesia
«Somos un solo pueblo que confiesa una sola fe, un Credo; un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Estas palabras nos conducen a dar un paso más. La identificación con los sentimientos de Cristo supone una progresiva transformación en él por medio de la oración, pero ¿cómo aprender a rezar? La respuesta es clara: rezando con otros. En realidad no cabe separar a Dios Padre de su Pueblo: «Cada vez que clamamos y decimos: ¡Abba, Padre! es la Iglesia, toda la comunión de los hombres en oración, la que sostiene nuestra invocación, y nuestra invocación es invocación de la Iglesia». Solo Jesús puede decir «Padre mío». Todos los demás nos dirigimos a Dios como Padre, siempre en comunión con aquel nosotros que Jesús ha inaugurado, haciendo posible por el Bautismo que seamos hijos en el Hijo.
La liturgia misma nos muestra de modo palpable esta realidad. Cuando el sacerdote deja el ambón o la sede, para situarse en el altar —centro de la liturgia eucarística—, todos se preparan de un modo más inmediato para la oración común, que sacerdote y pueblo dirigen al Padre, por Cristo en el Espíritu Santo. En esta parte de la celebración, el sacerdote habla al pueblo únicamente en los diálogos desde el altar, pues la acción sacrificial que tiene lugar en la liturgia eucarística no se dirige principalmente a la comunidad. Sacerdote y pueblo no oran uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. De hecho, la orientación espiritual e interior de todos, del sacerdote —como representante de la Iglesia entera— y de los fieles, es versus Deum per Iesum Christum. Así entendemos mejor la exclamación de la Iglesia antigua: «Conversi ad Dominum».
Concretamente, la posición de la cruz en el centro del altar indica la centralidad del crucifijo en la celebración eucarística y la orientación precisa que toda la asamblea está llamada a tener durante la liturgia eucarística: no nos miramos unos a otros, sino que miramos a aquél que ha nacido, muerto y resucitado por nosotros, el Salvador. En este marco se sitúa la disposición que san Josemaría escribía ya a inicios de 1935: «La Santa Cruz y el ara —completamente aislada la mesa del altar— ocupen el lugar sobresaliente». Es a Cristo, de quien toda salvación proviene, el sol que surge, a quien todos hemos de dirigir nuestra mirada, de quien hemos de recibir el don de la gracia. Como señala con sencillez el Papa Francisco: «Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino».
En la medida en que comprendamos esta estructura, en que asimilemos las palabras de la liturgia, entraremos en consonancia interior y estaremos con la Iglesia en coloquio con Dios. En la celebración de los sacramentos el sacerdote habla con Cristo y a través de él con el Dios trino, y reza así con y por los demás. Como señala san Josemaría: «Llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: ésa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario.
Si se puede afirmar sin temor a equivocarse que el cristiano, por la comunión de los santos, nunca está solo, en la liturgia esto se palpa continuamente. «Orate, fratres, —reza el sacerdote— porque este sacrificio es mío y vuestro, de toda la Iglesia Santa. Orad, hermanos, aunque seáis pocos los que os encontráis reunidos; aunque solo se halle materialmente presente nada más un cristiano, y aunque estuviese solo el celebrante: porque cualquier Misa es el holocausto universal, rescate de todas las tribus y lenguas y pueblos y naciones (Cfr. Ap V, 9)».
Ya en la Plegaria eucarística, esta universalidad adquiere su verdadera amplitud: «La tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus... Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad. Como sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la intima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre».
Se entiende así que el cristiano no puede rezar a Dios de modo auténtico si vive espiritualmente aislado de los demás, sin abrirse a los otros. «La fe cristiana nunca es mera relación subjetiva o personal—privada con Cristo y su palabra, sino que es totalmente concreta y eclesial». De ahí que ningún cristiano ora solo: le acompaña siempre el Espíritu Santo. Su oración es siempre a dúo y a coro: resuena siempre en ella la invocación de la Iglesia en la epíclesis continua a su Señor. Por eso «vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos».
Este sentido de la unidad informa toda la vida de cada fiel: «Nos hemos de esforzar, en nuestra vida interior y en el desarrollo de las virtudes cristianas, pensando en el bien de toda la Iglesia». La plegaria eucarística es un ejemplo elocuente de esta apertura del corazón hacia las intenciones de la Esposa de Cristo presente en toda la tierra: «Así se entra en el canon, con la confianza filial que llama a nuestro Padre Dios clementísimo. Le pedimos por la Iglesia y por todos en la Iglesia: por el Papa, por nuestra familia, por nuestros amigos y compañeros. Y el católico, con corazón universal, ruega por todo el mundo, porque nada puede quedar excluido de su celo entusiasta».
A lo largo de la plegaria eucarística se vuelve en diversos momentos a la petición, y a veces se acude a los santos, pidiendo su intercesión. «Para que la petición sea acogida, hacemos presente nuestro recuerdo y nuestra comunicación con la gloriosa siempre Virgen María y con un puñado de hombres, que siguieron los primeros a Cristo y murieron por él». Y con la intercesión, la petición: «Más peticiones: porque los hombres estamos casi siempre inclinados a pedir: por nuestros hermanos difuntos, por nosotros mismos. Aquí caben también todas nuestras infidelidades, nuestras miserias. La carga es mucha, pero él quiere llevarla por nosotros y con nosotros».
Se acerca el instante de la Consagración. Se reitera aquí «la infinita locura divina dictada por el Amor». Estamos en el vértice de la plegaria eucarística, como señala la Instrucción General del Misal Romano: «Con las palabras y gestos de Cristo, se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la Última Cena, cuando, bajo las especies de pan y vino, ofreció su Cuerpo y su Sangre, y se los dio a los apóstoles en forma de comida y bebida, y les encargó perpetuar ese mismo misterio».
El sacerdote junta las manos y pronuncia con claridad las palabras del Señor, tal y como lo requiere la naturaleza de las mismas. Especialmente en este momento de la celebración, el sacerdote actúa in persona Christi, lo cual «quiere decir más que en nombre, o también, en vez de Cristo. In persona: es decir, en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie». Se trata para san Josemaría de una realidad diáfana: «Soy, por un lado, un fiel como los demás; pero soy, sobre todo, ¡Cristo en el Altar! Renuevo incruentamente el divino sacrificio del Calvario y consagro in persona Christi, representando realmente a Jesucristo, porque le presto mi cuerpo, y mi voz y mis manos, mi pobre corazón, tantas veces manchado, que quiero que él purifique».
«Termina el canon con otra invocación a la Trinidad Santísima: per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso..., por Cristo, con Cristo y en Cristo, Amor nuestro, a ti, Padre Todopoderoso, en unidad del Espíritu Santo, te sea dado todo honor y gloria por los siglos de los siglos». Recordamos de nuevo que estamos metidos en la corriente trinitaria de amor de Dios por los hombres que es la Eucaristía. El canon concluye dirigiendo a la Trinidad una oración de alabanza, «la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que él es. Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe antes de verle en la gloria». Si bien es cierto que toda la celebración eucarística es una magna acción de gracias dirigida a la Santísima Trinidad, sin embargo la doxología final de la plegaria eucarística resume y concentra la totalidad de esta alabanza.
A su vez, el gesto de elevar la patena y el cáliz pretende presentar al Padre, para ofrecérsela, la gran Víctima inmolada: Cristo, la expresión suprema del honor y de la gloria debidos a Dios. De hecho, la fórmula de la doxología final muestra que toda oración de alabanza «solo es posible a través de Cristo: él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en él».
En esta misma línea afirmaba san Josemaría: «En el Santo Sacrificio del altar, el sacerdote toma el Cuerpo de nuestro Dios y el Cáliz con su Sangre, y los levanta sobre todas las cosas de la tierra, diciendo: “Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso” —¡por mi Amor!, ¡con mi Amor!, ¡en mi Amor!— Únete a ese gesto. Más: incorpora esa realidad a tu vida». Las últimas palabras —«incorpora esa realidad a tu vida»—, nos animan a hacer efectivo este gesto a lo largo de la jornada, porque «corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y el alma».
6. La comunión: cuando el encuentro se hace adoración y unión
Parte esencial de la Misa es la Comunión. San Josemaría la recomendó frecuentemente en su predicación. Ya en 1931, al señalar la praxis que deberían seguir los que se incorporasen al Opus Dei, escribió que «ordinariamente recibirán la Sagrada Comunión dentro de la Misa, porque ése es el sentir de la liturgia». De la misma época son también estas palabras: «La comunión dentro de la Misa es la regla, no la excepción. Intra Missam, con hostias ofrecidas y consagradas en la Misa. Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. Sacrificio unido al Sacramento. ¿Por qué separarlo sin causa razonable?».
El rito de comunión tiene como finalidad que los fieles, debidamente dispuestos, reciban el Pan del cielo y el Cáliz de la salvación, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó para la vida del mundo. Facilitar este cometido es el objetivo de los tres momentos de preparación inmediata: el Padrenuestro, el gesto de paz y la acción simbólica de la fracción del pan.
San Josemaría se refiere al Padrenuestro diciéndonos: «Jesús es el Camino, el Mediador; en él todo; fuera de él, nada. En Cristo, enseñados por él, nos atrevemos a llamar Padre nuestro al Todopoderoso: el que hizo el cielo y la tierra es ese Padre entrañable que espera que volvamos a él continuamente, cada uno como un nuevo y constante hijo pródigo». Estas palabras nos introducen directamente en la realidad de la Comunión, que acrecienta nuestra unión con Cristo, nos une a él separándonos del pecado, y construye la Iglesia. Unirnos a Cristo y por él a todos los hermanos; filiación en Cristo y fraternidad: son sentimientos que encontramos a lo largo de toda la celebración eucarística.
Señor no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme, esta oración que precede a la comunión son señal de contrición, de un dolor de amor adorante que arroja luz sobre lo que sucede en ese momento: «No es que en la Eucaristía simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación solo puede realizarse según la modalidad de la adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a aquel a quien recibimos. Precisamente así, y solo así, nos hacemos uno con él». Por eso, el fundador del Opus Dei propone un contraste gráfico: «Para acoger en la tierra a personas constituidas en dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si solo se pudiera comulgar una vez en la vida?».
Concluye la Santa Misa: «Con Cristo en el alma [...] la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo nos acompaña durante toda la jornada, en nuestra tarea sencilla y normal de santificar todas las nobles actividades humanas». Aranda glosa así esta consideración: «De una manera natural y espontánea, viene una y otra vez a la mente y a la pluma del autor la formulación de su doctrina fundamental, fruto de los dones fundacionales impresos por Dios en su alma: la llamada de todos los fieles cristianos a la santidad en su propio estado y circunstancias de vida, y en particular la vocación—misión de los fieles laicos de santificar todas las nobles actividades humanas. La califica de tarea sencilla y normal, puesto que no desborda los cauces de la vida profesional y social ordinaria, sino que ha de desenvolverse en el interior de los deberes y obligaciones de cada uno».
La Santa Misa se proyecta, de algún modo, en la vida entera de los fieles. «Muy unidos a Jesús en la Eucaristía, lograremos una continua presencia de Dios, en medio de las ocupaciones ordinarias propias de la situación de cada uno en este peregrinar terreno, buscando al Señor en todo tiempo y en todas las cosas». Esta coherencia cristiana que reclaman las celebraciones litúrgicas ha sido recordada por el Papa Francisco: «Celebrar el verdadero culto espiritual quiere decir entregarse a sí mismo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cfr. Rm 12, 1). Una liturgia que estuviera separada del culto espiritual correría el riesgo de vaciarse, de perder su originalidad cristiana y caer en un sentido sagrado genérico, casi mágico, y en un esteticismo vacío. Al ser acción de Cristo, la liturgia impulsa desde dentro a revestirse de los mismos sentimientos de Cristo, y en este dinamismo toda la realidad se transfigura».
Este breve recorrido que hemos hecho de la liturgia de la Santa Misa de la mano de san Josemaría nos ayuda a comprender por qué afirmaba que: «Asistiendo a la Santa Misa, aprenderéis a tratar a cada una de las Personas divinas». En la celebración, los fieles se pueden dirigir al Padre, en Cristo por la acción del Espíritu Santo: en este entrar en diálogo con las personas divinas, crece su vida cristiana. Un diálogo al que invita cada gesto y palabra propia del rito, que cobran así un significado especial. Nos vemos impulsados a cuidarlos con atención, con afán de seguir este camino de amor: «No ama a Cristo quien no ama la Santa Misa, quien no se esfuerza en vivirla con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los enamorados finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos pero que son siempre expresión de un corazón apasionado».
Fuente: romana.org
Notas: