Enrique Gª-Máiquez
Todos somos felizmente complejos, lo que nos hace complementarios con los contrarios
Una cosa es el «apostolado de amistad y confidencia», y otra distinta el de «mimetismo y concesión». Obsérvese que el padre del hijo pródigo en la famosa parábola recibió al niño con la mayor de las alegrías, pero no dejó su casa para ir a buscarlo y todavía menos se empleó como cuidador de cerdos. Tampoco el pastor que sale a buscar a la oveja descarriada se queda triscando por los montes. La trae al redil a rastras.
Hablar con todos, comprenderlos a todos y quererlos a todos no exige renunciar a lo nuestro. Al contrario. Además, a quien no piensa como nosotros le pasa exactamente como a nosotros. ¿No estamos encantados de tener amigos muy diversos y hasta presumimos bastante de tolerancia gracias a eso? Pues a ellos les pasa igual, y les resulta más atractivo ir por ahí diciendo que, a pesar de las enormes diferencias, son grandes amigos de un ultramontano recalcitrante que conocen. El que sin serlo se hace el moderado lo lleva crudo por dos razones: 1ª) sobre la mentira no se construye una amistad; y 2ª), pierde la gracia que él aportaría a esa amistad.
Ni la religión ni la ideología son los únicos temas de conversación ni las únicas razones para la confraternidad. Los otros pueden exclamar el feliz «¡Yo también!» que detectó C. S. Lewis que fundamenta la amistad por una pasión literaria, por una afición deportiva, por un parentesco o, sencillamente, por un sentido del humor parecido. Todos somos felizmente complejos, lo que nos hace complementarios con los contrarios.
No resulta muy atractivo ni en lo personal ni en lo social el que va por la vida pidiendo perdón por existir. La mercancía averiada es la que se intenta colar de matute. Lo bueno se expone a las bravas y subiendo el precio. Con la evolución de la liturgia católica se puede apreciar lo que digo. Hoy por hoy, da la sensación de que la Iglesia se ha avergonzado de la riqueza de su rito, de la cultura de su culto, de la majestuosidad de su música, de la trascendencia de su arte y del oro de su oración. Seguro que en el fondo no es así, pero bastante celebraciones actuales parecen remedos tristes de conciertos acústicos, como queriendo vestirse por lo civil, como el cura que se quita la sotana para disfrazarse de funcionario o como el laico que se olvida de que él es sacerdote, profeta y rey, además de Iglesia. Se me antoja difícil convencer a nadie de la maravilla que es algo que parece que nos avergüenza.
Fuente: diariodecadiz.es