9/07/16

24º domingo del Tiempo ordinario - Ciclo C –

P. Antonio Rivero, L.C.

Textos: Ex 32, 7-11.13-14; 1 Tm 1, 12-17; Lc 15, 1-32.

Idea principal: El rostro de la misericordia es Jesús (Papa Francisco).
Síntesis del mensaje: la liturgia de este domingo viene a reforzar el mensaje de este año de la misericordia. En las tres lecturas el corazón de Dios rebosa de amor misericordioso. Tanto Yahvé, que perdona a su pueblo por intercesión de Moisés (1ª lectura), como Pablo, que se siente personalmente objeto del perdón de Cristo (2ª lectura), como las tres parábolas de Jesús en el evangelio –el reencuentro de la oveja perdida, de la moneda perdida y del hijo perdido-, nos invitan hoy, no sólo a meditar y experimentar en la misericordia de Dios, sino también a ser misericordiosos con nuestros hermanos.
Puntos de la idea principal:
En primer lugarMoisés paró la ira de Yahvé y Yahvé tuvo misericordia de su pueblo (1ª lectura). El pueblo de Israel cometió el gravísimo pecado de la idolatría, con el becerro de oro que se fabricaron y en torno al cual cantaron y bailaron, adorándole como el “dios” que les había liberado de Egipto, y rompiendo la Alianza que hacía poco había hecho Dios con ese pueblo. Pecado éste que merece de por sí un castigo divino muy severo, tanto que hace indignar al mismo Dios y quiere encender su ira contra ese pueblo infiel hasta consumirlos, y le pide a Moisés que destruya este pueblo y forme otro. Entonces, Moisés no acepta esta propuesta, e intercede por su pueblo, suplicando misericordia. Comienza a pleitear con Dios con toda confianza para que se apiade de su pueblo. ¿Qué argumentos le da Moisés para persuadir a Dios? “Señor, es tu pueblo, no mío…Fuiste tú quien los libraste de la esclavitud, no yo…Hiciste una promesa con Abrahán, Isaac y Jacob, y tienes que cumplirla”. Y Moisés convenció a Dios. Y Dios se arrepintió de la amenaza.
En segundo lugarPablo hace hoy una especie de confesión general para agradecer a Cristo su gran misericordia con él (2ª lectura). Se confiesa de que fue un blasfemo, un perseguidor y un violento. Confiesa que no es digno de ser apóstol y pregonero de la Buena Nueva de Jesús. Y como se siente perdonado, se abre totalmente al Señor. Termina su confesión con una profesión cristológica de su fe. El perdón de Dios provocó en él una grande alegría, gratitud y un deseo inmenso de ir por todo el mundo pregonando la gran noticia:“Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero”. Pablo se benefició de esta misericordia de un modo particular. Además, su ejemplo debe infundir ánimo a todos: “si a mí me perdonó, mucho más a vosotros”. Y no todo fue fácil para Pablo, lo sabemos. Él mismo confesó: “No hago lo que quiero sino lo que no quiero” (Rom 7, 15). Esto mismo dijo el poeta Ovidio, pagano del siglo I y II y desterrado de Roma a la desembocadura del Danubio por un lío de faldas imperiales: “Veo lo mejor y lo apruebo, pero hago lo peor”. ¡Gran misterio esto del pecado! Pero mayor y más lúcida es la misericordia de Dios.
Finalmente, Cristo, narrando las parábolas de la misericordia, está sintetizando el núcleo de todo el evangelio: la misericordia de Dios. Pero la misericordia de Dios pide estas condiciones: reconocerse pecador, pedir perdón y abrirse a la misericordia divina. Primero, todos somos pecadores. Hemos idolatrado tantas cosas: dinero, trabajo, personas. Halagados por los incentivos de este mundo y ansiosos de libertad sin frenos ni límites, nos fuimos de casa, y nos pusimos a las órdenes de tantos porquerizos que nos contrataron por un puñado de plata, pero nos quitaron la dignidad; y hasta sentimos envidia de los gruñones cerdos que se revolcaban ahí libremente. Como ovejas aventureras, dejamos el redil para probar suerte en otros rebaños y recorrer caminos de muerte, llenos de zarzas y lobos, y nos quedamos balando día y noche en busca de nuestro auténtico Pastor. Dilapidamos, no una moneda sino muchas joyas del alma de manera superficial y pecaminosa, por estar jugando en tantos casinos cuyo resplandor nos atrajo. Segundo, pero tenemos que pedir perdón, pues nuestro pecado ofende a Dios Padre, a Cristo nuestro Hermano mayor, al Espíritu Santo, nuestro Huésped del alma, a la Iglesia de la que formamos parte, y a nuestros hermanos, pues todos formamos el Cuerpo místico de Cristo. Y, tercero, debemos abrirnos con confianza a los brazos misericordiosos del Padre Dios, lleno de ternura y comprensión, que no sólo nos espera en casa, sino que nos busca, y al encontrarnos alegre nos limpia, nos sube a su cuello y nos besa y acaricia. ¡Qué grande y misericordioso es Dios! También nosotros, como dice el Papa Francisco forzando neologismos, una vez “misericordiados”, debemos ser “misericordiosos” para con nuestros hermanos, y no duros e implacables como esos fariseos criticones y soberbios del evangelio.
Para reflexionar: ¿Adoro otros dioses? ¿Me reconozco pecador? ¿Me arrepiento de mis pecados? ¿Acudo con frecuencia al sacramento de la confesión? ¿He experimentado la alegría del perdón de Dios? ¿Me he alegrado al ver tan feliz a Dios perdonándome? ¿Soy misericordioso con mis hermanos? ¿O soy duro e implacable con ellos?
Para rezar:
Padre, me declaro culpable, pido clemencia, perdón por mis pecados.
Me acerco a ti con absoluta confianza porque sé que tú prefieres la penitencia a la muerte del pecador (cfr. Ezequiel 33,11)
A ti no te gusta ni la venganza ni el rencor, tu corazón es compasivo y misericordioso, y sé que sólo estás esperando a que tenga la humildad de reconocer mi pecado, arrepentirme y pedir perdón para desbordar la abundancia de tu misericordia.
“Cuando confesamos nuestros pecados, Dios, fiel y justo, nos los perdona” (1 Jn 1,9)
Miro al horizonte: 
Veo tus brazos abiertos y un corazón de Padre 
queriendo atraerme con lazos de un amor infinito.
Padre, perdóname, quiero recibir el abrazo eterno.