P. Antonio Rivero, L.C.
Textos: Ex 32,
7-11.13-14; 1 Tm 1, 12-17; Lc 15, 1-32.
Idea principal: El rostro de la misericordia es
Jesús (Papa Francisco).
Síntesis del mensaje: la liturgia de este domingo viene a reforzar el
mensaje de este año de la misericordia. En las tres lecturas el
corazón de Dios rebosa de amor misericordioso. Tanto Yahvé, que perdona a su
pueblo por intercesión de Moisés (1ª lectura), como Pablo, que se siente
personalmente objeto del perdón de Cristo (2ª lectura), como las tres parábolas
de Jesús en el evangelio –el reencuentro de la oveja perdida, de la moneda
perdida y del hijo perdido-, nos invitan hoy, no sólo a meditar y experimentar
en la misericordia de Dios, sino también a ser misericordiosos con nuestros
hermanos.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, Moisés paró la ira de Yahvé y Yahvé tuvo
misericordia de su pueblo (1ª lectura). El pueblo de Israel cometió el
gravísimo pecado de la idolatría, con el becerro de oro que se fabricaron y en
torno al cual cantaron y bailaron, adorándole como el “dios” que les había
liberado de Egipto, y rompiendo la Alianza que hacía poco había hecho Dios con
ese pueblo. Pecado éste que merece de por sí un castigo divino muy severo,
tanto que hace indignar al mismo Dios y quiere encender su ira contra ese
pueblo infiel hasta consumirlos, y le pide a Moisés que destruya este pueblo y
forme otro. Entonces, Moisés no acepta esta propuesta, e intercede por su
pueblo, suplicando misericordia. Comienza a pleitear con Dios con toda
confianza para que se apiade de su pueblo. ¿Qué argumentos le da Moisés para
persuadir a Dios? “Señor, es tu pueblo, no mío…Fuiste tú quien los libraste de
la esclavitud, no yo…Hiciste una promesa con Abrahán, Isaac y Jacob, y tienes
que cumplirla”. Y Moisés convenció a Dios. Y Dios se arrepintió de la amenaza.
En segundo lugar, Pablo hace hoy una especie de confesión
general para agradecer a Cristo su gran misericordia con él (2ª
lectura). Se confiesa de que fue un blasfemo, un perseguidor y un violento.
Confiesa que no es digno de ser apóstol y pregonero de la Buena Nueva de Jesús.
Y como se siente perdonado, se abre totalmente al Señor. Termina su confesión
con una profesión cristológica de su fe. El perdón de Dios provocó en él una
grande alegría, gratitud y un deseo inmenso de ir por todo el mundo pregonando
la gran noticia:“Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy
el primero”. Pablo se benefició de esta misericordia de un modo particular.
Además, su ejemplo debe infundir ánimo a todos: “si a mí me perdonó,
mucho más a vosotros”. Y no todo fue fácil para Pablo, lo sabemos. Él mismo
confesó: “No hago lo que quiero sino lo que no quiero” (Rom 7, 15).
Esto mismo dijo el poeta Ovidio, pagano del siglo I y II y desterrado de Roma a
la desembocadura del Danubio por un lío de faldas imperiales: “Veo lo
mejor y lo apruebo, pero hago lo peor”. ¡Gran misterio esto del pecado!
Pero mayor y más lúcida es la misericordia de Dios.
Finalmente, Cristo, narrando las parábolas de la misericordia,
está sintetizando el núcleo de todo el evangelio: la misericordia de Dios. Pero
la misericordia de Dios pide estas condiciones: reconocerse pecador, pedir
perdón y abrirse a la misericordia divina. Primero, todos somos
pecadores. Hemos idolatrado tantas cosas: dinero, trabajo, personas. Halagados
por los incentivos de este mundo y ansiosos de libertad sin frenos ni límites,
nos fuimos de casa, y nos pusimos a las órdenes de tantos porquerizos que nos
contrataron por un puñado de plata, pero nos quitaron la dignidad; y hasta
sentimos envidia de los gruñones cerdos que se revolcaban ahí libremente. Como
ovejas aventureras, dejamos el redil para probar suerte en otros rebaños y
recorrer caminos de muerte, llenos de zarzas y lobos, y nos quedamos balando
día y noche en busca de nuestro auténtico Pastor. Dilapidamos, no una moneda
sino muchas joyas del alma de manera superficial y pecaminosa, por estar
jugando en tantos casinos cuyo resplandor nos atrajo. Segundo, pero
tenemos que pedir perdón, pues nuestro pecado ofende a Dios Padre, a Cristo
nuestro Hermano mayor, al Espíritu Santo, nuestro Huésped del alma, a la
Iglesia de la que formamos parte, y a nuestros hermanos, pues todos formamos el
Cuerpo místico de Cristo. Y, tercero, debemos abrirnos con
confianza a los brazos misericordiosos del Padre Dios, lleno de ternura y
comprensión, que no sólo nos espera en casa, sino que nos busca, y al
encontrarnos alegre nos limpia, nos sube a su cuello y nos besa y acaricia.
¡Qué grande y misericordioso es Dios! También nosotros, como dice el Papa
Francisco forzando neologismos, una vez “misericordiados”, debemos ser “misericordiosos”
para con nuestros hermanos, y no duros e implacables como esos fariseos
criticones y soberbios del evangelio.
Para reflexionar: ¿Adoro otros dioses? ¿Me reconozco pecador? ¿Me
arrepiento de mis pecados? ¿Acudo con frecuencia al sacramento de la confesión?
¿He experimentado la alegría del perdón de Dios? ¿Me he alegrado al ver tan
feliz a Dios perdonándome? ¿Soy misericordioso con mis hermanos? ¿O soy duro e
implacable con ellos?
Para rezar:
Padre, me declaro culpable, pido clemencia, perdón por mis pecados.
Me acerco a ti con absoluta confianza porque sé que tú prefieres la penitencia a la muerte del pecador (cfr.
Ezequiel 33,11)
A ti no te gusta ni la venganza ni el rencor, tu corazón es compasivo y
misericordioso, y sé que sólo estás esperando a que tenga la humildad de reconocer mi
pecado, arrepentirme y pedir perdón para desbordar la abundancia de tu misericordia.
“Cuando confesamos nuestros pecados, Dios, fiel y justo, nos los perdona” (1
Jn 1,9)
Miro al horizonte:
Veo tus brazos abiertos y un corazón de Padre
queriendo atraerme con lazos de un amor infinito.
Padre, perdóname, quiero recibir el abrazo eterno.