“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos escuchado el pasaje del Evangelio de Lucas (6,36-38) del cual
es tomado el lema de este Año santo extraordinario: Misericordiosos como
el Padre. La expresión completa es: «Sean misericordiosos, como vuestro
Padre es misericordioso» (v. 36). No se trata de un slogan, sino de un
compromiso de vida.
Para comprender bien esta expresión, podemos confrontarla con aquella
paralela del Evangelio de Mateo, donde Jesús dice: «Por lo tanto, sean
perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo» (5,48). En el
llamado discurso de la montaña, que inicia con las Bienaventuranzas, el
Señor enseña que la perfección consiste en el amor, cumplimiento de
todos los preceptos de la Ley.
En esta misma perspectiva, San Lucas precisa que la perfección es el
amor misericordioso: ser perfectos significa ser misericordiosos. ¿Una
persona que no es misericordiosa es perfecta? ¡No! ¿Una persona que no
es misericordiosa es buena? ¡No! La bondad y la perfección radican en la
misericordia.
Seguro, Dios es perfecto. Entretanto si lo consideramos así, se hace
imposible para los hombres alcanzar esta absoluta perfección. En cambio,
tenerlo ante los ojos como misericordioso, nos permite comprender mejor
en que consiste su perfección y nos impulsa a ser como Él, llenos de
amor, compasión y misericordia.
Pero me pregunto: ¿Las palabras de Jesús son reales? ¿Es de verdad
posible amar como ama Dios y ser misericordiosos como Él? Si miramos la
historia de la salvación, vemos que toda la revelación de Dios es un
incesante e inagotable amor de los hombres: Dios es como un padre o como
una madre que ama con un amor infinito y lo derrama con abundancia
sobre toda criatura.
La muerte de Jesús en la cruz es el culmen de la historia de amor de
Dios con el hombre. Un amor talmente grande que solo Dios lo puede
realizar. Es evidente que, relacionado con este amor que no tiene
medidas, nuestro amor siempre será imperfecto.
Pero, ¡cuando Jesús nos pide ser misericordiosos como el Padre, no
piensa en la cantidad! Él pide a sus discípulos convertirse en signo,
canales, testigos de su misericordia. Y la Iglesia no puede dejar de ser
sacramento de la misericordia de Dios en el mundo, en todos los tiempos
y hacia toda la humanidad. Todo cristiano, por lo tanto, está llamado a
ser testigo de la misericordia, y esto sucede en el camino a la
santidad.
¡Pensemos en tantos santos que se volvieron misericordiosos porque se
dejaron llenar el corazón con la divina misericordia! Han dado cuerpo
al amor del Señor derramándolo en las múltiples necesidades de la
humanidad que sufre. En este florecer de tantas formas de caridad es
posible reconocer los reflejos del rostro misericordioso de Cristo.
Nos preguntamos: ¿Qué significa para los discípulos ser
misericordiosos? Y esto lo explica Jesús con dos verbos: “perdonar” (v.
37) y “donar” (v. 38). La misericordia se expresa sobre todo en el
perdón: “No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán
condenados; perdonen y serán perdonados” (v. 37). Jesús no pretende
alterar el curso de la justicia humana, entretanto recuerda a los
discípulos que para tener relaciones fraternas es necesario suspender
los juicios y las condenas. De hecho, es el perdón el pilar que sostiene
la vida de la comunidad cristiana, porque en ella se manifiesta la
gratuidad del amor con el cual Dios nos ha amado primero.
¡El cristiano debe perdonar! Pero ¿Por qué? Porque ha sido perdonado.
Todos nosotros que estamos aquí, hoy, en la Plaza, todos nosotros,
hemos sido perdonados. No hay ninguno de nosotros, que en su vida, no
haya tenido necesidad del perdón de Dios. Y porque nosotros hemos sido
perdonados, debemos perdonar.
Y lo recitamos todos los días en el Padre Nuestro: “Perdona nuestros
pecados; perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros
deudores”. Es decir, perdonar las ofensas, perdonar tantas cosas, porque
nosotros hemos sido perdonados de tantas ofensas, de tantos pecados. Y
así es fácil perdonar. Si Dios me ha perdonado, ¿por qué no debo
perdonar a los demás? ¿Soy más grande que Dios? ¿Entienden esto?
Este pilar del perdón nos muestra la gratuidad del amor de Dios, que
nos ha amado primero. Juzgar y condenar al hermano que peca es
equivocado. No porque no se quiera reconocer el pecado, sino porque
condenar al pecador rompe la relación de fraternidad con él y desprecia
la misericordia de Dios, que en cambio no quiere renunciar a ninguno de
sus hijos.
No tenemos el poder de condenar a nuestro hermano que se equivoca, no
estamos por encima él: al contrario tenemos el deber de llevarlo
nuevamente a la dignidad de hijo del Padre y de acompañarlo en su camino
de conversión.
A su Iglesia, a nosotros, Jesús nos indica también un segundo pilar:
“donar”. Perdonar es el primer pilar; donar es el segundo pilar. «Den, y
se les dará […] con la medida con que ustedes midan también serán
medidos» (v. 38).
Dios dona muy por encima de nuestros méritos, pero será todavía más
generoso con cuantos aquí en la tierra serán generosos. Jesús no dice
que cosa sucederá a quienes no donan, pero la imagen de la “medida”
constituye una exhortación: con la medida del amor que damos, seremos
nosotros mismos a decidir cómo seremos juzgados, como seremos amados. Si
observamos bien, existe una lógica coherente: ¡en la medida con la cual
se recibe de Dios, se dona al hermano, y en la medida con la cual se
dona al hermano, se recibe de Dios!
El amor misericordioso es por esto la única vía que es necesario
seguir. Tenemos todos mucha necesidad de ser un poco misericordiosos, de
no hablar mal de los demás, de no juzgar, de no “desplumar” a los demás
con las críticas, con las envidias, con los celos.
Tenemos que perdonar, ser misericordiosos, vivir nuestra vida en el
amor y donar. Este amor permite a los discípulos de Jesús no perder la
identidad recibida de Él, y de reconocerse como hijos del mismo Padre.
En el amor que ellos practican en la vida se refleja así aquella
Misericordia que no tendrá jamás fin (Cfr. 1 Cor 13,1-12).
Pero no se olviden de esto: misericordia y don; perdón y don. Así el
corazón crece, crece en el amor. En cambio, el egoísmo, la rabia, vuelve
al corazón pequeño, pequeño, pequeño, pequeño y se endurece como una
piedra. ¿Qué cosa prefieren ustedes? ¿Un corazón de piedra? Les
pregunto, respondan: “No”. No escucho bien… “No”. ¿Un corazón lleno de
amor? “Si”. ¡Si prefieren un corazón lleno de amor, sean
misericordiosos!”.