Homilía del Papa en el Jubileo de los catequistas
El Apóstol Pablo, en la segunda lectura, dirige a Timoteo, y también a
nosotros, algunas recomendaciones muy importantes para él. Entre otras,
pide que se guarde «el mandamiento sin mancha ni reproche» (1 Tm 6,14).
Habla sencillamente de un mandamiento. Parece que quiere que fijemos
nuestros ojos fijos en lo que es esencial para la fe. San Pablo, en
efecto, no recomienda una gran cantidad de puntos y aspectos, sino que
subraya el centro de la fe.
Este centro, alrededor del cual gira todo, este corazón que late y da
vida a todo es el anuncio pascual, el primer anuncio: el Señor Jesús ha
resucitado, el Señor Jesús te ama, ha dado su vida por ti; resucitado y
vivo, está a tu lado y te espera todos los días. Nunca debemos
olvidarlo.
En este Jubileo de los catequistas, se nos pide que no dejemos de
poner por encima de todo el anuncio principal de la fe: el Señor ha
resucitado. No hay un contenido más importante, nada es más sólido y
actual. Cada aspecto de la fe es hermoso si permanece unido a este
centro, si está permeado por el anuncio pascual. Si se le aísla, pierde
sentido y fuerza.
Estamos llamados a vivir y a anunciar la novedad del amor del Señor:
«Jesús te ama de verdad, tal y como eres. Déjale entrar: a pesar de las
decepciones y heridas de la vida, dale la posibilidad de amarte. No te
defraudará». El mandamiento del que habla san Pablo nos lleva a pensar
también en el mandamiento nuevo de Jesús: «Que os améis unos a otros
como yo os he amado» (Jn 15,12).
A Dios-Amor se le anuncia amando: no a fuerza de convencer, nunca
imponiendo la verdad, ni mucho menos aferrándose con rigidez a alguna
obligación religiosa o moral. A Dios se le anuncia encontrando a las
personas, teniendo en cuenta su historia y su camino. El Señor no es una
idea, sino una persona viva: su mensaje llega a través del testimonio
sencillo y veraz, con la escucha y la acogida, con la alegría que se
difunde. No se anuncia bien a Jesús cuando se está triste; tampoco se
transmite la belleza de Dios haciendo sólo bonitos sermones.
Al Dios de la esperanza se le anuncia viviendo hoy el Evangelio de la
caridad, sin miedo a dar testimonio de él incluso con nuevas formas de
anuncio. El Evangelio de este domingo nos ayuda a entender qué significa
amar, sobre todo a evitar algunos peligros. En la parábola se habla de
un hombre rico que no se fija en Lázaro, un pobre que «estaba echado a
su puerta» (Lc 16,20).
El rico, en verdad, no hace daño a nadie, no se dice que sea malo.
Sin embargo, tiene una enfermedad peor que la de Lázaro, que estaba
«cubierto de llagas» (ibíd.): este rico sufre una fuerte ceguera, porque
no es capaz de ver más allá de su mundo, hecho de banquetes y ricos
vestidos. No ve más allá de la puerta de su casa, donde yace Lázaro,
porque no le importa lo que sucede fuera.
No ve con los ojos porque no siente con el corazón. En su corazón ha
entrado la mundanidad que adormece el alma. La mundanidad es como un
«agujero negro» que engulle el bien, que apaga el amor, porque lo devora
todo en el propio yo. Entonces se ve sólo la apariencia y no se fija en
los demás, porque se vuelve indiferente a todo.
Quien sufre esta grave ceguera adopta con frecuencia un
comportamiento «estrábico»: mira con deferencia a las personas famosas,
de alto nivel, admiradas por el mundo, y aparta la vista de tantos
Lázaros de ahora, de los pobres y los que sufren, que son los
predilectos del Señor.
Pero el Señor mira a los que el mundo abandona y descarta. Lázaro es
el único personaje de las parábolas de Jesús al que se le llama por su
nombre. Su nombre significa «Dios ayuda». Dios no lo olvida, lo acogerá
en el banquete de su Reino, junto con Abraham, en una profunda comunión
de afectos.
El hombre rico, en cambio, no tiene siquiera un nombre en la
parábola; su vida cae en el olvido, porque el que vive para sí no
construye la historia. La insensibilidad de hoy abre abismos
infranqueables para siempre. En la parábola vemos otro aspecto, un
contraste.
La vida de este hombre sin nombre se describe como opulenta y
presuntuosa: es una continua reivindicación de necesidades y derechos.
Incluso después de la muerte insiste para que lo ayuden y pretende su
interés.
La pobreza de Lázaro, sin embargo, se manifiesta con gran dignidad:
de su boca no salen lamentos, protestas o palabras despectivas. Es una
valiosa lección: como servidores de la palabra de Jesús, estamos
llamados a no hacer alarde de apariencia y a no buscar la gloria; ni
tampoco podemos estar tristes y disgustados.
No somos profetas de desgracias que se complacen en denunciar
peligros o extravíos; no somos personas que se atrincheran en su
ambiente, lanzando juicios amargos contra la sociedad, la Iglesia,
contra todo y todos, contaminando el mundo de negatividad.
El escepticismo quejoso no es propio de quien tiene familiaridad con
la Palabra de Dios. El que proclama la esperanza de Jesús es portador de
alegría y sabe ver más lejos, porque sabe mirar más allá del mal y de
los problemas. Al mismo tiempo, ve bien de cerca, pues está atento al
prójimo y a sus necesidades.
El Señor nos lo pide hoy: ante los muchos Lázaros que vemos, estamos
llamados a inquietarnos, a buscar caminos para encontrar y ayudar, sin
delegar siempre en otros o decir: «Te ayudaré mañana». El tiempo para
ayudar es tiempo regalado a Jesús, es amor que permanece: es nuestro
tesoro en el cielo, que nos ganamos aquí en la tierra.
En conclusión, que el Señor nos conceda la gracia de vernos renovados
cada día por la alegría del primer anuncio: Jesús nos ama
personalmente. Que nos dé la fuerza para vivir y anunciar el mandamiento
del amor, superando la ceguera de la apariencia y las tristezas del
mundo. Que nos vuelva sensibles a los pobres, que no son un apéndice del
Evangelio, sino una página central, siempre abierta ante nosotros.