El Papa en Santa Marta
Job estaba en problemas: ¡lo había
perdido todo! La primera lectura nos muestra a Job despojado de todos
sus bienes, incluso de sus hijos. Se siente perdido, pero no maldice al
Señor. Job vive una gran desolación espiritual y se desahoga ante Dios.
Es el desahogo de un hijo ante su padre. Así lo hace también el profeta
Jeremías, que se desahoga con el Señor, pero nunca blasfema. La
desolación espiritual es algo que nos puede pasar a todos. Puede ser más
fuerte o más débil..., ese estado oscuro del alma, sin esperanza,
desconfiada, sin ganas de vivir, sin ver el final del túnel, con muchas
agitaciones en el corazón y también en las ideas… La desolación
espiritual nos hace sentirnos como si tuviéramos el alma aplastada: no
puede, no es capaz, incluso no quiere vivir: ¡Mejor es la muerte! Es el desahogo de Job. Mejor morir que vivir así.
Debemos comprender cuándo nuestro espíritu está en ese estado de gran
tristeza, que no nos da ni un respiro: a todos nos pasa esto, fuerte o
no fuerte…, a todos nos pasa. Es importante saber qué pasa en nuestro
corazón.
Esta es la pregunta que podemos
hacernos: ¿Qué se nos pasa por la cabeza cuando vivimos esos momentos
oscuros, por una tragedia familiar, una enfermedad, algo que me hunde.
Alguno pensará en tomar una pastilla para dormir y alejarse de los
hechos, o tomarse dos, tres, cuatro copas… ¡Eso no ayuda! La liturgia de
hoy, en cambio, nos hace ver qué hacer con esa desolación espiritual, cuando estamos tibios, hundidos, sin esperanza. En el Salmo responsorial (Salmo 87), está la respuesta: Llegue hasta ti mi súplica, Señor.
Hay que rezar, rezar fuerte, como hizo Job: gritar día y noche hasta
que Dios preste oídos. Es una oración de llamar a la puerta, ¡pero con
fuerza! Porque mi alma está colmada de desdichas, y mi vida está al
borde del abismo; ya me cuentan con los que bajan a la fosa, soy como un
inválido. Cuántas veces nos sentimos así, sin fuerzas… ¡Pues esa es
la oración! El mismo Señor nos enseña cómo rezar en esos momentos
malos: Me has colocado en lo hondo de la fosa, en las tinieblas del fondo; tu cólera pesa sobre mí… Llegue hasta ti mi súplica, Señor.
Esa es la oración: así debemos rezar en los momentos más feos, más
oscuros, de mayor desolación, más aplastantes, ¡porque nos aplastan de
verdad! Eso es rezar con autenticidad, y también desahogarse, como se
desahogó Job. Como un hijo.
El Libro de Job habla más adelante del
silencio de sus amigos. Ante una persona que sufre, las palabras pueden
hacer daño. Lo que cuenta es estar al lado, hacer sentir la cercanía,
pero no dar discursos. Cuando una persona sufre, cuando una persona está
en la desolación espiritual, se debe hablar lo menos posible y ayudar
con el silencio, la cercanía, las caricias, con nuestra oración delante
del Padre.
Así pues, primero, reconocer en nosotros
los momentos de desolación espiritual, cuando estemos a oscuras, sin
esperanza, y preguntarnos porqué. Segundo, rezar al Señor como la
liturgia de hoy nos enseña con el Salmo 87, en el momento de la
oscuridad. Llegue hasta ti mi súplica, Señor. Y tercero, cuando
me acerco a una persona que sufre, ya sea de enfermedad o de cualquier
otro sufrimiento, pero que está precisamente desolado, ¡silencio!, pero
silencio con tanto amor, cercanía, caricias. Y no dar discursos que al
final no ayudan e, incluso le pueden hacer mal.
Pidamos al Señor que nos dé estas tres
gracias: la gracia de reconocer la desolación espiritual, la gracia de
rezar cuando estemos sometidos a ese estado de desolación espiritual, y
también la gracia de saber acompañar a las personas que sufren momentos
malos de tristeza y de desolación espiritual.