(Septiembre 2016)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a
mis hijas y a mis hijos!
Ha llegado
septiembre, y la Iglesia, Madre y Maestra, nos invita a adentrarnos más en los
frutos de la redención. El día 14, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz,
nos recuerda que el madero santo en el que el Señor ofreció su vida por la
salvación del mundo es un trono de triunfo y de gloria:cuando sea levantado
de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Y en la fecha
posterior, memoria de María al pie de la Cruz, se nos pone con fuerza ante los
ojos que la Santísima Virgen, nueva Eva asociada con Cristo, el nuevo Adán,
colaboró excelsamente en la salvación de las almas. Contemplando con fe la
Cruz, vemos que «el instrumento de suplicio que mostró, el Viernes Santo, el
juicio de Dios sobre el mundo, se ha transformado en fuente de vida, de perdón,
de misericordia, signo de reconciliación y de paz».
Estas fiestas
litúrgicas nos interpelan también sobre nuestra respuesta diaria al misterio
del dolor, cuando se presenta en nuestro camino. Sin embargo, a veces, los
hombres sólo consideramos como "éxitos" lo que halaga a los sentidos
o contenta al propio yo, mientras tenemos como "fracasos" las
contrariedades, lo que no sale como deseábamos, lo que nos trae sufrimiento al
cuerpo o al alma. Procuremos superar esa lógica equivocada, porque —como
escribió san Josemaría— el éxito o el fracaso está en la
vida interior. El éxito está en recibir con sosiego la Cruz de Jesucristo, en
extender los brazos abiertos, porque para Jesús como para nosotros la Cruz es
un trono, es la exaltación del amor; es el colmo de la eficacia redentora, para
llevar las almas a Dios, para llevarlas según nuestro modo laical: con nuestro
trato, con nuestra amistad, con nuestro trabajo, con nuestra palabra, con
nuestra doctrina, con la oración y la mortificación.
Observando la
huida de la Cruz, que desgraciadamente vemos en tantos ambientes, podemos
preguntarnos, haciendo eco al Papa: el camino cristiano que comencé en
el Bautismo, ¿cómo va? ¿Estoy quieto? (...). ¿Me paro ante las cosas que me
gustan: la mundanidad, la vanidad, o voy siempre adelante, concretando las
bienaventuranzas y las obras de misericordia? Porque el camino de Jesús está
tan lleno de consuelo, de gloria, pero también de cruz. Siempre con paz en el alma.
Entre las
obras de misericordia, que estamos tratando de practicar más especialmente a lo
largo de este Año jubilar, hay una que se manifiesta al mismo tiempo corporal y
espiritual. Me refiero al cuidado de los enfermos y de los ancianos: no se
agota en socorrer las necesidades materiales, sino que recoge siempre una
vertiente espiritual: ayudarles también a que, en el sufrimiento o en la soledad,
descubran con continuidad una ocasión de unirse a Cristo en la Cruz.
Atender a los
enfermos fue una constante en el paso de Jesús en esta tierra: una de las
señales de su condición mesiánica, como afirma san Mateo: Él tomó nuestras dolencias y cargó
con nuestras enfermedades. Los evangelistas nos
lo han repetido en numerosas ocasiones. A veces, se trataba de una persona
singular que pedía esa gracia para sí o para algún allegado: el centurión de
Cafarnaún le suplica por su criado enfermo; unos amigos le ponen delante a un
paralítico; Marta y María le urgen a que acuda a Betania para devolver la salud
a su hermano, gravemente enfermo; Bartimeo le llama a gritos cuando pasa junto
al camino de Jericó, solicitando que se apiade de él y cure su ceguera... En
otros momentos, Jesús toma la iniciativa, como cuando al desembarcar vio una gran
muchedumbre y se llenó de compasión por ella y curó a los enfermos; o cuando, encontrando
un paralítico junto a la piscina probática, le preguntó: ¿quieres curarte?; o en aquella
circunstancia en la que Jesús devolvió la vida al hijo de la viuda de Naím.
Muy
frecuentemente, la muchedumbre llevaba consigo a sus parientes o amigos
enfermos hasta donde el Maestro se hallaba. San Mateo cuenta que Jesús vino junto al mar de Galilea, subió
al monte y se sentó allí. Acudió a Él mucha gente que traía consigo cojos,
ciegos, lisiados, mudos y otros muchos enfermos, y los pusieron a sus pies, y
Él los curó; de tal modo que se maravillaba la multitud viendo hablar a los
mudos y restablecerse a los lisiados, andar a los cojos y ver a los ciegos. Y
glorificaban al Dios de Israel.
Los milagros
del Señor no pretendían, lógicamente, curar sólo las enfermedades del cuerpo,
sino infundir la gracia en las almas; así lo muestra la curación del ciego de
nacimiento. Ante la pregunta de los discípulos, que pensaban —de acuerdo con la
opinión del tiempo— que la ceguera de ese hombre era consecuencia de los
pecados, Jesús respondió: ni
pecó éste ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se
manifiesten en él.
El libro de
los Hechos nos traza en diferentes tiempos un cuadro de la acción de la
primitiva Iglesia. Por manos
de los apóstoles —escribe san
Lucas— se obraban muchos
milagros y prodigios entre el pueblo (...), hasta el punto de que sacaban los
enfermos a las plazas y los ponían en lechos y camillas para que, al pasar
Pedro, al menos su sombra alcanzase a alguno de ellos.
El dolor, la
enfermedad, pueden acercar a Dios si se reciben con espíritu sobrenatural. Pero
también pueden alejar, si mueven a la rebeldía. San Josemaría tenía bien
experimentado —tanto en su caminar personal como en la historia de la Obra— la
eficacia del dolor físico o moral unido a la Cruz del Señor. Con agradecimiento
a Dios y a innumerables personas que así respondían, mencionaba quedesde el principio hemos contado
con la oración de muchos enfermos, que ofrecían sus sufrimientos por el Opus
Dei. También
ahora, la labor apostólica continúa apoyándose sobre el cimiento generoso de
los enfermos y de las enfermas, que procuran transformar su sufrimiento en
oración por la Iglesia, por el Papa, por las almas.
A todos los
enfermos hemos de ayudarles con atención y gratitud: con cariño, con cuidados
materiales y espirituales. Rogamos a Dios que les conceda la salud, si conviene
a sus almas; y, si no, que afronten con alegría la enfermedad, los achaques de
la vejez, las penas de cualquier tipo que padezcan; y siempre con el gozo
sobrenatural de estar colaborando en la aplicación de los méritos redentores de
Cristo.
En la Cruz, pues, con fidelidad.
En la Cruz, con alegría, que una dedicación sin alegría no podría el Señor
agradecerla: hilarem enim datorem diligit Deus (2 Cor 9, 7), Dios ama al que da
con alegría. En la Cruz, con sereno reposo: porque nosotros no tenemos miedo a
la vida ni miedo a la muerte; no tememos tampoco a Dios, que es nuestro Padre. Al mismo
tiempo, con el profundo sentido de humanidad que le caracterizaba, nuestro
Fundador repitió:el dolor físico, cuando se puede quitar, se quita. ¡Bastantes
sufrimientos hay en la vida! Y cuando no se puede quitar, se ofrece.
Para
comprender esta actitud tan cristiana, se requiere acercarse a esa situación
con la mirada del Buen Pastor. Sólo desde la connaturalidad
afectiva que da el amor, podemos apreciar la vida teologal presente en la
piedad de los pueblos cristianos (...). Pienso en la fe firme de esas madres al
pie del lecho del hijo enfermo, que se aferran a un rosario aunque no sepan
hilvanar las proposiciones del Credo; o en tanta carga de esperanza derramada
en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María, o en
esas miradas de amor entrañable a Cristo crucificado.
Cuando estemos
enfermos o suframos de cualquier otro modo, conviene advertirlo a quienes se
hallan a nuestro lado, acudir al médico y aceptar sus indicaciones, para poner
cuanto antes los remedios oportunos. De ese modo se evita lapsicosis de enfermo. ¡Cuántas veces oí decir a
san Josemaría que, así como nadie es santo en la tierra, tampoco hay nadie que
esté siempre sano! Todos podemos atravesar momentos de enfermedad, incluso
grave; y eso mismo nos ha de impulsar a abandonarnos confiadamente en el Señor
y en quienes pueden sostenernos.
Hijas e hijos
míos, asumamos con gratitud estas recomendaciones de nuestro santo fundador,
porque hacer las obras de Dios no es un
bonito juego de palabras, sino una invitación a gastarse por Amor. Hay que
morir a uno mismo, para renacer a una vida nueva. Porque así obedeció Jesús,
hasta la muerte de cruz, mortem
autem crucis. Propter quod et Deus exaltavit illum (Flp 2, 8-9). Y por esto
Dios lo exaltó. Si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también
Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de
Cristo: se podrá asegurar que hemos vivido procurando ser buenos hijos de Dios,
que hemos pasado haciendo bien, a pesar de nuestra flaqueza y de nuestros
errores personales, por numerosos que sean.
No dejemos de
mirar también al queridísimo beato Álvaro, que supo amar con alegría la salud y
la enfermedad. Al recordarle el día 15, aniversario de su nombramiento como
sucesor de san Josemaría, digámosle que nos sostenga a todas y a todos.
Sé que habréis
rezado por las víctimas del terremoto en Italia y por las de las otras
calamidades de todos los lugares: fomentemos esta fraternidad con toda la
humanidad.
Dentro de tres
días, en este santuario mariano de Torreciudad, administraré la ordenación
sacerdotal a seis diáconos, Agregados de la Prelatura. Pedid por ellos y por los
sacerdotes del mundo entero, por el Papa y por los obispos, para que el
Espíritu Santo nos llene a todos de sus dones y nos haga santos. En esa misma
fecha, nos uniremos a la alegría de la Iglesia por la canonización de la beata
Teresa de Calcuta, que tanto apreció a la Obra.
Con todo
cariño, os bendice vuestro Padre + Javier