El Papa en Santa Marta
Hoy, hombres y mujeres de todas las
religiones iremos a Asís. No para dar un espectáculo: simplemente para
rezar y rezar por la paz. Y en todas partes hoy se organizan encuentros
de oración que invitan a católicos, cristianos, creyentes y a todos los
hombres y mujeres de buena voluntad, de cualquier religión, a rezar por
la paz, ya que ¡el mundo está en guerra! ¡El mundo sufre! Hoy la Primera
Lectura acaba así: Quien cierra los oídos al clamor del necesitado no será escuchado cuando grite
(Pr 21,13). Si hoy cerramos el oído al grito de esa gente que sufre
bajo las bombas, que sufre la explotación de los traficantes de armas,
puede ser que cuando nos toque a nosotros no obtengamos respuesta. No
podemos cerrar el oído al grito de dolor de esos hermanos y hermanas
nuestros que sufren por la guerra.
Nosotros no vemos la guerra. Nos
asustamos por cualquier acto de terrorismo, pero eso no tiene nada que
ver con lo que sucede en aquellos países, en aquellas tierras donde día y
noche las bombas caen y caen, y matan niños, ancianos, hombres y
mujeres. ¿La guerra está lejos? ¡No! Está cerquísima, porque la guerra
nos afecta a todos, la guerra comienza en el corazón. Que el Señor nos
dé paz en el corazón, nos quite todo deseo de avaricia, de codicia, de
lucha. ¡No! ¡Paz, paz! Que nuestro corazón sea un corazón de hombre o de
mujer de paz. ¡Y eso por encima de las divisiones entre religiones!:
¡todos, todos, todos! Porque todos somos hijos de Dios. Y Dios es Dios
de paz. No existe un dios de la guerra: el que hace la guerra es el
maligno, es el diablo, que quiere matar a todos.
Ante eso no puede haber divisiones de
fe. No basta dar gracias a Dios porque tal vez la guerra no nos toca.
Sí, le agradecemos eso, pero pensemos también en los demás. Pensemos hoy
no solo en las bombas, en los muertos, en los heridos, sino también en
la gente –niños y ancianos– a la que no puede llegar la ayuda
humanitaria para comer. No pueden llegar las medicinas. ¡Están
hambrientos, enfermos! Porque las bombas lo impiden. Y, mientras
nosotros rezamos hoy, sería bueno que cada uno sienta vergüenza.
Vergüenza por eso: que los humanos, nuestros hermanos, sean capaces de
hacer eso.
Hoy jornada de oración, de penitencia,
de llanto por la paz; jornada para oír el grito del pobre. Ese grito que
nos abre el corazón a la misericordia, al amor, y nos salva del
egoísmo.