Es para mí una gran alegría y una gracia especial encontrarme con Su
Santidad y Beatitud y los venerables metropolitas, arzobispos y obispos,
miembros del Santo Sínodo. Saludo al señor primer ministro y a los
ilustres representantes del mundo académico y de la cultura.
Santidad, con vuestra visita histórica al Vaticano, la primera de un
Patriarca georgiano, usted abrió una nueva página en las relaciones
entre la Iglesia Ortodoxa de Georgia y la Iglesia Católica. En aquella
ocasión, intercambió con el Obispo de Roma el beso de la paz y la
promesa de rezar el uno por el otro.
Así se han reforzado los importantes lazos que existen entre nosotros
desde los primeros siglos del cristianismo. Estos se han desarrollado y
siguen siendo respetuosos y cordiales, como se pone de manifiesto
también por la afectuosa acogida reservada a mis enviados y
representantes; por la actividad de estudio e investigación de fieles
ortodoxos georgianos en los Archivos Vaticanos y en las Pontificias
Universidades; por la presencia en Roma de una comunidad vuestra,
alojada en una iglesia de mi diócesis; y por la colaboración, sobre todo
cultural, con la comunidad católica local.
Como peregrino y amigo, he llegado a esta tierra bendita, cuando está
a punto de concluir para los católicos el Año Jubilar de la
Misericordia.
También estuvo aquí el santo Papa Juan Pablo II, la primera vez de un
Sucesor de Pedro, en un momento muy importante, en el umbral del
Jubileo del 2000: vino a reforzar los «vínculos profundos y fuertes» con
la Sede de Roma (Discurso en la ceremonia de bienvenida, Tiflis, 8
noviembre 1999) y a recordar lo importante que era, en el umbral del
tercer Milenio, «la contribución de Georgia, esta antigua encrucijada de
culturas y tradiciones, a la construcción […] de una civilización del
amor» (Discurso en el Palacio patriarcal, Tiflis, 8 noviembre 1999).
Ahora, la Providencia divina ha querido que nos encontremos de nuevo
y, frente a un mundo sediento de misericordia, de unidad y de paz, nos
pide que se dé un nuevo impulso, un renovado fervor a los lazos que nos
unen, signo elocuente de los cuales es el beso de la paz y nuestro
abrazo fraternal.
La Iglesia Ortodoxa de Georgia, enraizada en la predicación
apostólica, especialmente en la figura del apóstol Andrés, y la Iglesia
de Roma, fundada sobre el martirio del apóstol Pedro, tienen así la
gracia de renovar hoy, en el nombre de Cristo y para su gloria, la
belleza de la fraternidad apostólica. En efecto, Pedro y Andrés eran
hermanos: Jesús los llamó a dejar sus redes para ser, juntos, pescadores
de hombres (cf. Mc 1,16-17). Querido hermano, dejémonos mirar de nuevo
por el Señor Jesús, dejémonos atraer aún por su invitación a dejar todo
lo que nos impide dar, juntos, el anuncio de su presencia.
Nos sostiene en esto el amor que transformó la vida de los Apóstoles.
Es el amor sin igual, que el Señor ha encarnado: « Nadie tiene amor más
grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13); y que nos lo
ha dado para que nos amemos unos a otros como él nos ha amado (cf. Jn
15,12). En este sentido, el gran poeta de esta tierra parece que nos
dirige también a nosotros algunas de sus célebres palabras: «¿Has leído
cómo los apóstoles escribieron del amor, cómo hablan, cómo lo alaban?
Conócelo, dirige tu mente a estas palabras: el amor nos eleva» “(S.
Rustaveli, El Caballero de la piel de tigre, Tiflis 1988, estancia 785).
Realmente el amor del Señor nos eleva, porque nos permite alzarnos por
encima de las incomprensiones del pasado, de los cálculos del presente y
de los temores del futuro.
El pueblo georgiano ha dado testimonio durante siglos de la grandeza
de este amor. Ha encontrado en él la fuerza para levantarse de nuevo
después de muchas pruebas; gracias a él se ha elevado hasta las alturas
de una extraordinaria belleza artística.
Sin el amor, como ha escrito otro gran poeta, «el sol no reina en la
bóveda del cielo», y para los hombres «no hay belleza ni inmortalidad»
(G. Tabidze, «Senza l’amore», en Galaktion Tabidze, Tiflis 1982, 25). El
amor es la razón de ser de la belleza inmortal de vuestro patrimonio
cultural, que se expresa de muchas formas, como la música, la pintura,
la arquitectura y la danza.
Usted, querido Hermano, ha ofrecido una digna manifestación de ello,
especialmente mediante la composición de apreciados himnos sagrados,
algunos incluso en lengua latina y muy queridos en la tradición
católica. Ellos enriquecen el tesoro de vuestra fe y cultura, un regalo
único para la cristiandad y la humanidad, que merece ser conocido y
apreciado por todos.
La gloriosa historia del Evangelio en esta tierra se debe de una
manera especial a santa Nino, que suele ser equiparada a los Apóstoles:
difundió la fe bajo el signo particular de la cruz hecha de sarmiento de
vid.
No se trata de una cruz desnuda, porque la imagen de la vid, además
del fruto que en esta tierra es excelente, representa al Señor Jesús.
Él, en efecto, es «la vid verdadera», y pidió a sus Apóstoles que, como
sarmientos, permanecieran firmemente injertados en él para dar fruto
(cf. Jn 15,1- 8).
Querido Hermano, para que también hoy el Evangelio dé fruto, se nos
pide que permanezcamos todavía más enraizados en el Señor y unidos entre
nosotros.
Que la multitud de santos de este país nos anime a poner el Evangelio
por encima de todo y a evangelizar como en el pasado y, más que en el
pasado, libres de las ataduras de ideas preconcebidas y abiertos a la
perenne novedad de Dios. Que las dificultades no sean un obstáculo, sino
un estímulo que nos ayude a conocernos mejor, a compartir la sabia viva
de la fe, a intensificar la oración de unos por otros y a cooperar con
caridad apostólica en el testimonio común, para la gloria de Dios en el
cielo y el servicio de la paz en la tierra.
Al pueblo georgiano le gusta ensalzar, brindando con el fruto de la
vid, sus valores más apreciados. Junto al amor que eleva, se da un papel
especial a la amistad. «Quien no busca un amigo, es enemigo de sí
mismo», nos recuerda una vez más el poeta (S. Rustaveli, El Caballero de
la piel de tigre, estancia 847).
Quiero ser un amigo sincero de esta tierra y de este querido pueblo,
que no olvida el bien recibido y cuyo carácter hospitalario se combina
con un estilo de vida verdaderamente lleno de esperanza, aún en medio de
las dificultades, que nunca faltan. También esta actitud positiva tiene
sus raíces en la fe, que lleva a los georgianos a invocar, en torno a
la mesa, la paz para todos, recordando incluso a los enemigos.
Con la paz y el perdón estamos llamados a vencer a nuestros
verdaderos enemigos, que no son de carne y hueso, sino los espíritus del
mal que están dentro y fuera de nosotros (cf. Ef 6,12). Esta tierra
bendita está llena de héroes valientes según el Evangelio que, como san
Jorge, fueron capaces de vencer al mal.
Pienso en tantos monjes, y especialmente en los numerosos mártires,
cuya vida ha triunfado «con la fe y la paciencia»: ha pasado por la
prueba del dolor permaneciendo unida al Señor y ha dado así un fruto
pascual, regando el suelo georgiano con la sangre derramada por amor.
Que su intercesión alivie a tantos cristianos que todavía hoy en el
mundo sufren persecuciones y atropellos, y fortalezca en nosotros el
buen deseo de estar fraternalmente unidos para anunciar el Evangelio de
la paz.