11/30/22

Libertad y Verdad en Menéndez Pelayo

Santiago Leyra Curiá


En un momento en el que el silenciamiento cultural y social amenaza con socavar, especialmente, los rudimentos de la libertad académica emerge, como ejemplo, la figura del erudito Marcelino Menéndez Pelayo.

Recién iniciada la Restauración, en febrero de 1875 se publicó un decreto del ministerio de Fomento prohibiendo enseñar nada contrario al dogma católico, la sana moral, la monarquía constitucional y el régimen político. Varios catedráticos de Universidad, como Giner de los Ríos, Azcárate y Salmerón fueron primero suspendidos y posteriormente separados de sus cátedras”.

En el año 1876, Giner de los Ríos y varios compañeros suyos fundaron La Institución Libre de Enseñanza, asociación que, al margen de la enseñanza pública, pretendía renovar a las jóvenes generaciones con una moral laica y unas ideas inspiradas en el masón idealista alemán K.Ch.F. Krause (1781/1832), en cuya filosofía se había tratado de armonizar el panteísmo y el teísmo y, contra la exaltación hegeliana de la idea de Estado, se había defendido la superioridad ética de asociaciones de fines generales, como la familia o la nación. Promoviendo una federación voluntaria entre esas asociaciones podría irse produciendo el acercamiento y la unidad entre los seres humanos.

Un miembro de La Institución, Gumersindo de Azcárate, en artículo publicado en la “Revista de España”, afirmaba que, “según el Estado ampare o niegue la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad… y podrá hasta darse el caso de que se ahogue casi por completo su actividad, como ha sucedido en España durante tres siglos”.

Menéndez Pelayo, tras leer el citado artículo y aleccionado por uno de sus maestros y amigo, Gumersindo Laverde (18335/1890), publicó, en aquel mismo año 1876, su primera obra, “La ciencia española”, con la que inició su aventura intelectual, convencido de que los españoles podrían renovarse inspirándose en los ideales éticos y culturales de los más elevados momentos de su historia; y ya entonces hacía suyas unas palabras del sabio benedictino B.J. Feijoo, que en uno de sus discursos se había proclamado “ciudadano libre en la República de las Letras, ni esclavo de Aristóteles ni aliado de sus enemigos”.

En 1892 dirigió al ministro de Fomento un informe en el que se quejaba porque “vemos separarse de nuestro Claustro a dignísimos Profesores…, representantes de muy opuestas doctrinas, pero igualmente dignos de respeto por su celosa y desinteresada consagración al culto de la verdad…”, “…ideal de vida… encaminado a la indagación científica que sólo puede lograrse con garantías de independencia semejantes a las que disfrutan todas las grandes instituciones científicas de otros países…; “…queremos aproximarnos a este ideal por todos los caminos posibles y reivindicar para el cuerpo universitario toda aquella libertad de acción que, dentro de su peculiar esfera, le corresponde”.

Por su parte, Cánovas del Castillo, historiador, considera que lacras como el retraso o la falta de unidad política de España son atribuibles a la herencia de la Inquisición y de la Casa de Austria. Y en la Constituyente de 1868, bramó Castelar: “No hay nada más espantoso, más abominable, que aquel gran imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta… Encendimos las hogueras de la Inquisición; arrojamos a ellas nuestros pensadores, los quemamos y, después, ya no hubo de las ciencias en España más que un montón de cenizas”.

Es cierto que la ciencia española se había interrumpido por largo tiempo, pero eso fue a partir de 1790, no coincidiendo con la Inquisición, sino con la Corte volteriana de Carlos IV, las Cortes de Cádiz, la desamortización de Mendizábal, la quema de conventos…

En ese contexto, se celebra en 1881, cuando don Marcelino aún no había cumplido los 25 años, un homenaje en el parque del Retiro madrileño, por el segundo centenario de la muerte de Calderón de la Barca. Expertos extranjeros alaban el mérito del escritor, a pesar de la época retrograda en la que vive. Ya al final, Menéndez Pelayo explota… “Mira, Enrique -le confesaría después a su hermano-, me tenían ya muy cargado, habían dicho muchas barbaridades y no pude menos de estallar, y, además, nos dieron a los postres tan mal champagne…”.

En este célebre brindis, el polígrafo cántabro destaca en primer lugar la idea (o más bien hecho) de que ha sido la fe católica la que nos ha conformado. De su pérdida o, al menos, de su difuminarse, nace nuestra decadencia y eventual muerte…

En segundo lugar, la reivindicación de la monarquía tradicional, asumida y llevada a su apogeo por la Casa de Austria, que no fue ni absoluta ni parlamentaria, sino cristiana, y que, por ello, pudo ser garante del municipio español, donde pudo florecer la verdadera libertad…

En defensa de estos principios (fe católica, monarquía tradicional, libertad municipal) escribió Calderón. Contra ellos se alzan liberales, tanto absolutistas como revolucionarios, imponiendo su libertad ideológica que destruye la libertad real en nombre de unas ideas abstractas y estatalistas.

Termino con la transcripción del brindis porque creo que merece la pena hacerlo: “…Brindo por lo que nadie ha brindado hasta ahora: por las grandes ideas que fueron alma e inspiración de los poemas calderonianos. En primer lugar, por la fe católica, apostólica romana, que en siete siglos de lucha nos hizo reconquistar el patrio suelo, y que en los albores del Renacimiento abrió a los castellanos las vírgenes selvas de América, y a los portugueses los fabulosos santuarios de la India… Brindo, en segundo lugar, por la antigua y tradicional monarquía española, cristiana en esencia y democrática en la forma… Brindo por la nación española, amazona de la raza latina, de la cual fue escudo y valladar firmísimo contra la barbarie germánica y el espíritu de disgregación y de herejía… Brindo por el municipio español, hijo glorioso del municipio romano y expresión de la verdadera y legítima y sacrosanta libertad española… En suma, brindo por todas las ideas, por todos los sentimientos que Calderón ha traído al arte…; los que sentimos y pensamos como él, los únicos que con razón, y justicia, y derecho, podemos enaltecer su memoria… y a quien de ninguna suerte pueden contar por suyo los partidos más o menos liberales que, en nombre de la unidad centralista a la francesa, han ahogado y destruido la antigua libertad municipal y foral de la Península, asesinada primero por la Casa de Borbón y luego por los Gobiernos revolucionarios de este siglo. Y digo y declaro que no me adhiero al centenario en lo que tiene de fiesta semipagana, informada por principios… que poco habían de agradar a tan cristiano poeta como Calderón, si levantase la cabeza…”.

Fuente: omnesmag.com

11/29/22

El caso Hans Küng

 Juan Luis Lorda

Joseph Ratzinger y Hans Küng coincidieron como peritos en el Concilio Vaticano II (1962-1965) y como colegas en la Universidad de Tubinga (1966-1968); y recorrieron después caminos muy divergentes: Ratzinger hacia el papado y Küng hacia una sonada disidencia. “Una comparación de nuestras respectivas trayectorias vitales […] podría ofrecer análisis sumamente reveladores de la evolución de la teología y la Iglesia católica e incluso de la sociedad en general”, escribe Küng en el prólogo de su segundo volumen de memorias, Verdad comprometida, al tiempo que expresa su decepción de que Ratzinger haya llegado a ser Papa.

Un coche y una misión

Se suele recordar que, en Tubinga, Ratzinger circulaba en bicicleta y con boina negra, y Küng lo hacía con un Alfa Romeo rojo y atuendo deportivo. Una anécdota no retrata una persona. Pero cambiar su viejo Volkswagen escarabajo, habitual entre los curas, por un Alfa Romeo “rojo” (color llamativo entonces) algo dice. En oficios tan expuestos al público como sacerdote y profesor, estos detalles son muy significativos. Este, por lo menos, señala dos cosas. La primera que, al contrario de Ratzinger, Küng había decidido no pasar inadvertido. La segunda es su intención de romper con los clichés eclesiásticos y acomodarse al mundo moderno y democrático. 

Küng nunca simpatizó con la estética e ideas marxistas que entonces presionaban en la universidad y en la Iglesia. Pero amó el mundo y el mundo le amó. Ningún otro teólogo o eclesiástico ha recibido tanto apoyo en medios laicistas, y tal cantidad de doctorados honoris causa. Se premiaba su brillantez, pero también, o sobre todo, su crítica a la Iglesia. El mundo moderno occidental no ama a la Iglesia católica. A medida que pierde sus raíces cristianas, se siente incómodo con ella y quiere que cambie con él o desaparezca. Küng se impuso la tarea de superar lo inaceptable para poner el cristianismo a la altura de los tiempos. 

Formación y cátedra

Hans Küng nació en Sursee, una pequeña población del cantón suizo de Lucerna, donde su padre era zapatero. 

Tras los estudios secundarios, entró en el Colegio Germánico de Roma (1947-1954), y estudió filosofía y teología en la Universidad Gregoriana, con trabajos sobre Sartre y Barth: siete años que recordaría con aprecio. Los completaría en el Instituto Católico de París (1955-1957), con una tesis sobre la justificación en Barth, que le dirigió Louis Bouyer y se publicó con carta laudatoria de Barth.

En 1958, Juan XIII convocó el Concilio Vaticano II, que empezaría en 1962. Küng tenía muchas ideas sobre lo que había que mejorar. Entretanto, después de pasar por Münster, consiguió la cátedra de Teología Fundamental en Tubinga, donde permanecería casi toda su vida (1960-1996). 

El concilio y el pos-concilio de Küng

Se adelantó escribiendo El Concilio y la unión de los cristianos (1960), que le produjo fama y críticas. Para cuando comenzó el Concilio (1962), ya había dado conferencias sobre el Concilio por media Europa, y publicó otro libro, Estructuras de la Iglesia (1962), con más fama y más críticas. Fue llamado como perito por Juan XXIII y se movió entre los obispos y ante los medios de comunicación, llegando a ser una de las caras más visibles. 

Pero, quizá por aquellas reticencias, no entró en la comisión teológica central ni jugó un papel relevante en la redacción. Enorme decepción, que le llevó a impulsar su reforma desde fuera. Así se inició un itinerario cada vez más crítico (y despectivo) con la “estructura”, que duraría toda su vida. Se convertiría en el mayor exponente del “espíritu del Concilio” para impulsar en paralelo la reforma que, en su opinión, el Concilio real no había logrado articular. Tuvo una inmensa influencia por su talento para la narrativa de las ideas, y porque la crítica interesaba.

Tras el Concilio, el trabajo de Küng se desarrolla en dos fases, una interna, de reforma crítica de la Iglesia y su mensaje; y la segunda, externa, de diálogo interreligioso con la propuesta subsiguiente de una ética mundial. Entre las dos fases, está la retirada de la venia como teólogo católico (1979). 

La reforma de Küng

Como después muchos otros, Küng asumió el rol (algo barthiano) del profeta puro que se enfrenta valientemente a la corrupción interesada de los impuros. Pero mientras Barth atacaba la desviación de los teólogos liberales, Küng encarnó de nuevo los “gravaminanationisgermanicae”: las quejas históricas de la nación alemana (y de toda la historia) contra la autoridad de Roma. Küng duda de que Cristo quisiera fundar una Iglesia, y desde luego no la que existe. Le encantan las manifestaciones carismáticas de la primera época, pero ve el desarrollo de la jerarquía como ajeno y contrario a la voluntad de Cristo. Esto aparece en su libro La Iglesia (1967) y se desarrollará después. Cabe objetar que el despliegue de la estructura fue tan obra del Espíritu como lo demás. Así lo entendieron los primeros. Los errores históricos, consecuencia de una real “encarnación” del “Cuerpo de Cristo”, no desdicen esto. 

A continuación, va a revisar a fondo la figura de Cristo y desvestirla de los añadidos “helénicos” y “bizantinos”, expresados en el Credo. No le gusta la “Trinidad” ni sus “personas” y quiere volver al Cristo de los Evangelios, de la comunidad “judeocristiana”, un hombre justo elevado “a la derecha de Dios” (Hch 7, 56, Hb 10, 12), animado por el Espíritu, entendido como fuerza de Dios. También contesta la idea de una resurrección en sentido literal. Hay que decir que esa comunidad “judeocristiana”, además de creer en la resurrección física de Cristo, también creía en él como “imagen de la substancia divina” (Hb 1, 3), Verbo encarnado (Jn 1, 14), “de condición divina” (Flp 2, 6), “Imagen del Dios invisible… en quien fueron creadas todas las cosas… y que existe con anterioridad a todo” (Col 1, 15-17). Pero esto va a la papelera. Quiere un Cristo creíble para el mundo. En su libro más famoso y difundido, Ser cristiano (1974), reconstruye el cristianismo desde la reinterpretación de Cristo. Y, mucho más duro, en El cristianismo, esencia e historia (1994).

Por supuesto, de paso, en esta renovación cristiana se asumen todas las reivindicaciones típicas del mundo moderno frente a la Iglesia: ordenación de mujeres, dudas sobre el ministerio ordenado y el papel de los laicos, supresión del celibato y de la moral matrimonial, y, al final, la posibilidad de la eutanasia.

El “fundamento” exegético

Küng dice apoyarse en la opinión de “la mayoría de los exegetas”. Pero el problema de la exégesis “científica” es que apenas es “científica”, porque su base es muy estrecha. Casi no hay más datos para reconstruir los hechos que los textos del Nuevo Testamento. Por eso, depende de conjeturas; y éstas dependen de los propios prejuicios. Si no crees posible que Cristo sea realmente Hijo de Dios o que haya resucitado, tienes que explicarte cómo han podido llegar a creérselo los primeros. Pero esa reconstrucción inventada es solo una explicación de la fe sin fe. Mientras que la fe de la Iglesia, base de la teología, comparte la fe de los primeros, testimoniada en los textos.

En este contexto, se entiende el esfuerzo de Joseph Ratzinger en su Jesús de Nazaret, obra deseada toda su vida, para hacer una exégesis creyente (no reinventada) de la figura de Cristo.

Infalible

Todo esto hacía mucho ruido en la Iglesia. En distintos momentos, la jerarquía alemana y romana le pidió explicaciones que no quiso dar. En contraste con el descaro insultante de Küng, las objeciones de la autoridad eran notoriamente tímidas. El viejo Santo Oficio, convertido en Congregación para la Doctrina de la Fe, se veía atenazado tanto por los excesos de su celo en intervenciones antes del Concilio, que no quería repetir, como por la previsible tempestad mediática que desataría la más mínima intervención. 

La gota que colmó el vaso o, para ser más gráficos, el pastel que estalló ante las caras de todos, fue el libro de Küng, ¿Infalible? Una pregunta (1970). Era una revisión histórica provocativa del Concilio Vaticano I con un ataque directo a la autoridad del Papa en la Iglesia. Muchos teólogos de primera fila le hicieron serias objeciones (Rahner, Congar, VonBalthasar, Ratzinger, Scheffczyk…). Pero Küng se reafirmó: Falible, un balance (1973). Circuló entonces el chiste de que unos cardenales habían ido a ofrecer a Hans Küng que fuera Papa, pero él se disculpó argumentando que, si aceptaba, dejaría de ser infalible. 

La retirada de la ‘venia docendi’ (1979)

Tras muchas dudas, ya con Juan Pablo II, se decidió retirarle la venia docendi que le habilitaba para enseñar como teólogo católico (15-XII-1979). Era lo mínimo. Contra lo que se suele repetir, todavía no estaba Ratzinger a la cabeza de la Congregación. Mientras la jerarquía alemana le transmitía, entre algodones, que quizá algunos aspectos no se acomodaban del todo a la doctrina, él denunciaba un corrompido, necio, constante e inquisitorial abuso de poder de una jerarquía ilegítima y sin fundamento en el Evangelio. Siempre fue pródigo en descalificaciones “proféticas” con los contrarios: en todas sus obras, en sus memorias y especialmente en sus entrevistas. Gustaba a sus fans y a los medios, aunque incomodaba a sus colegas académicos.

El efecto de aquella retirada fue simplemente que su Universidad trasladó su cátedra de la Facultad de teología a la de filosofía, con lo que no hacía falta venia; la prensa laicista montó un escándalo, lleno de elogios para él y denostaciones para la autoridad eclesiástica; el mundo le colmó de doctorados honoris causa; y así alcanzó una nueva fama mundial. 

Nuevos intereses 

“La retirada de la licencia eclesiástica […] fue para mí una experiencia profundamente deprimente. Pero al mismo tiempo significó el comienzo de una nueva etapa de mi vida. Pude ocuparme de toda una serie de temas […]: la mujer y el cristianismo, teología y literatura, religión y música, religión y ciencia de la naturaleza, el diálogo de las religiones y las culturas, la contribución de las religiones a la paz mundial y la necesidad de una ética común a toda la humanidad, de una ética mundial” (Humanidad vivida, prólogo; es el tercer y último volumen de memorias).

Dirigió, efectivamente, su atención hacia las religiones y escribió gruesos volúmenes bastante interesantes, como El judaísmo, pasado presente y futuro (1991), El Islam. Historia, presencia y futuro (2004), con su buena narrativa (aunque con alguna puya cuando se terciaba). También mantuvo una inteligente defensa de Dios ante el mundo moderno y las ciencias: El principio de todas las cosas. Ciencia y religión (2005).

Desde el diálogo interreligioso, se embarcó después en un proyecto de ética mundial, buscando unos mínimos éticos comunes. Creó la Fundación por una Ética Mundial (StiftungWeltethos) que dirigió muy activamente (1995-2013), involucrando muchas celebridades y organismos internacionales. El proyecto no carece de interés, como destacó Benedicto XVI en la larga entrevista que mantuvieron en Castelgandolfo (24-IX-2005), donde, de común acuerdo, se centraron en esto y no en las dificultades doctrinales. 

Hemos empezado por Barth, y es difícil evitar darse cuenta de que hemos pasado de la fe cristiana a la ética. Es precisamente lo que Barth criticaba a la teología liberal protestante y Kierkegaard a la sociedad burguesa. Pero es inevitable si convertimos a Cristo solo en un hombre bueno elegido y encumbrado por Dios. Sin duda, Küng aprecia a ese Cristo “evangélico” y quiere asumirlo y proponerlo como modelo, pero si no es realmente Hijo de Dios, no se nos ha abierto Dios y se acaba la “teo”-logía. Apenas podemos hablar de Dios, como sucede en el judaísmo y en el islam. A Küng le gusta el último título de Dios en el islam: el desconocido o innombrable. Por contra: “A Dios nadie le ha visto nunca, el Hijo Unigénito que está en el seno del Padre nos lo ha revelado” (Jn 1, 18). Así podemos vivir en Él. Pero tampoco le gustaba a Küngel tema de la inhabitación y divinización: le parecía que ningún hombre moderno podía desear tal cosa…

¿Küng hereje?

Aparte de que el asunto necesita ser repensado, hoy es prácticamente imposible declarar a nadie hereje. Küng no lo es: no ha habido condena ni expulsión formal, ni siquiera suspensión a divinis. Küng ha comparado muchas veces el Magisterio y la curia romana con la Gestapo, pero el hecho es que hoy la Iglesia no tiene poder. Es mucho más víctima que verdugo; y quizá es mejor, porque así se parece más a Cristo. 

Desde luego, Küng representa una opción heterodoxa muy extendida en la Iglesia católica del siglo XX. Él mismo estaba seguro de no decir lo que la Iglesia dice sobre sí misma y sobre Jesucristo (y sobre la moral) por parecerle impresentable. Así logró el aprecio del mundo y el reconocimiento entusiasta del sector más progresista de la Iglesia, dominante entonces, aunque en los últimos decenios ha declinado mucho más rápido que la Iglesia misma (no puede uno aserrar sus fundamentos). Al final va quedando claro que la teología católica no puede seguir a Küng y que (el pobre) Ratzinger es mejor camino.

Fuente: omnesmag.com


Encendido navideño adelantado

Juan Luis Selma

Hay una falta grotesca de realidad, de madurez y sensatez, de sentido común y sobrenatural

Me ha llamado la atención que, en plena crisis energética, algunas ciudades compiten por ser las primeras en encender el alumbrado navideño. También noto que hay conciencia de ahorrar gasto energético con las luces led y limitando las horas de encendido; tampoco faltarán los consabidos detractores de la Navidad diciendo que es un despilfarro y seguramente los fans de Greta Thunberg pondrán el grito en el cielo.

Lamentablemente, no todo lo que reluce es oro y el derroche lumínico es más un reclamo comercial que religioso. No soy partidario de la locura consumista que nos rodea; me gustaría una sociedad más centrada en valorar a la persona en su dignidad originaria, en cuidar la vida y la familia, en el compartir solidario y sin ninguna discriminación. Pero del enemigo el consejo, así que vamos a ponernos “el traje de luces”, pero por dentro, este nos hace verdaderamente luminosos.

Hay ojos, miradas, que parecen focos láser. Tienen tanta luz, tanta claridad, que casi hipnotizan. Son de personas que resplandecen. Tienen una hermosura natural que atrae, que invita a estar con ellas; te llevan, casi sin darte cuenta, al locus amoenus, te hacen sentirte en las puertas del Edén. Lo curioso es que esa luz envidiable no proviene de las grandes bellezas, no se encuentra en las pasarelas de la moda; tampoco se encuentra entre los triunfadores, es reflejo de una belleza interior, algo que viene de otro mundo: de la gracia, del amor, de la vida interior.

Hoy comienza el Adviento, tiempo de preparación para el nacimiento del Salvador; es el tiempo para disponer una morada espiritual donde acogerlo y llenarnos de sus dones. Tiempo para alumbrar nuestro corazón, para proporcionarle al Niño Dios una digna morada en nuestro hogar. La liturgia de hoy nos recuerda las palabras de san Pablo: “La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz”.

¿Dónde encontrar estas armas? Dice Isaías: “Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra maligna; si ofreces tu pan al hambriento y sacias al que vive en la penuria, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía”. La luminosidad es un don y una conquista, no es un mero empeño humano, un logro personal. Hay un manantial al que acudimos a embebernos: primero hay que encontrar la fuente y luego saciarse de ella, en esto consiste nuestro esfuerzo, en buscar y beber. Se trata de conocer el don de Dios y tomar de él.

Uno no luce con luz propia, más bien con la de Dios, que nos alumbra y nos vuelve luminosos. Sucede algo parecido a la Luna que, careciendo de fulgor propio, refleja el del Sol. Benedicto XVI concluía así su primera encíclica: “¿Qué luz?: El amor es una luz −en el fondo la única− que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo”. El combustible que nos hace resplandecer es el amor, sin él hay oscuridad y frío, como sucede en la parte oculta de nuestro satélite.

Desde la experiencia de ser queridos de un modo incondicional, desde ese gran amor que llena todo nuestro ser, estamos en condiciones de romper todos los yugos, comenzando por los que nos atan a nosotros; una vez libres, desaparecen el gesto amenazador, las malas palabras y malos modos. Esta paz interior, ese sentirnos llenos, nos lleva, sin darnos cuenta, a saciar el hambre de los demás; a romper sus ataduras, a iluminar sus vidas.

Todo esto sin olvidar que no somos la luz: experimentamos miserias y sufrimos las de los demás. La felicidad no es ausencia de dolor, de incomprensión, de pobreza personal. Los que, para sentirse bien, necesitan el cielo en la tierra exigen la perfección, el total bienestar, ser amados en plenitud, son unos ilusos. Lamentablemente nos han educado en un engaño permanente, en pensar que lo merecemos todo, que todos nuestros antojos tienen que ser satisfechos.

Hay una falta grotesca de realidad, de madurez y sensatez, de sentido común y sobrenatural. A toda esta confusión se añade, en no pocos, la pérdida de la identidad personal, que lleva a la tremenda confusión de no sentirse a gusto con el propio cuerpo y, sin darse cuenta, destilan insatisfacción, malestar, con todo el mundo.

Se puede ser luz a pesar de nuestras oscuridades, basta con exponer esas sombras al sol del amor. Mi lado oscuro se alimenta de malos pensamientos, pesimismos, desilusiones, desengaños, desesperanza, miedos. Encendamos la luz, salgamos de nosotros; basta con abrir la ventana para que el sol del amor nos encienda. Pero hay que ser humildes como la luna, esta sabe que su luz es prestada.

Fuente: eldiadecordoba.es

11/27/22

"Vendrá tu Señor"

 El Papa en el Ángelus


Estimados hermanos y hermanas, ¡buenos días! ¡feliz domingo!

En el Evangelio de la Liturgia de hoy escuchamos una hermosa promesa que nos introduce en el Tiempo de Adviento: "Vendrá tu Señor" (Mt 24,42). Tu Señor vendrá. Este es el fundamento de nuestra esperanza, es lo que nos sostiene incluso en los momentos más difíciles y dolorosos de nuestra vida: Dios viene. Dios está cerca y viene. No lo olvidemos nunca. Siempre el Señor viene, el Señor nos visita, el Señor se hace cercano, y volverá al final de los tiempos para acogernos en su abrazo. Ante esta palabra, nos preguntamos: ¿cómo viene el Señor? ¿Y cómo lo reconocemos y acogemos? Detengámonos brevemente en estas dos interrogantes.

La primera pregunta: ¿cómo viene el Señor? Muchas veces hemos oído decir que el Señor está presente en nuestro camino, que nos acompaña y nos habla. Pero tal vez, distraídos como estamos por tantas cosas, esta verdad nos queda sólo en teoría; sí, sabemos que el Señor viene pero no vivimos esta verdad o nos imaginamos que el Señor viene de una manera llamativa, tal vez a través de algún signo prodigioso. (cf. v. 37). ¿Y qué hicieron en los días de Noé? Porque Él dice “como en los días de Noé”. Simplemente las cosas normales y corrientes de la vida, como siempre: "comían y bebían, tomaban mujeres y tomaban maridos" (v. 38). Tengamos esto en cuenta: Dios se esconde en nuestras vidas, siempre está ahí, se esconde en las situaciones más comunes y corrientes de nuestra vida. No viene en eventos extraordinarios, sino en cosas cotidianas. El Señor viene en las cosas de cada día, porque está ahí, se manifiesta en lo cotidiano. Él está ahí, en nuestro trabajo diario, en un encuentro fortuito, en el rostro de una persona necesitada, incluso cuando afrontamos días que parecen grises y monótonos, justo ahí está el Señor, llamándonos, hablándonos e inspirando nuestras acciones.

Pero, sin embargo, hay una segunda pregunta: ¿cómo reconocemos y acogemos al Señor? Debemos estar despiertos, alertas, vigilantes. Jesús nos advierte: existe el peligro de no darse cuenta de su venida y no estar preparados para su visita. He recordado en otras ocasiones lo que decía San Agustín: "Temo al Señor que pasa" (Serm. 88.14.13), es decir, ¡temo que pase y no lo reconozca! De hecho, de aquellas personas de la época de Noé, Jesús dice que comían y bebían "y no se dieron cuenta de nada hasta que llegó el diluvio y arrastró a todos" (v. 39). Prestemos atención a esto: ¡no se dieron cuenta de nada! Estaban absortos en sus cosas y no se dieron cuenta de que el diluvio se acercaba. De hecho, Jesús dice que cuando Él venga, "habrá dos hombres en el campamento: uno será llevado y el otro dejado" (v. 40). Pero, ¿cuál es la diferencia? ¿En qué sentido? Simplemente que uno estaba vigilante, estaba esperando, capaz de discernir la presencia de Dios en la vida cotidiana; el otro, en cambio, estaba distraído, "apartado", como si nada y no se daba cuenta de nada.

Hermanos y hermanas, en este tiempo de Adviento, ¡sacudamos el letargo y despertemos del sueño! Preguntémonos: ¿soy consciente de lo que vivo, estoy alerta, estoy despierto? ¿Estoy tratando de reconocer la presencia de Dios en las situaciones cotidianas, o estoy distraído y un poco abrumado por las cosas? Si no somos conscientes de su venida hoy, tampoco estaremos preparados cuando venga al final de los tiempos. Por lo tanto, hermanos y hermanas, ¡permanezcamos vigilantes! Esperando que el Señor venga, esperando que el Señor se acerque a nosotros, porque está ahí, pero esperando: atentos. Y la Virgen Santa, Mujer de la espera, que supo captar el paso de Dios en la vida humilde y oculta de Nazaret y lo acogió en su seno. Nos ayude en este camino a estar atentos para esperar al Señor que está entre nosotros y pasa.
 


Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas

Sigo con preocupación el aumento de la violencia y los enfrentamientos que tienen lugar en el Estado de Palestina e Israel desde hace meses. El miércoles pasado, dos viles atentados en Jerusalén hirieron a muchas personas y mataron a un niño israelí; y el mismo día, durante los enfrentamientos armados en Nablus, murió un niño palestino. La violencia mata el futuro, destrozando la vida de los jóvenes y debilitando las esperanzas de paz. Rezamos por estos jóvenes fallecidos y por sus familias, especialmente por sus madres. Espero que las autoridades israelíes y palestinas se preocupen más por buscar el diálogo, por construir la confianza mutua, sin la cual nunca habrá una solución de paz en Tierra Santa.

Estoy cerca a la población de la isla de Ischia, afectada por las inundaciones. Rezo por las víctimas, por los que sufren y por todos los que han acudido al rescate.

Y también recuerdo a Burkhard Scheffler, que murió hace tres días aquí, bajo la columnata de la plaza de San Pedro: murió de frío.

Saludo con afecto a todos ustedes, procedentes de Italia y de varios países, especialmente a los peregrinos de Varsovia y Granada, a los representantes de la comunidad rumana y a los de la comunidad de Timor Oriental presentes en Roma, así como a los ecuatorianos que celebran la fiesta de Nuestra Señora de El Quinche. Saludo a los voluntarios de la Cruz Roja de Acerenza, al Ente Nazionale Pro Loco d'Italia, a los fieles de Turín, Pinerolo, Palermo, Grottammare y Campobasso. Dirijo un agradecimiento especial a los panaderos italianos, con el deseo de superar las dificultades actuales.

Saludo a los participantes en la Marcha que ha tenido lugar esta mañana para denunciar la violencia sexual contra las mujeres, desgraciadamente una realidad generalizada y extendida por todas partes y que además se utiliza como arma de guerra. No nos cansemos de decir no a la guerra, no a la violencia, sí al diálogo, sí a la paz; en particular por el pueblo ucraniano martirizado. Ayer recordamos la tragedia del Holodomor.

Dirijo mis saludos al secretariado del FIAC, Foro Internacional de Acción Católica, reunido en Roma para su VIII Asamblea.

Y les deseo a todos un buen domingo, un buen camino de Adviento. Por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta luego!

 Fuente: vatican.va

11/26/22

Adviento

1.º domingo de Adviento (Ciclo A)


Evangelio (Mt 24,37-44)

Lo mismo que en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre. Pues, como en los días que precedieron al diluvio comían y bebían, tomaban mujer o marido hasta el día mismo en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta sino cuando llegó el diluvio y los arrebató a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre. Entonces estarán dos en el campo: uno será tomado y el otro dejado. Dos mujeres estarán moliendo en el molino: una será tomada y la otra dejada.

Por eso: velad, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor. Sabed esto: si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que se horadase su casa. Por tanto, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.

Comentario

Comenzamos hoy el tiempo de Adviento, un tiempo de preparación para la venida del Señor. La primera venida se realizó en la Encarnación y el nacimiento de Jesús en Belén, y se prolongó durante toda su vida terrena hasta su gloriosa Ascensión a los cielos. Pero todavía queda pendiente una nueva y última visita, que es la que profesamos cada vez que recitamos en el Credo: “De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y a muertos”.

En este pasaje del Evangelio se nos habla de esa última visita suya, que sucederá al final de los tiempos. “Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente –dice el Catecismo de la Iglesia Católica– aun cuando a nosotros no nos ‘toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad’ (Hch 1,7). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento”[1].

De ahí la advertencia de Jesús para que estemos siempre preparados. No pretende asustarnos, pero sí abrir nuestros caminos a un modo de vivir más grande que relativiza los pequeños afanes de cada día a la vez que los dota de un valor decisivo. La venida del Señor nos puede sorprender en cualquier momento, de repente, mientras estamos en medio del trajín cotidiano: “como en los días que precedieron al diluvio comían y bebían, tomaban mujer o marido hasta el día mismo en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta sino cuando llegó el diluvio y los arrebató a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre” (vv. 38-39).

Las palabras de Jesús constituyen una invitación a la vigilancia. Sabemos que Él vendrá, pero no conocemos cuándo, así que nos conviene estar siempre preparados, en todo momento, libres para ir a su encuentro, no atrapados en las cosas de este mundo, sino gobernándolas para que sean camino de santificación.

Para llamar la atención sobre la necesidad de la vigilancia, Jesús propone una breve parábola, bien ambientada en las aldeas de Palestina: “si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que se horadase su casa” (v. 43). La oscuridad de la noche es más propicia para que los ladrones se acerquen sin ser vistos a unas casas, que tenían de ordinario una techumbre de maderas y ramajes, y unas paredes de adobe, fáciles de horadar y abrir un hueco por donde introducirse a robar. Por eso, si el dueño supiese que iban llegar en algún momento, no estaría despreocupado, sino atento a mantener la integridad de cuanto posee. ¡Cuánto más un cristiano ha de permanecer vigilante para cuidar los tesoros de la fe y de la gracia que ha recibido! “Tú, cristiano –recuerda san Josemaría—, y por cristiano hijo de Dios, has de sentir la grave responsabilidad de corresponder a las misericordias que has recibido del Señor, con una actitud de vigilante y amorosa firmeza, para que nada ni nadie pueda desdibujar los rasgos peculiares del Amor, que Él ha impreso en tu alma”[2].

San Juan Pablo II iniciaba su Testamento tomándose muy en serio esta llamada de atención realizada por el Maestro, bien consciente de que a cada uno nos llegará el momento de responder acerca de nuestra vida ante el tribunal del Señor: “ ‘Velad, porque no sabéis el día en que vendrá nuestro Señor’ (Mt 24, 42) – estas palabras me recuerdan la última llamada, que tendrá lugar en el momento en que el Señor así lo quiera. Deseo seguirlo y deseo que todo aquello que hace parte de mi vida terrena me prepare para este momento. No sé cuándo sucederá, pero como todo, también en este momento me pongo en las manos de la Madre de mi Maestro: Totus Tuus[3]. Si estamos bien preparados, como él, podemos aguardar confiados la venida del Señor con esa misma serenidad y abandono en las manos de Virgen.

Fuente: opusdei.es

El odio como excusa

Montserrat Gas Aixendri

Resulta preocupante observar cómo los poderes públicos se están erigiendo en una especie de “bozales selectivos” que miden con un extraño rasero las expresiones públicas de la opinión ciudadana. 

Todo ser humano dotado de entendimiento tiene la sana costumbre de pensar y opinar sobre sus pensamientos.

Lo propio de un Estado de derecho es que sus ciudadanos sean libres de expresar sus opiniones en público y en privado. Es además síntoma de civilización y de perspicacia intelectual saber escuchar las voces críticas o contrarias a lo que uno piensa y opina.

En un régimen de libertades como el que merecemos tener, nadie está obligado a seguir el dictado de la opinión ajena, como nadie está tampoco legitimado a acallar o a tapar la boca al que opina diversamente y lo expresa con medios legítimos.

Resulta por consiguiente (muy) preocupante observar cómo los poderes públicos se están erigiendo en una especie de “bozales selectivos” que miden con un extraño rasero -muy ancho por un lado, y muy estrecho por otro- las expresiones públicas de la opinión ciudadana.

Me refiero a hechos muy concretos, como diversas campañas publicitarias y de opinión, críticas con los caprichos legislativos a los que nos tienen acostumbrados últimamente.

Por poner un ejemplo reciente: el Departamento llamado “de igualdad y feminismos” de la Generalitat prohibió la circulación de un autobús con eslóganes críticos de la “ley trans” (“no a la mutilación infantil”, “les niñes no existen”, etc.), con el pretexto de “incitar al odio contra un colectivo vulnerable”.

Es evidente que tales eslóganes de ningún modo instigan al odio, y es lamentable que no haya podido circular por Cataluña, como en cambio sí que han circulado impunemente numerosos eslóganes claramente incitadores al odio hacia católicos y otros grupos ciudadanos que no siguen el diktat político.

Los derechos en un estado democrático no pueden concederse arbitrariamente a quienes pasan por el aro de lo políticamente correcto y negarse a quienes discrepan.

Me atrevería a afirmar que estamos bastante cerca de nueva (o no tan nueva) inquisición, que actúa cada vez con mayor descaro y se ampara para ello en un paraguas que -al menos mediáticamente- les está funcionando: el de los delitos de incitación al odio.

Esta fórmula se está convirtiendo en un comodín fácil y -nunca mejor dicho- “odioso” mediante el que se intentan acallan las voces discrepantes.

Lo que en un país desarrollado democráticamente no es otra cosa que una legítima expresión de la participación ciudadana y de la voluntad de influir en el debate político, en el nuestro es censurado de abiertamente, bajo un eslogan que es una burda manipulación de lo que es realmente incitar al odio. No puede utilizarse este tipo penal como coartada para callar la boca a una parte de la sociedad.

La ciudadanía es capaz de seleccionar lo que le interesa o no. Confundir (o querer camuflar) la discrepancia con el odio es propio de regímenes autoritarios que ejercen la censura como autodefensa.

Tener miedo a que se escuchen públicamente determinadas voces suele ser síntoma de indigencia intelectual o de totalitarismo sectario; o de ambas cosas a la vez.

Fuente: omnesmag.com

11/25/22

Los distintos planos de las relaciones entre la jerarquía y los fieles laicos

Juan  Ignacio  Arrieta

 

Uno de los puntos  claves  para  establecer  los  términos  formales en los que se plantea  la  función  que  tienen  asignada  los  laicos  en la Iglesia se halla condensado en el n. 37 de la Constitución  dogmática «Lumen gentium», donde se alude a todo un conjunto de relaciones  que mantienen  los  miembros  de la  jerarquía  con los fieles laicos al llevar  a  cabo  la  misión  de  la  Iglesia. Ahora  bien,  la naturaleza de esas relaciones es muy variada  es desde el punto de vista  canónico, en el sentido de que no se plantean en el mismo contexto jurí­ dico, ni toman bajo análoga perspectiva los dos términos de la relación: la  jerarquía  y el laico. De ahí que, para la comprensión misma de esas relaciones, sea de todo punto necesario advertir las particularidades propias de los distintos contextos jurídicos en que se pueden situar.


1.       Los ámbitos de actuación de la misión de la Iglesia

El Concilio Vaticano II presenta a la Iglesia como un Pueblo o sociedad de los bautizados que  ha  recibido  la  misión  de  dilatar  y dirigir a plenitud el Reino de Dios, bajo la guía de  los Sagrados Pastores (LG, 9, c. 204). Esos dos conceptos de sociedad y misión se hallan relacionados en cualquier realidad  societaria,  y también  lo están en  la  Iglesia,  pues  una  sociedad se auto-comprende en relación  con  la misión que debe cumplir.  Al  ser  elementos  conceptuales  autónomos, su análisis separado puede enriquecer el conocimiento de la realidad que aquí interesa exponer.

La sola consideración del primero de esos dos elementos -el societario- presenta a la Iglesia como estructura jurídicamente estable, constituida como sociedad en este mundo y  organizada  jerárquicamente, que subsiste en la Iglesia católica (cfr. c. 204  §  2).  La  componen aquellas personas  que  además  de  estar  incorporadas  a  Cristo por el Bautismo (c. 204  §  1)  se encuentran  en  plena  comunión  de fe, de sacramentos y de régimen eclesiástico (cfr. c. 205). En esta consideración de la Iglesia queda de relieve su aspecto  estructural-constitutivo, en cuyo marco  tiene  lugar  una  particular  vida  societaria  y en cuyo seno existe un reparto  de funciones  entre  sus  componentes  (LG 10, PO 2).

Sin embargo, la descripción de lo que es la Iglesia resulta todavía demasiado pobre mientras no se añade a ese planteamiento intra-societario una referencia suficiente a la misión que  tiene confiada  de realizar  el  proyecto   divino  de  dilatar  el  Reino  de  Dios  (AA  2).  Es preciso, entonces, considerar a la Iglesia también en su perspectiva dinámica: no sólo en cuanto realidad estable ya realizada estructuralmente, sino como realidad que está llamada a realizarse en el espacio y en el tiempo a impulsos del Espíritu Santo, y mediante  la  acción  de todos sus componentes.

Como señala el n. 9 de la Constitución «Lumen  gentium»,  aunque el Pueblo de Dios está ya incoado en este Pueblo mesiánico instituido para ser  comunión  de  vida, de caridad  y  de  verdad  -que es la sociedad de la Iglesia del c.  204  y  205-, Cristo  se  sirve  de  él para dilatar su Reino, y lo  envía  a  todo el  universo  como  luz  y sal de la tierra, e instrumento de Redención universal (cfr. GS 3). Aquí surge un nuevo ámbito, y un nuevo  tipo de relación entre la  jerarquía   y los demás fieles.

La «misión de la Iglesia» no se agota en el ámbito societario interno, sino que rebasa Íos límites  estructurales  de la sociedad  visible de la Iglesia. Ello supone que la única misión que Cristo asignó a su Iglesia, discurre a través de dos ámbitos de naturaleza distinta: el ámbito intra-societario, en cuyo marco opera el Derecho Canónico y la jurisdicción de la Iglesia en el sentido técnico preciso; y otro ámbito, externo a esa sociedad jerárquicamente delimitada que está bajo el imperio formal de leyes diversas (cfr. GS 43).

No se trata de dos misiones separables, ni diversas; sino de dos distintos ámbitos que al regirse por principios y leyes distintos, determinan modalidades también distintas de poner en práctica la misión universal de la Iglesia, que conllevan -y esto es  lo  importante  ahora- posiciones jurídicas relativas muy diferentes entre la jerarquía de la Iglesia y los fieles laicos.


2        Misión de la Iglesia y diversidad funcional

La Iglesia es un pueblo sacerdotal (LG 10, AA 2). La condición sacerdotal de sus miembros, que proviene de la configuración ontológica con el sacerdocio de Cristo producida en el Bautismo, es la base común que habilita a todos los  fieles  para  realizar  la  única  misión de la Iglesia, y la que permite hablar de una  igual  responsabilidad de todos ellos en la consecución  de  esa  misma  tarea  (cfr. ce. 208 y 210).  Pero  junto  a  ese  elemento  de  igualdad  existe  asimismo un principio de variedad que determina en cada sujeto formas específicamente diversas de llevar a cabo la misión (LG 12, AA 2).

Por el Sacramento del Orden los bautizados que adquieren el sacerdocio ministerial asumen específicamente la misión oficial de asistir espiritualmente al entero Pueblo, así como los cometidos de su dirección y gobierno (PO 2), ejerciendo la potestad de vincular jurídicamente -«potestas regiminis» (c. 129)- dentro  de  los  ámbitos propios de la sociedad de la Iglesia (cfr. c. 227).

Para quienes no reciben ese  Sacramento,  o  no  adquieren  una nueva situación jurídica mediante un acto de consagración personal, la genérica misión recibida en el Bautismo no queda ulteriormente especificada canónicamente, sino que se predica de ellos  la  peculiar  nota de la secularidad (LG  31); es decir, el sencillo hecho de desarrollar las exigencias vocacionales inherentes al Bautismo en la corriente vida social y en el orden temporal.

Los fieles laicos realizarán por eso la misión de la Iglesia de acuerdo con la doble  componente  de  fieles  cristianos, de un lado, y de su condición secular, por otro. Dentro del ámbito societario de la Iglesia lo hacen en calidad de «christifideles», sin una particular connotación ministerial -su participación en el sacerdocio de Cristo no es ministerial, como en cambio lo es la de los  presbíteros-, con la libertad propia de los hijos de Dios, y bajo el sometimiento a la jerarquía y a la disciplina canónica. Pero es en el ámbito de  la  sociedad civil donde esos fieles deben específicamente ejercer su sacerdocio real y establecer con su actuación las condiciones necesarias para  que  el Reino de Dios llegue a su efectivo cumplimiento.


3.       Estructura constitucional del Pueblo de Dios y cooperación en la misión de la Iglesia

No obstante esas diferencias de funciones y de  ámbitos  en  los que se plantea las relaciones entre la jerarquía y los fieles laicos, unos y otros están constitucionalmente llamados a cooperar entre sí (AG 21). Si, como decíamos antes, el Sacramento del Orden estructura jerárquicamente el Pueblo sacerdotal, éste actuará siempre  la misión que tiene confiada de acuerdo con la intrínseca ordenación  mutua de  los dos sacerdocios -el común y el  ministerial-  esencialmente  diversos (LG 10, AG 21), pero mutuamente ordenados el uno al otro.

a)       Estructura sacerdotal del Pueblo de Dios y subordinación jurídica

Dentro del orden societario de la Iglesia, la mutua ordenación del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial comporta, en determinados aspectos, una subordinación de naturaleza jurídica: de jurisdicción que tiene confiada de modo específico la tutela del orden societario (cfr. PO 2).

En consecuencia, aquella parte de la misión salvífica que se despliega dentro del orden societario de la Iglesia posee, en el plano jurídico formal, la peculiar connotación de estar sometida -dentro de las respectivas competencias- a la jurisdicción de la jerarquía y merecer la atención del ordenamiento canónico; sin que eso signifique, como es obvio, que toda la misión de la Iglesia que se despliega  dentro del ámbito intra-societario sea una  misión  de la  jerarquía  (AA  6), o que la autonomía de la voluntad no tenga espacio alguno en ese terreno. Será misión jerárquica aquella  que  constituya  formalmente una tarea de formación -proclamación oficial de la Palabra de Dios, ejercicio del «munus sanctificandi», etc.- o de gobierno específicamente dependiente del sacerdocio ejercido «in persona Christi  Capitis» (c. 1008).

b)       Estructura sacerdotal del Pueblo de Dios y acción extra-societaria

Sin embargo, la actuación de la misión de la Iglesia se realiza también fuera de los límites societarios de la comunidad eclesiástica. Discurre entonces por unas vías en las que es preciso  tener  presente que «las cosas  creadas  y  la  sociedad  misma  gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear  y ordenar»  (GS 36), a los cuales -añadimos nosotros- debe necesariamente amoldarse, también respecto de las formas jurídicas, la realización de la misión de la Iglesia en la sociedad humana.

En este ámbito, la actuación de la Iglesia seguirá manifestándose bajo la intrínseca ordenación y cooperación mutua del sacerdocio ministerial y del real (AA 6); pero esa ordenación mutua no es configuradora aquí de un orden jurisdiccional -como en cambio sucedía dentro de la sociedad eclesiástica-, sino que necesita amoldarse al principio de autonomía propio de la ciudad terrena (GS 36). En ese ámbito no rige la jurisdicción eclesiástica, por lo que las relaciones que en un contexto intra-societario eran -como vimos- formalmente relaciones de jerarquía, se desenvuelven aquí en un plano de igualdad, que es presupuesto de las situaciones de libertad.


4.       La correlación de las  específicas  misiones de clérigos y laicos

En este punto, parece necesario considerar algunas características más que posee la ordenación mutua entre sacerdocio real y sacerdocio ministerial.

a)       La subsidiariedad respecto de las funciones específicas del sacerdocio real y del sacerdocio ministerial

La primera es el carácter subsidiario que cada uno de esos dos sacerdocios -esencialmente diversos- tiene respecto de las funciones específicamente confiadas al otro. En efecto, como la misión de la Iglesia ha sido confiada genéricamente al entero Pueblo sacerdotal de Dios, la consiguiente responsabilidad puede llevar, en determina­ das ocasiones, a tener que asumir como deber funciones que específicamente no son propias: a que fieles laicos tengan que realizar funciones que propiamente corresponden a los ministros sagrados (LG 33, c. 228 § 1), o incluso a que estos últimos deban  afrontar algunas que ciertamente son propias de los laicos.

En estos casos puede hablarse de una actuación «subsidiaria»  que  es de «suplencia», y que además de seguir las reglas propias de la subsidiariedad, tiene dos limitaciones importantes. La primera es de carácter sacramental: nadie puede llevar a cabo tareas para las que ontológicamente carece de capacidad. La segunda es de orden disciplinar: ni los laicos ni los clérigos podrán desempeñar  funciones  que les estén prohibidas por la ley.

b)       La cooperación orgánica de sacerdotes y laicos

Otra observación que es también consecuencia de  la  estructuración sacerdotal del Pueblo de Dios se refiere a la cooperación  orgánica entre sacerdocio real y sacerdocio ministerial, a la que alude el n. 11 de la Constitución «Lumen gentium». La ordenación mutua de esos dos sacerdocios, y la corresponsabilidad común -por el Bautismo- en la  realización  de la  misión  de la  Iglesia, hace que el ejercicio de las funciones específicas de cada uno no pueda desligarse por completo del otro, sino que exige una mutua cooperación entre ellos. Para que se dé cooperación y no asunción,  es de todo  punto  necesario que todos, sacerdotes y laicos, ejerciten las funciones que les son específicas de cada cual.

La cooperación no consiste en que el laico ayude al clérigo a realizar las funciones clericales, ni en que el clérigo ayude al laico a desempeñar las funciones laicales; sino en que uno y otro cooperen entre sí, cada uno del modo que le es propio, para realizar la misión universal de la  Iglesia. En esos  términos,  tal «cooperación» no supone realizar función alguna  de  suplencia,  porque  cada  fiel  realiza la misión que específicamente le corresponde.


5.       La misión del laico en la sociedad eclesial

Aunque específicamente corresponda a los ministros sagrados su dirección y gobierno, la misión de conducir a plenitud la sociedad eclesiástica está, como vimos, confiada al entero Pueblo sacerdotal. Por ello, la función  que ahí cumplan  los  fieles laicos la realizan no  en base a  lo  que les  especifica  como laicos  -la  secularidad-, sino con arreglo a la facultad y responsabilidad de quien es fiel.

a)       La actuación supletoria del laico en la sociedad eclesiástica

Razones de suplencia pueden en ocasiones determinar que laicos realicen tareas específicamente propias de los ministros sagrados (LG 35). Por ejemplo, puede pensarse en cierto grado de intervención en funciones litúrgicas (cfr. ce. 517 § 943, 1168), en algunos sacramentos (cfr. ce. 861 § 1, 910 § 2, 1112), en el ejercicio oficial del «ministerium Verbi» (cfr. ce. 759, 766, 776, 1064), etc.. No siendo esas funciones típicas del sacerdocio común, su desempeño por fieles laicos será legítimo en los términos que imponen las reglas de la  subsidiariedad: a causa de la imposibilidad o grave dificultad  de que  un  ministro sagrado realice dichas tareas. La legitimidad de la suplencia decae cuando esa misión pueda  realizarla  quien  específicamente la tiene asignada.

b)       Actividades no supletorias

De todos modos, nuevamente se impone aquí una  precisión.  Parece importante distinguir ese tipo  de  actividades que, siendo propias de los clérigos, por razones de suplencia  en  ocasiones puede realizar un fiel laico, de otro tipo de actuaciones en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia que nada tienen que ver con la suplencia, sino que son ejercicio del sacerdocio real de los fieles: las describe el n. 11 de la Constitución dogmática «Lumen gentium».

Téngase además en cuenta que, muchas veces, la actuación de los laicos en la Iglesia es sólo una manifestación de la cooperación orgánica debida en razón del sacerdocio común. Cuando en  este contexto los fieles laicos cooperan con la jerarquía -con su consejo, su  opinión, su pericia profesional, etc.- no están desempeñando con carácter subsidiario una función jerárquica, sino que están ejerciendo su sacerdocio real, que les hace también corresponsables de las tareas propias del sacerdocio ministerial. Piénsese, concretamente, en  las tareas de gestión o de consejo a través de cauces institucionalizados, como los consejos pastorales (cfr. ce. 512, 536), o de asuntos económicos (cfr. ce. 492 § 1,  537);  o mejor  aún, en  el  asesoramiento  que se realiza por vías no institucionalizadas y que claramente responde a una obligación inherente al sacerdocio común (cfr. c. 212 § 3).

c)       Ejercicio del sacerdocio común en la sociedad eclesiástica

En calidad de fiel el laico debe cooperar  a  vivificar  la  sociedad  de la Iglesia en un cuadro de  libertad  y  de  autonomía,  cumpliendo los deberes y ejercitando los derechos que corresponden al sacerdocio común (LG 11) y  que  reconoce  el ordenamiento  canónico,  tanto en el plano del perfeccionamiento individual como en el de la realización colectiva, en los ce. 208 y ss., al tratar de los derechos  y  obligacio­nes de todos los fieles.

Esas manifestaciones del sacerdocio común, desarrolladas dentro del orden societario, guardan una subordinación jerárquica  dentro de  la disciplina de la Iglesia, ya que a los pastores  corresponde  moderar el ejercicio de los derechos (c. 223 § 1), que se tienen por el Bautismo, no por concesión de la autoridad. En una sociedad que tiene por condición la libertad de los hijos  de  Dios, existe  subordinación  ante la autoridad legítima y ante el legítimo ejercicio de la autoridad que,  por consiguiente, parece que deba ser reglado: delimitado por el Derecho, que es parte .       La misión bautismal del laico en la sociedad civil

Pero la misión del Pueblo sacerdotal de Dios rebasa el contorno social que el Bautismo y la comunión de fe, de sacramentos y de régimen determinan, y alcanza también al orden secular. Como  toda actuación de la misión redentora, esa es una tarea que corresponde genéricamente al entero Pueblo de  Dios  pero  que  de  un modo específico la llevan a cabo aquellos fieles en los que no se ha alterado la condición secular que poseían  en  el  momento  del  Bautismo (LG 31). La secularidad no  es  simplemente una nota  teológica del laico,  sino que es la nota teológica de todo fiel cristiano en el momento bautismal, como consecuencia del  hecho  que  por el  Bautismo la persona empieza a desenvolverse en dos sociedades de convivencia compartida: la Iglesia y la sociedad civil. De ahí que  teológicamente no sea  posible  disociar  el  concepto de laico  del  de  fiel  cristiano: se trata de una diferencia formal; y tampoco tratar de individuar unas notas teológicas en el laico que no sean las de cualquier fiel en el momento original del Bautismo.

La actividad de aquellos fieles que en razón de su vocación bautismal poseen el ámbito secular como natural terreno  de  realizar  la misión de la Iglesia, no  es  distinta  ni  separable  de  la  que  realizan dentro del orden intra-societario de la Iglesia. Se trata en realidad de una actuación no sólo dependiente de la primera, sino real y efectivamente subsiguiente respecto de ella, ya que  constituye  «una  actividad  elevada desde dentro por la gracia de Cristo» (LG 36), lo cual sólo  es posible cuando se ha asumido la responsabilidad que como fiel le corresponde.

Ahora bien, como al realizar la misión salvífica en la sociedad secular, la estructura  sacerdotal que manifiesta el Pueblo de  Dios  y la cooperación orgánica que le  es  inherente,  está  desprovista  formalmente de la componente de subordinación jurisdiccional,  la   actuación de los  fieles queda situada en un  plano  jurídico de igualdad (LG  37) y de libertad. Formalmente considerada como tal, la actuación específicamente jerárquica concluye dentro de los límites societarios de la Iglesia que establece la comunión de fe, sacramentos y régimen  de  gobierno (c. 205), aunque la exacta fijación de tales límites corresponde al ordenamiento canónico, también valorando las circunstancias  concretas que puedan perturbar la comunión (cfr. c. 747 § 2).

Por ello, como recoge la Constitución «Gaudium et spes», en ese tipo de actividades por las que discurre la específica misión de los laicos la actuación de éstos debe guiarse por los  dictámenes de la recta conciencia cristiana, iluminada por las enseñanzas del  Magisterio de la Iglesia (GS 43). Se reconoce que en esas áreas las relaciones con la jerarquía se plantean en el plano moral de la conciencia, donde el Magisterio ilustra a todos loli hombres, y especialmente a los  hijos  fieles  de  la  Iglesia.

Todo eso da por supuesto que no corresponde a la misión de la Iglesia el suministrar soluciones concretas a los problemas de la sociedad humana, donde los  fieles  deben  buscarlos  guiados  por su fe (GS 11). Y da por supuesto  también que, en la  mayoría  de  los casos, no existen respuestas unívocas en el plano temporal a las propias creencias, no siendo lícito por tanto invocar el apoyo jerárquico para avalar opciones personales (GS 43, c. 337).

El ámbito temporal  es  así  un  campo  de responsabilidad  personal de los fieles laicos, en el que desarrollarán la específica misión que el Bautismo les asigna sin comprometer a la estructura eclesiástica. Esto último es manifiesto en el nuevo Código, cuando  establece, por ejemplo, cautelas contra el indiscriminado uso del término «católico», para calificar actividades de ese género (cfr. cc.  216,  300,  803  § 3,  808). Así se pretende que los laicos asuman personalmente en el mundo la responsabilidad de sus propias iniciativas, lo que congruentemente parece tener por contrapartida el que la jerarquía sepa también auto-controlar su intervención en las opciones  libres de los fieles  (cfr. DH  14). En este sentido, una actitud demasiado tendente a establecer «controles» -no    ya simples «orientaciones»- sobre  las  iniciativas de  los fieles en el campo secular, además de  invocar  una  jurisdicción  de la que en ese ámbito se carece, supondría ignorar tanto las exigencias de la autonomía del orden temporal, como las del específico carácter que la condición laical posee en la Iglesia.


7.       Jerarquía y misión específica del laico

Cuanto  hemos  señalado  no  supone  que   el  influjo  de  la  actuación  de la jerarquía quede limitada en términos absolutos a  lo  que  denominamos ámbito  societario.  Sólo  en  ese  ámbito  su  actuación  es  de índole jurisdiccional; pero además están las actividades de iniciativa jerárquica en el orden de la sociedad civil,  con  ocasión  de  una  insuficiente o insatisfactoria actuación de los fieles laicos, bien porque son actividades que resultan ligadas a su mensaje de caridad o al fin institucional de algunas de sus asociaciones. Aquí   deberían   incluirse por ejemplo, iniciativas benéficas, docentes, asistenciales, o de promoción humana, que muchas veces exigen niveles de altruismo que rayan el ejercicio heroico de las virtudes cristianas. El ordenamiento canónico afirma  el  derecho  nativo  de  la  Iglesia  a  intervenir  en  estos  campos, y  la  historia  es  palmario  ejemplo  del  servicio  que  se  ha  prestado así a la sociedad civil. De ellas, sin embargo, no nos ocupamos aquí.

Necesariamente la actuación de la jerarquía llega también fuera de los límites intra-societarios, en razón de la cooperación y subsidiariedad recíprocas que en el ejercicio de sus respectivas misiones corresponde a quienes participan del sacerdocio real y del sacerdocio ministerial. Dediquemos a este punto la última parte de la presente comunicación.

a)       Cooperación en la específica misión de los laicos

En primer lugar, la principal manifestación de la cooperación se traducirá en prestar a los fieles laicos la  asistencia  espiritual  en cada caso necesaria para que iluminen con la fe  las  realidades  temporales (GS 43).

La  asistencia  se  concreta  ante  todo  en  la  necesidad   de  organizar del mejor  modo  posible  la  actividad pastoral. No sólo supone  organizar y establecer estructuras   pastorales   adecuada, sino también fijar horarios y tiempos de atención pastoral de acuerdo con  las  necesidades de los fieles laicos. Es también este el modo en que pueden cooperar en la «formación» del laico (AG 21): haciendo que posea la formación de un buen fiel cristiano, para que con recta conciencia acierte a encarnar las exigencias de su fe en la realidad terrena. El resto de la formación del laico obviamente la proporciona la profesión, las relaciones sociales, la familia, etc. Corresponde a la jerarquía mantener en la Iglesia las condiciones necesarias para que los fieles laicos lleven a cabo la misión específica que les corresponde; alentarles para que asuman sus responsabilidades sociales; sugerirles iniciativas, e impulsarles a vivificar en coherencia con su fe las variadas situaciones de la sociedad civil. En esta actividad motora no se ejerce jurisdicción, pues así como en muchos casos las obligaciones del fiel pueden ser formalmente conminadas, las específicas obligaciones laicales no pueden, en cambio, ser jurídicamente impuestas. Además, los clérigos cooperan también en la específica misión de los laicos cuando auxilian sus iniciativas actualizando su sacerdocio ministerial. El capellán de un hospital o el profesor de religión de una institución docente, cooperan en iniciativas de carácter secular, ejerciendo su ministerio de un modo que «formalmente» necesita seguir las peculiares leyes que rigen la actividad secular, y sus manifestaciones de estatus social, cualificación profesional, nivel retributivo, etc. b) Vinculaciones jurídicas y vinculaciones morales En el campo por donde discurre la específica acción cristiana de los laicos en el mundo, no existen vinculaciones jurídicas formalmente tales con la jerarquía. Cada fiel ha de guiarse según el dictado de su conciencia rectamente formada, y a la jerarquía corresponde a su vez el deber de formar y de iluminar las conciencias de los fieles con su Magisterio. Esa función magisterial se mueve en el campo moral, y no dentro del derecho, salvo en los casos del c. 747 § 2, cuando la función magisterial se ejerce jurisdiccionalmente con un juicio particularizado acerca de soluciones concretas que amenazan la comunión. Pero, en términos generales, y prescindiendo de esos casos concretas, la actividad del Magisterio guiando la actuación en el orden temporal, presente la paradoja de que sin tener la fuerza vinculante de un acto jurisdiccional, posee en cambio un ámbito subjetivo de aplicación incomparablemente mayor, pues no sólo guía la actuación en conciencia de los fieles, sino la de toda persona humana de buena fe (GS 46).

En resumen, una de las principales reglas de actuación de la jerarquía respecto de la actividad de los laicos es, sin duda, la de respetar cuanto resulta específico de la condición secular que les es connatural, tanto a esos fieles como a sus iniciativas. Ello implica una adecuada comprensión -bajo la guía del Vaticano II- del misterio de la Iglesia y de la misión que Cristo le ha confiado. El respeto de lo específicamente laical pondrá de relieve que los fieles laicos sólo raramente, y en casos excepcionales, habrán de asumir funciones que propiamente están confiadas a los clérigos; y que entender su actuación eclesial en términos de intervención sustitutiva en funciones litúrgicas, sacramentales, etc., no sólo supondría prescindir de la peculiar condición de los fieles laicos, sino que sería también distorsionar la realidad de la Iglesia, y oscurecer la misión que tiene asignada en el mundo.

Fuente: dadun.unav.edu

11/24/22

Cabeza y corazón

Javier Vidal-Quadras

Es bueno tener un corazón muy grande…, siempre que no se dedique a pensar en lugar de la cabeza.

Estamos en una época en que el corazón tiende a usurpar el papel de la cabeza. Los sentimientos son muy importantes, pero no deben invadir el terreno de la razón. Von Hildebrand hablaba del corazón tiránico, aquel que ocupa el lugar de la razón y acaba decidiendo por ella. Por ejemplo, aquella persona incapaz de negarle una botella de whisky a un borracho porque le puede más la compasión que experimenta ante su petición conmovedora que el daño que sabe le causará. Es bueno tener un corazón muy grande…, siempre que no se dedique a pensar en lugar de la cabeza.

En los niños es fácil detectar esta tiranía del corazón. Si le preguntas a un niño qué nota ha sacado y, en lugar de contestar con una calificación del 0 al 10, empieza a explicar las mil circunstancias que han influido en su deficiente desempeño, es muy probable que esté contestando con el corazón y no con la cabeza. A los adultos también nos pasa.

Un malentendido peligroso, típico de la adolescencia, sobre los sentimientos es pensar que cuando uno se deja llevar por ellos es más sincero y auténtico. Puede serlo o puede no serlo, pero el criterio de la verdad y de la sinceridad nunca es el sentimiento.

Así, existe la creencia de que cuando uno está enfadado es cuando es sincero de verdad: “¡Ahora, por fin, has dicho lo que piensas!”, es una respuesta típica en las películas cuando dos enamorados se pelean y dicen cosas que les hieren. Y no hay nada más lejos de la realidad. Cuando uno está enfadado dice precisamente lo que no piensa porque no piensa lo que dice. Echa mano de lo primero que le viene a la cabeza y, si es posible, que sea lo que más duela, porque el sentimiento se ha impuesto a la razón y decide por ella sin pensar en las consecuencias.

En el mes de mayo tuve ocasión de escuchar una conferencia magnífica del Dr. Raphael Bonelli, un reconocido psiquiatra austríaco, en el Workshop sobre Acompañamiento Familiar que organizó la Universitat Internacional de Catalunya, en la que mostraba su asombro sobre cierta corriente psicológica de los años 80 que fomentaba las discusiones en el matrimonio: las peleas son buenas, se afirmaba. “A veces me piden que les explique cómo discutir bien −decía el Dr. Bonelli−. Pero discutir correctamente es no discutir. Los mejores matrimonios no pelean, dan sus opiniones con tranquilidad y respeto”.

Otro falso dogma en esto de los sentimientos es la idea de que los sentimientos tienen que salir fuera. Una cosa es que en el matrimonio se tenga que hablar de todo −dejar que el agua fluya y no dejar charcos interiores, que acaban pudriéndose− y otra muy diferente es que se tenga que hacer en un estado sentimental determinado.

Yo esto lo aprendí en una sesión a la que asistí como abogado en la que una psicóloga intentaba ayudar a unos padres a gestionar el duelo y el estrés postraumático de sus hijas tras un accidente de tráfico en que había fallecido una monitora que las acompañaba en el autocar.

Una de las madres estaba preocupada porque, le confesaba a la psicóloga, su hija “todavía no había sacado fuera la experiencia traumática y no quería hablar de ello y de las emociones que le generaba”. La psicóloga le dijo que no era cierto aquello de que «había que sacarlo fuera». Cada uno vive el duelo a su manera, le explicaba. Quien es extrovertido, hacia fuera; quien es introvertido, hacia dentro. Hay que respetarlo y estar ahí y ejercer una escucha activa más que dar consejos o contar nuestras experiencias personales. Me gustó mucho la respuesta, quizás porque coincidía con mi manera de experimentar interiormente las cosas.

Volviendo al matrimonio, el Dr. Bonelli aconsejaba hablar de todo, sí, pero una vez se haya desinflado el suflé, cuando haya paz y tranquilidad. Entonces, sin enfados, sin alzar la voz, con mucho respeto, sin humillar y con espíritu autocrítico se puede y se aconseja vivamente hablar de todo. Lo que quede en el interior, advertía, es como un tumor que va creciendo y puede llegar a romper el matrimonio.

Y, por supuesto, lo más importante: pedir perdón y perdonar.

Fuente: javiervidalquadras.com