Montserrat Gas Aixendri
Resulta preocupante observar cómo los poderes públicos se están erigiendo en una especie de “bozales selectivos” que miden con un extraño rasero las expresiones públicas de la opinión ciudadana.
Todo ser humano dotado de entendimiento tiene la sana costumbre de pensar y opinar sobre sus pensamientos.
Lo propio de un Estado de derecho es que sus ciudadanos sean libres de expresar sus opiniones en público y en privado. Es además síntoma de civilización y de perspicacia intelectual saber escuchar las voces críticas o contrarias a lo que uno piensa y opina.
En un régimen de libertades como el que merecemos tener, nadie está obligado a seguir el dictado de la opinión ajena, como nadie está tampoco legitimado a acallar o a tapar la boca al que opina diversamente y lo expresa con medios legítimos.
Resulta por consiguiente (muy) preocupante observar cómo los poderes públicos se están erigiendo en una especie de “bozales selectivos” que miden con un extraño rasero -muy ancho por un lado, y muy estrecho por otro- las expresiones públicas de la opinión ciudadana.
Me refiero a hechos muy concretos, como diversas campañas publicitarias y de opinión, críticas con los caprichos legislativos a los que nos tienen acostumbrados últimamente.
Por poner un ejemplo reciente: el Departamento llamado “de igualdad y feminismos” de la Generalitat prohibió la circulación de un autobús con eslóganes críticos de la “ley trans” (“no a la mutilación infantil”, “les niñes no existen”, etc.), con el pretexto de “incitar al odio contra un colectivo vulnerable”.
Es evidente que tales eslóganes de ningún modo instigan al odio, y es lamentable que no haya podido circular por Cataluña, como en cambio sí que han circulado impunemente numerosos eslóganes claramente incitadores al odio hacia católicos y otros grupos ciudadanos que no siguen el diktat político.
Los derechos en un estado democrático no pueden concederse arbitrariamente a quienes pasan por el aro de lo políticamente correcto y negarse a quienes discrepan.
Me atrevería a afirmar que estamos bastante cerca de nueva (o no tan nueva) inquisición, que actúa cada vez con mayor descaro y se ampara para ello en un paraguas que -al menos mediáticamente- les está funcionando: el de los delitos de incitación al odio.
Esta fórmula se está convirtiendo en un comodín fácil y -nunca mejor dicho- “odioso” mediante el que se intentan acallan las voces discrepantes.
Lo que en un país desarrollado democráticamente no es otra cosa que una legítima expresión de la participación ciudadana y de la voluntad de influir en el debate político, en el nuestro es censurado de abiertamente, bajo un eslogan que es una burda manipulación de lo que es realmente incitar al odio. No puede utilizarse este tipo penal como coartada para callar la boca a una parte de la sociedad.
La ciudadanía es capaz de seleccionar lo que le interesa o no. Confundir (o querer camuflar) la discrepancia con el odio es propio de regímenes autoritarios que ejercen la censura como autodefensa.
Tener miedo a que se escuchen públicamente determinadas voces suele ser síntoma de indigencia intelectual o de totalitarismo sectario; o de ambas cosas a la vez.
Fuente: omnesmag.com