Paul O´Callaghan
- La espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios. (Rm 8, 19)
Como cristianos, hablamos mucho de la Resurrección de Cristo. La consideramos como signo tangible, material e innegable del amor de Dios que salva a los hombres. Hablamos también de la resurrección de los muertos, o resurrección de la carne, al final de los tiempos. La consideramos como la quintaesencia de la esperanza cristiana, y vemos en ella una afirmación del valor de la materia.
Pero hay que preguntarse ulteriormente: ¿dónde estarán los hombres resucitados? ¿Qué tipo de entorno material tendrán? No son ángeles, no son espíritus puros: tendrán que pisar en alguna parte, tendrán que relacionarse con otras personas, tendrán que relacionarse con un “mundo”.
¿“Término” o finalidad?
En el siglo VII, Julián de Toledo escribía: “El mundo, renovado ya para lo mejor, será adaptado según los hombres, que a su vez serán renovados también en la carne para lo mejor” (Prognosticon 2, 46). Santo Tomás decía que en la vida futura “la entera creación corporal será modificada en un modo apropiado para estar en armonía con el estado de los que lo habitan” (IV C. Gent., 97). Y el escritor francés Charles Péguy lo decía muy convencido: “En mi cielo habrá cosas”.
Pero, en realidad, lo que llama la atención en el Nuevo Testamento son las afirmaciones sobre la futura destrucción del mundo. “Habrá entonces una gran tribulación, como no la hubo desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá” (Mt 24, 21). Gráficamente los evangelios describen una amplia gama de signos que indican el acercarse del fin: el colapso de la sociedad humana, el triunfo de la idolatría y la irreligión, la difusión de la guerra, grandes calamidades cósmicas.
Sin embargo, no se trata de una destrucción definitiva, del apagarse del mundo gradual o repentinamente, como pensaban los filósofos Michel Foucault y Jacques Monod. Para la fe cristiana, hay que decir que el mundo tiene un fin, en el sentido de una finalidad, pero no un fin en el sentido del momento en el que dejará de existir.
Por esta razón, la Escritura habla en diversos modos de “los nuevos cielos y la nueva tierra”: ya en el Antiguo Testamento (Is 65, 17), pero sobre todo en el Nuevo. Particularmente importantes son dos citas, una de san Pablo y la otra de san Pedro. Textos semejantes se encuentran en el libro del Apocalipsis (Ap 21, 1-4).
Redención renovadora
A los Romanos, Pablo escribe: “La espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios. Porque la creación se ve sujeta a la vanidad, no por su voluntad, sino por quien la sometió, con la esperanza de que también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rm 8, 19-21). Así como el pecado introdujo la muerte y la destrucción en el mundo, nos dice Pablo, la redención que Cristo ganó y con la que nos hizo hijos de Dios renovará el mundo para siempre, llenándolo de gloria divina.
Y en la segunda Carta de san Pedro (2P 3, 10-13) leemos: “Como un ladrón llegará el día del Señor.
Entonces los cielos se desharán con estrépito, los elementos se disolverán abrasados, y lo mismo la tierra con lo que hay en ella” (v. 10, cfr. v. 12). Por esta razón exhorta a los creyentes que sean vigilantes: “Si todas estas cosas se van a destruir de ese modo, ¡cuánto más debéis llevar vosotros una conducta santa y piadosa, mientras aguardáis y apresuráis la venida del día de Dios!” (vv. 11-12).
A pesar de ello, continúa el texto, “nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los que habita la justicia” (v. 13). Y se vuelve a exhortar a los fieles: “Por lo tanto, queridísimos, a la espera de estos acontecimientos, esmeraos para que él os encuentre en paz, inmaculados e intachables” (v. 14).
¿Qué permanece?
El mensaje de Pedro es espiritual y ético, ciertamente, pero se basa en la promesa divina de una renovación cósmica. Habrá destrucción y renovación, habrá discontinuidad y continuidad entre este mundo y “los nuevos cielos y la nueva tierra”. Pero nos podemos preguntar: de todo lo que los hombres hacen y construyen aquí en la tierra, ¿qué es lo que quedará para siempre? ¿Se trata meramente de la continuidad de las virtudes que los hombres hayan vivido y retendrán para siempre en el cielo, en particular la caridad? ¿O se encontrará además en el más allá algo de las grandes obras que los hombres hayan plasmado junto con los demás: obras de ciencia, de arte, de arquitectura, de legislación, de literatura, etc.? La constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II lo explica así: “Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios” (n. 39).
Con todo, los nuevos cielos y la nueva tierra serán obra de Dios. Lo que encontramos en ellos no lo hacemos nosotros. Aun así, parece lógico que algo de lo que hemos hecho con Dios y para Dios nos acompañe de algún modo para siempre. Pero solo Dios sabe cómo.