33.º domingo del Tiempo ordinario (Ciclo C)
Evangelio (Lc 21, 5-19)
Como algunos le hablaban del Templo, que estaba adornado con bellas piedras y ofrendas votivas, dijo:
— Vendrán días en los que de esto que veis no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida.
Le preguntaron:
— Maestro, ¿cuándo ocurrirán estas cosas y cuál será la señal de que están a punto de suceder?
Él dijo:
— Mirad, no os dejéis engañar; porque vendrán en mi nombre muchos diciendo: «Yo soy», y «el momento está próximo». No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y de revoluciones, no os aterréis, porque es necesario que sucedan primero estas cosas. Pero el fin no es inmediato.
Entonces les decía:
— Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino; habrá grandes terremotos y hambre y peste en diversos lugares; habrá cosas aterradoras y grandes señales en el cielo. Pero antes de todas estas cosas os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio. Así pues, convenceos de que no debéis tener preparado de antemano cómo os vais a defender; porque yo os daré palabras y sabiduría que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados incluso por padres y hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
Comentario
Cuando el visitante de Jerusalén contempla hoy la ciudad desde el monte de los Olivos queda impresionado por la magnitud y hermosura de la gran explanada sobre la que estuvo edificado su gran templo. Más de cerca, el tamaño descomunal y la calidad del tallado de cada una de las piedras que están en la base de sus muros sigue llamando la atención. Hace veinte siglos aquellas construcciones suscitaban la sorpresa de quien las contemplaba por primera vez, y eran motivo de orgullo para todos los judíos piadosos que acudían a la ciudad santa para adorar al Señor. Aquella mole imponente de piedra parecía indestructible.
Por eso, las palabras de Jesús, interrumpiendo quizá unos comentarios llenos de admiración, resultaban sobrecogedoras: ¿de qué catástrofe cósmica estaba hablando? Para ellos eso sólo podría suceder en el fin del mundo. ¿El final era inminente?
El Maestro en su respuesta desvía la atención de los detalles accesorios, como son los relativos al tiempo y momento concreto en que sobrevendrá la catástrofe, para centrarse en lo fundamental.
De entrada, advierte que llegarán momentos difíciles, y en ellos surgirán charlatanes que se presenten a sí mismos como si tuvieran prerrogativas mesiánicas, pero los auténticos seguidores de Cristo no se deben dejar engañar, ni tener miedo.
Su enseñanza sigue siendo actual: “También hoy -dice el Papa Francisco-, en efecto, existen falsos ‘salvadores’, que buscan sustituir a Jesús: líderes de este mundo, santones, incluso brujos, personalidades que quieren atraer a sí las mentes y los corazones, especialmente de los jóvenes. Jesús nos alerta: ¡No vayáis tras ellos!”[1]. Los cristianos sabemos quién es ese guía y dónde se encuentra ese camino que tanta gente busca a ciegas para alcanzar la felicidad. Tenemos algo muy valioso que aportar al mundo: la fe y el amor de Dios del que Jesucristo nos hace partícipes. Convencido de ese gran tesoro con el que contamos, san Josemaría gustaba de exclamar: “¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro: ¡locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón... y muchas veces lo envilecen..., dejad eso y venid con nosotros tras el Amor?”[2].
La tarea es ilusionante y esperanzadora, pero Jesús advierte también que será costosa. Ningún esfuerzo ni padecimiento nos será ahorrado al dar testimonio de cuanto él nos ha enseñado. Lo advertiría también en la última cena: “No es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). Dios permite estas persecuciones porque puede sacar de ellas bienes mayores, ya que serán ocasión de dar testimonio. El Señor ayuda a no tener miedo, ya que siempre estaremos en las manos de nuestro Padre Dios hasta el punto de que “ni un cabello de vuestra cabeza perecerá” (v. 18). “Esta es la diferencia entre nosotros y los que no conocen a Dios -afirma san Cipriano-: ellos en la adversidad se quejan y murmuran; a nosotros las cosas adversas no nos apartan de la virtud ni de la verdadera fe. Por el contrario, éstas se afianzan en el dolor”[3].
Las palabras finales de Jesús son esperanzadoras, ya que garantizan la victoria: “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas” (v. 19). Por muchas persecuciones, desórdenes o desastres que puedan sobrevenir, no dejará de cumplirse el designio salvador y misericordioso de Dios.
Fuente: opusdei.org