Javier Vidal-Quadras
Es bueno tener un corazón muy grande…, siempre que no se dedique a pensar en lugar de la cabeza.
Estamos en una época en que el corazón tiende a usurpar el papel de la cabeza. Los sentimientos son muy importantes, pero no deben invadir el terreno de la razón. Von Hildebrand hablaba del corazón tiránico, aquel que ocupa el lugar de la razón y acaba decidiendo por ella. Por ejemplo, aquella persona incapaz de negarle una botella de whisky a un borracho porque le puede más la compasión que experimenta ante su petición conmovedora que el daño que sabe le causará. Es bueno tener un corazón muy grande…, siempre que no se dedique a pensar en lugar de la cabeza.
En los niños es fácil detectar esta tiranía del corazón. Si le preguntas a un niño qué nota ha sacado y, en lugar de contestar con una calificación del 0 al 10, empieza a explicar las mil circunstancias que han influido en su deficiente desempeño, es muy probable que esté contestando con el corazón y no con la cabeza. A los adultos también nos pasa.
Un malentendido peligroso, típico de la adolescencia, sobre los sentimientos es pensar que cuando uno se deja llevar por ellos es más sincero y auténtico. Puede serlo o puede no serlo, pero el criterio de la verdad y de la sinceridad nunca es el sentimiento.
Así, existe la creencia de que cuando uno está enfadado es cuando es sincero de verdad: “¡Ahora, por fin, has dicho lo que piensas!”, es una respuesta típica en las películas cuando dos enamorados se pelean y dicen cosas que les hieren. Y no hay nada más lejos de la realidad. Cuando uno está enfadado dice precisamente lo que no piensa porque no piensa lo que dice. Echa mano de lo primero que le viene a la cabeza y, si es posible, que sea lo que más duela, porque el sentimiento se ha impuesto a la razón y decide por ella sin pensar en las consecuencias.
En el mes de mayo tuve ocasión de escuchar una conferencia magnífica del Dr. Raphael Bonelli, un reconocido psiquiatra austríaco, en el Workshop sobre Acompañamiento Familiar que organizó la Universitat Internacional de Catalunya, en la que mostraba su asombro sobre cierta corriente psicológica de los años 80 que fomentaba las discusiones en el matrimonio: las peleas son buenas, se afirmaba. “A veces me piden que les explique cómo discutir bien −decía el Dr. Bonelli−. Pero discutir correctamente es no discutir. Los mejores matrimonios no pelean, dan sus opiniones con tranquilidad y respeto”.
Otro falso dogma en esto de los sentimientos es la idea de que los sentimientos tienen que salir fuera. Una cosa es que en el matrimonio se tenga que hablar de todo −dejar que el agua fluya y no dejar charcos interiores, que acaban pudriéndose− y otra muy diferente es que se tenga que hacer en un estado sentimental determinado.
Yo esto lo aprendí en una sesión a la que asistí como abogado en la que una psicóloga intentaba ayudar a unos padres a gestionar el duelo y el estrés postraumático de sus hijas tras un accidente de tráfico en que había fallecido una monitora que las acompañaba en el autocar.
Una de las madres estaba preocupada porque, le confesaba a la psicóloga, su hija “todavía no había sacado fuera la experiencia traumática y no quería hablar de ello y de las emociones que le generaba”. La psicóloga le dijo que no era cierto aquello de que «había que sacarlo fuera». Cada uno vive el duelo a su manera, le explicaba. Quien es extrovertido, hacia fuera; quien es introvertido, hacia dentro. Hay que respetarlo y estar ahí y ejercer una escucha activa más que dar consejos o contar nuestras experiencias personales. Me gustó mucho la respuesta, quizás porque coincidía con mi manera de experimentar interiormente las cosas.
Volviendo al matrimonio, el Dr. Bonelli aconsejaba hablar de todo, sí, pero una vez se haya desinflado el suflé, cuando haya paz y tranquilidad. Entonces, sin enfados, sin alzar la voz, con mucho respeto, sin humillar y con espíritu autocrítico se puede y se aconseja vivamente hablar de todo. Lo que quede en el interior, advertía, es como un tumor que va creciendo y puede llegar a romper el matrimonio.
Y, por supuesto, lo más importante: pedir perdón y perdonar.
Fuente: javiervidalquadras.com