Juan Luis Selma
La oración o visita el cementerio no son solo actos de piedad, es justicia debida a los nuestros
El mes de noviembre, con la entrada del otoño, nos ofrece una preciosa sinfonía de colorido: ¡Qué bonita es la escala de verdes, rojos y amarillos que presentan las hojas de los árboles! La diversidad enriquece. También la vida nos presenta una rica gradación del ser humano: gestación, lactancia, infancia, adolescencia, juventud, madurez y ancianidad. La misma persona con morfología y psicología variadísima, valiosa en todas sus etapas siempre enriquecedoras.
Mientras escribo el artículo, oigo este comentario: “He pasado muy mal día: he sacado a mi madre al pueblo y no ha parado de hablar −la pobre vive en una residencia−, después los tíos tan mayores…, el Señor se los tendría que llevar antes de llegar a este estado”. No nos gusta ver a los ancianos, antes eran el centro de la familia, representaban la autoridad de la vida, la sabiduría; aunaban la familia a su alrededor. En la sociedad del descarte solo queremos ver lozanía, belleza, salud, fuerza. Reducimos el colorido de la escala de la vida a los escalones centrales. ¡Una locura!
Hoy querría centrarme no tanto en la escala cromática de la hoja cuanto en su caída. La vida tiene un principio y un final. Para comprendernos, debemos saber de dónde venimos y a dónde vamos. La vida humana sin sentido no es vida, pues somos inteligentes, racionales. La hemos recibido de alguien, nos ha sido dada y lo normal, lo correcto, es que guardemos agradecimiento y cariño a aquellos que nos la han regalado. Debemos hacer un poco de memoria para ser justos y humanos: nos han cuidado, nos han dedicado muchas horas y esfuerzos, hemos recibido mucho y mucho debemos dar.
Si dejamos que el egoísmo −puro consumismo− arraigue en la sociedad, lo sufriremos todos. Ayer nos hablaron los medios de varios crímenes protagonizados por jóvenes y adolescentes. Con nuestro mal ejemplo les inculcamos vivir el momento, disfrutar por encima de todo, no respetar a nadie. En cambio, cuando en una familia se cuida de los mayores con alegría, sin considerarlos una carga, cuando nos sacrificamos por los demás, cuando transmitimos que les estamos agradecidos y que les debemos mucho, sembramos respeto, alegría en la entrega, amor en todas las facetas de la vida, no solamente las placenteras y “agradables”.
Hablando de la vejez, dice el Papa: “La ancianidad, en efecto, no es una etapa fácil de comprender, tampoco para nosotros que ya la estamos viviendo. A pesar de que llega después de un largo camino, ninguno nos ha preparado para afrontarla, y casi parece que nos tomara por sorpresa”. “La consideran una especie de enfermedad con la que es mejor no entrar en contacto. Los ancianos no nos conciernen −piensan− y es mejor que estén lo más lejos posible, quizá juntos entre ellos, en instalaciones donde los cuiden y que nos eviten tener que hacernos cargo de sus preocupaciones”.
El final de la vida es la muerte: la gran ausente, pese a que todos nos llega. Pero no es un final del todo, ya que el alma no puede morir, vive siempre. “No es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para Él”. Es tontería pensar olvidar a los nuestros, pues nos encontraremos con ellos. Nos veremos cara a cara en el más allá y deberíamos tenerlo presente: nos volveremos a encontrar. Dice Benedicto XVI: “Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna”. Tenemos la certeza de que habrá justicia, de que nada quedará impune o premiado. En Dios hay justicia y gracia. Gracia para rectificar, para enmendarse, para ser justos.
Tenemos presentes a los nuestros, cuando nos dejan, en el corazón, en el sentimiento y en la memoria, pero, sobre todo en la oración. Los difuntos no se conforman con flores, con bonitos epitafios, quieren que les recordemos ante el altar de Dios. Santa Mónica les dice a sus hijos: “Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor doquiera que os hallareis”.
Le decía al sacerdote después del funeral de su padre: “Un millón de gracias por la misa tan bonita por mi padre. Se lo agradezco de todo corazón. Nunca lo olvidaré”. La oración, la Eucaristía, el rezo del rosario, las visitas al cementerio no son solo actos de piedad, es justicia debida a los nuestros. También conservar el patrimonio que nos han legado, que no es solamente fincas o dinero, es la buena educación, las tradiciones familiares, la fe. Son las raíces que posibilitan que el árbol siga arraigado y dé buenos frutos.
Hay una comunión entre los que vivimos en la tierra y los que viven en el Señor; un intercambio de recuerdos y de bienes, de oraciones. Nuestro hogar participa de la eternidad divina. Más que despedirnos, los creyentes nos decimos hasta luego. Nos tenemos mutuamente presentes.
Fuente: eldiadecordoba.es