Juan Luis Selma
Es tiempo para una nueva revolución, para ser felices y libres, para dar lugar al pensamiento
Hay personas, instituciones, modas que parecen eternas, poderosas, inamovibles. Pensamos que nada podrá con ellas. Son enormes y fuertes gigantes, en apariencia indestructibles. Esto pensaban los contemporáneos de Jesús de su Templo, lo estaba reconstruyendo Herodes y era impresionante. Estaban orgullosos, era la gloria del pueblo judío que no reconoció a Jesús como el Mesías. A los pocos años del gran deicidio, el emperador romano Tito asoló la ciudad de Jerusalén y no dejó piedra sobre piedra de su imponente templo.
Han caído grandes imperios y civilizaciones. No dudemos que seguirá pasando lo mismo. Cuando se pierden los ideales, los valores y virtudes de un pueblo, entra en decadencia, en recesión moral, mucho más dañina que la económica. Los gigantes del Quijote dejan paso a los molinos del buen Sancho, sus poderosos brazos no son más que vulgares aspas movidas por el viento. La arrogancia y altivez del hombre que, al margen de su Creador, busca su independencia y seguridad construyendo torres de Babel termina con la confusión y la dispersión de los pueblos, se debilita.
Es tiempo de construir, no de lamentarse. En los momentos de crisis, los emprendedores, los que arriesgan, se llevan el gato al agua. No cabe duda de la gran debilidad de las ideologías imperantes, son como grandes “ninots” de cartón piedra, voluminosos, vistosos, ruidosos, pero vacíos y vulnerables; una simple cerilla puede acabar con ellos. Es tiempo para una nueva revolución, para ser felices y libres, para dar lugar al pensamiento, para ser diferentes, para “salir del armario” de las sacristías y sentir el orgullo de sabernos y mostrarnos como hijos de Dios. Podemos pasar de los pantanosos pasajes de la sociedad líquida, bajar de las inciertas nubes de la gaseosa a tierra firme, a lo sólido y probado.
Una sociedad y una familia religiosa, cristiana crea un entorno seguro, ordenado, apacible y luminoso. En él, se puede crecer en la confianza de una familia donde sentirse querido y apoyado incondicionalmente. Un lugar en el que se considere el matrimonio como importante, estable, seguro. Un espacio que proteja el amor de los esposos, que dé estabilidad, fidelidad y unidad, en el que los hijos pueden crecer tranquilos y seguros. Una familia sólida, en la que no cabe la traición, el egoísmo y el engaño. Donde las flaquezas y los inevitables límites se superan con la colaboración de todos, donde cabe el perdón y la reconciliación.
Igual que cayeron las Torres Gemelas, aquellos grandes gigantes, pueden caer tantos fantasmas de la modernidad. Hay que devolver al mundo su auténtica novedad. Reencontrar el sentido de la libertad. Volver al amor. Hemos avanzado mucho en tecnología, ingeniería, comunicación; la medicina ha logrado grandes avances, pero siguen muriendo miles de niños de hambre. Faltan medicinas a la mayoría de los hombres, ni siquiera tienen agua para beber o poder asearse. Hay mucho sufrimiento y dolor, mucha injusticia.
¿Qué podemos esperar de dirigentes, de profesionales, si no hacemos nada para educarlos? En un mundo sin valores, donde da igual todo, en el que no se sabe distinguir el bien del mal, donde campa la mentira porque está desprestigiada la verdad, cómo puede haber avance, progreso, justicia. ¿Qué se enseña en las escuelas, en las universidades? Se oyen voces, aunque escasas, quejándose de la falta de valores, no se les llama virtudes por miedo a ser antiguos, sin darse cuenta de que, precisamente los valores estables, arraigados son virtudes.
Cuando hay un sustrato cristiano se pone en valor la familia, el matrimonio, los hijos, el papel de los padres y madres, la riqueza de los abuelos, la comprensión, el respeto, la disciplina, el trabajo y el esfuerzo, la generosidad. Todo esto no está al mismo nivel que los sentimientos, caprichos y falsas necesidades.
Recuerdo que en una ocasión me asaltó un chico joven con notable sobrepeso, estaba comiéndose una hamburguesa y sosteniendo una lata de refresco. Me pidió una limosna alegando que pasaba necesidad. Me quedé perplejo, ya que era evidente que necesidad, necesidad, no pasaba, pero él eso creía. No podemos vivir de sentimientos subjetivos que nos traicionan.
Nos viene muy bien tener unas cuantas ideas claras, objetivas, que nos aseguren ser humanos, que nos marquen el camino de la felicidad y, viviéndolas, las podemos transmitir a nuestros hijos: no robar, no matar, no cometer adulterio, no mentir… Con este bagaje podemos caminar seguros; edificaremos sobre roca. Veremos caer los grandes templos del mal entendido modernismo y seremos un refugio, un oasis seguro donde poder vivir felices y acoger a los demás.
Decía el Papa a los jóvenes en Baréin: “si no aprendemos a hacernos cargo de lo que nos rodea (de los demás, de la ciudad, de la sociedad, de la creación) terminamos pasando la vida como los que corren, se afanan, pero al final se quedan tristes y solos, porque no han experimentado la alegría de la amistad y la gratuidad”.
Fuente: eldiadecordoba.es