3/04/16

Anunciar la Palabra. El Espíritu Santo, principal agente de la evangelización

Raniero Cantalamessa, ofmcap

Tercera predicación de Cuaresma

Continuamos y terminamos hoy nuestras reflexiones sobre la constitución Dei Verbum, es decir, sobre la Palabra de Dios. La última vez hablé de la “lectio divina”, es decir de la lectura personal y edificante de la Escritura. Siguiendo el esquema trazado por Santiago, hemos visto en ella tres operaciones sucesivas: acoger la Palabra, meditar la Palabra, poner en práctica la Palabra.
Queda una cuarta operación sobre la cual vamos a reflexionar hoy, anunciar la Palabra. La Dei Verbum  habla brevemente del puesto privilegiado que debe tener la Palabra de Dios en la predicación de la Iglesia (DV, nr. 24), pero no se ocupa directamente del anuncio, también porque a este tema el Concilio dedica un documento a parte, la Ad gentes divinitus, sobre la actividad misionera de la Iglesia.
Después de este texto conciliar, el discurso ha sido retomado y actualizado por el beato Pablo VI con la Evangelii nuntiandi; por san Juan Pablo II, con la Redemptoris missio, y por el papa Francisco con la Evangelii gaudium. Desde el punto de vista doctrinal y operativo, por tanto, se ha dicho todo y al más alto nivel de magisterio. Sería tonto por mi parte pensar poder añadir algo. Lo que es posible  hacer, en la línea de estas meditaciones, es dar luz a algún aspecto más directamente espiritual del problema. Para hacerlo, parto de la frase del beato Pablo VI según la cual “el Espíritu Santo es el principal agente de la evangelización” [1].
  1. El medio y el mensaje
Si quiero difundir una noticia, el primer problema que se me plantea es: ¿con qué medio transmitirla? ¿periódico? ¿radio? ¿televisión? El medio es tan importante que la moderna ciencia de las comunicaciones sociales ha acuñado el eslogan: “El medio es el mensaje” (“The medium is the message”)[2].
Entonces, ¿cuál es el medio primordial y natural con el que se transmite la palabra? Es el aliento, la respiración, la voz. Esto toma, por así decir, la palabra que se ha formado en el secreto de mi mente y la lleva al oído del que escucha. Todos los otros medios no tienen más que potenciar y amplificar ese medio primordial de la respiración o de la voz. También la escritura viene después y supone la viva voz, ya que las letras del alfabeto no son otra cosa que signos que indican los sonidos.
También la Palabra de Dios sigue esta ley. Esta se transmite por medio de un aliento. ¿Y cuál es, o quién es, el aliento, o ruah, de Dios, según la Biblia? Lo sabemos: ¡es el Espíritu Santo! ¿Puede mi aliento animar la palabra de otro, o al aliento de otro animar mi palabra? No, mi palabra no puede ser pronunciada a no ser que sea con mi aliento y la palabra de otro con su aliento. Así, se entiende de forma análoga, la Palabra de Dios no puede ser animada más que por el aliento de Dios que es el Espíritu Santo.
Esta es una verdad sencillísima y casi obvia, pero de gran alcance. Es la ley fundamental de cada anuncio y de cada evangelización. Las noticias humanas se transmiten o a viva voz, o vía radio, prensa, internet y así sucesivamente; la noticia divina, en cuanto divina, se transmite vía Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el verdadero, esencial medio de comunicación, sin el cual no se percibe, del mensaje, más que el recubrimiento humano. Las palabras de Dios son “espíritu y vida”(cf. Jn 6,63) y por tanto no se puede transmitir o acoger de otra forma que no sea “en el Espíritu”.
Esta ley fundamental es la que vemos en acto, concretamente, en la historia de la salvación. Jesús comenzó a predicar “con el poder del Espíritu Santo”  (Lc 4,14 ss.). Él mismo declaró: “El Espíritu del Señor está sobre mí… Me ha consagrado con la unción, para llevar a los pobres una buena noticia” (Lc 4,18). Apareciendo a los apóstoles en el cenáculo la noche de Pascua, dijo: “Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 21-22). Al dar a los apóstoles el mandato de ir por todo el mundo, Jesús les concede también el medio para poder cumplirlo –el Espíritu Santo– y lo concedió, significativamente, en el signo del aliento, de la respiración.
Según Marcos y Mateo, la última palabra que Jesús dijo a los apóstoles antes de subir al cielo fue “Id”: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación”  (Mc 16,15; Mt 28, 19). Según Lucas, el mandamiento final de Jesús parece el opuesto: ¡Permaneced! “Permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24, 49). Naturalmente, no hay ninguna contradicción; el sentido es: id por todo el mundo, pero no antes de haber recibido el Espíritu Santo.
Todo el pasaje de Pentecostés sirve para alumbrar esta verdad. Viene el Espíritu Santo y así es como Pedro y los otros apóstoles, en voz alta, comienzan a hablar de Cristo crucificado y resucitado y su palabra tiene tal unción y poder, que tres mil personas se sienten tocadas en el corazón. El Espíritu Santo, venido a los apóstoles, se transforma en ellos en un impulso irresistible a evangelizar. San Pablo llega a afirmar que sin el Espíritu Santo es imposible proclamar que “¡Jesús es el Señor! (1 Cor 12, 3), que es el inicio y la síntesis de todo anuncio cristiano. San Pedro, por su parte, define a los apóstoles como “aquellos que han anunciado el Evangelio en el Espíritu Santo” (1 Pe 1,12). Indica con la palabra “Evangelio” el contenido y con la expresión “en el Espíritu Santo” el medio, o el método, del anuncio.
  1. Palabras y obras
Lo primero que hay que evitar cuando se habla de evangelización es pensar que es sinónimo de predicación y por tanto reservada a una categoría particular de cristianos, los predicadores. Hablando de la naturaleza de la revelación, la Dei Verbum dice:
“Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas” [3].
Se trata de una afirmación que se remonta a san Gregorio Magno. “El Señor y Salvador, escribía el santo doctor, a veces nos advierte con lo que dice, a veces sin embargo con lo que hace”: “aliquando nos sermonibus, aliquando vero operibus admonet”[4]. Esta ley que vale para la Revelación en su nacimiento, vale también en su difundirse. En otras palabras, no se evangeliza solamente con las palabras, sino primero con las obras y la vida; no con lo que se dice, sino con lo que se hace y se es.
Así sucedió al inicio. El estudio todavía más válido sobre “misión y propagación del cristianismo en los primeros tres siglos” llega a la conclusión que “la sola existencia y labor constantes de las comunidades individuales fue el principal coeficiente en la propagación del cristianismo [5]. En este año de la misericordia es útil recordar en qué consistía dicha laboriosidad de las comunidades cristianas. Además de la ayuda fraterna entre ellos, consistía en las obras de misericordia hacia todos: cuidando a los huérfanos, a los enfermos y a los presos. La fuerza de estas iniciativas era tan evidente que, queriendo impedir el crecimiento de la fe cristiana, el emperador Juliano cuando regresó a la religión pagana, intentó introducir análogas instituciones de caridad en el ámbito civil.
Hay un dicho en inglés que toma un significado muy particular si aplicado a la evangelización: “los hechos hablan más fuerte que las palabras”.  “Deeds speak louder than words”. Una frase de Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi, dice: “El hombre contemporáneo escucha con más placer a los testimonios que los maestros, o si escucha a los maestros es porque son testimonios”. [6]
Uno de los más importantes moralistas del siglo pasado (no es necesario decir el nombre), una tarde fue encontrado en un local con una compañía poco edificante. Un colega le preguntó cómo podía conciliar su conducta con aquello que escribía en sus libros; y él respondió: “¿Han visto alguna vez a una indicación vial que se pone a caminar en la dirección que indica?”. Una respuesta brillante, pero que se condena por sí misma. Los hombres no se interesan con aquellos “indicadores viales” que indican la dirección que hay que tomar, si ellos no se mueven ni un centímetro.
Tengo un hermoso ejemplo de la eficacia del testimonio, en la orden religiosa a la cual pertenezco. La contribución mayor, aunque escondida, que la orden de los Capuchinos ha dato a la evangelización en los cinco siglos de su historia, no ha sido, creo, la de los predicadores de profesión, pero la de las hileras de los ‘hermanos laicos’: simples e incultos porteros de los conventos o limosneros. Enteras poblaciones han encontrado o mantenido su fe gracias al contacto con ellos. Uno de esos, el beato Nicolás de Gesturi, hablaba talmente poco que la gente lo llamaba “fray silencio’, y a pesar de ello en Cerdeña, 58 años después de su muerte, la orden de los Capuchinos se identifica con fray Nicola de Gesturi, o con fray Ignacio de Laconi, otro santo fraile limosnero del pasado. Lo mismo sucedió aquí en Roma, al inicio de la Orden, con san Félix de Cantalice. Se ha cumplido la palabra que Francisco de Asís dirigió un día a los frailes predicadores: “¿Por qué se vanaglorian de la conversión de los hombres? Sepan que a convertirlos han sido mis simples frailes con sus oraciones” [7].
Una vez durante un diálogo ecuménico, un hermano pentecostal me preguntó -no para polemizar sino para intentar entender- por qué nosotros los católicos llamamos a María “la estrella de la evangelización”. Fue una ocasión también para mi, de reflexionar sobre este título atribuido a María por Pablo VI, al concluir laEvangelii nuntiandi. Llegué a la concusión que María es la estrella de la evangelización, porque no ha llevado una palabra particular a un pueblo particular, como hicieron también los grandes evangelizadores de la historia; ¡ha llevado la Palabra hecha carne y la ha llevado (también físicamente) a todo el mundo! Nunca ha predicado, no pronunció sino muy pocas palabras, pero estaba llena de Jesús y donde iba expandía el perfume, a tal punto que Juan Bautista lo advirtió desde el vientre de su madre. ¿Quién puede negar que la Virgen de Guadalupe haya tenido un rol fundamental en la evangelización y en la fe del pueblo mexicano?
Hablando a un ambiente de la Curia, me parece justo poner en luz la contribución que pueden dar -y que de hecho dan- a la evangelización aquellos que pasan la mayoría de su tiempo detrás de un escritorio a resolver asuntos aparentemente extraños a la evangelización. Se entiende el propio trabajo como servicio al Papa y a la Iglesia; se renueva cada tanto esta intención y no se  permite que la preocupación de la carrera sea principal en el corazón, el modesto empleado de una Congregación contribuye a la evangelización más que un predicador de profesión, si éste intenta agradar más a los hombres que a Dios.
  1. Cómo volverse evangelizadores
Si el empeño por la evangelización es de todos, intentemos ver cuáles son las premisas y cuales son las condiciones para volverse verdaderamente un evangelizador. La primera condición está sugerida por la palabra que Dios dirigió a Abraham: “Sal de tu tierra y ve”  (cf. Gen 12, 1). No hay misión ni envío sin una anterior salida. Hablamos con frecuencia de una “Iglesia en salida”. Tenemos que darnos cuenta que la primera puerta por la que debemos salir no es la de la iglesia, de la comunidad, de las instituciones, de las sacristías; es la de nuestro ‘yo’. Lo ha explicado bien en una ocasión el papa Francisco: “Estar en salida, decía, significa antes de todo salir de centro para dejar en el centro el lugar a Dios”. “Decentrarnos de nosotros mismos y centrarnos de nuevo en Cristo”, diría Teilhard de Chardin.
Más intenso que el grito dirigido a Abraham es el que Jesús dirige a quienes llama a colaborar con él en el anuncio del Reino: “Parte, sal de tu yo, reniégate a ti mismo. Entonces todo se vuelve mío. Tu vida cambia, mi rostro se vuelve tuyo. No eres más tu quien vive, pero yo vivo en ti”.  Es el único modo para vencer el nacer de envidias, celos, miedos de perder la cara, rencores, resentimientos, situaciones de antipatía que llenan el corazón del hombre viejo; para ser ‘habitados’ por el Evangelio y difundir el olor del Evangelio.
La Biblia nos ofrece una imagen que contiene más verdad que enteros tratados de pastoral sobre el anuncio: la del libro comido que se lee en Ezequiel:
“Yo miré y aquí, una mano extendida hacia mí tenía un rollo. Lo desplegó delante mio; estaba escrito en el interior y en el exterior y estaban escritos lamentos, llantos y desdichas. Él me dijo: Hijo de hombre, come lo que tienes delante: come este rollo, y ve a hablar a los israelitas. Yo abrí mi boca y él me hizo comer ese rollo. Después me dijo: Hijo de hombre, alimenta tu vientre y llena tus entrañas con este libro que yo te doy. Yo lo comí y era en mi boca dulce como la miel.  (Ez 2, 9 – 3, 3; cf también Ap 10, 2).
Hay una diferencia enorme entre la palabra de Dios simplemente estudiada y proclamada y la palabra de Dios antes “comida” y asimilada. En el primer caso se dice del predicador “que habla como un libro impreso”; pero no llega así al corazón de la gente, porque al corazón llega solamente lo que parte del corazón.   “Cor ad cor loquitur, era el lema del beato cardenal Newman.
Retomando la imagen de Ezequiel, el autor del Apocalipsis aporta una variación pequeña, pero significativa. Dice que el libro devorado era tan dulce como la miel en los labios, pero amargo como la hiel en las entrañas (cf. Ap 10, 10). Sí, porque antes de herir a los oyentes, la palabra debe herir al anunciador, mostrarle su pecado y empujarle a la conversión.
No es el trabajo de un día. Pero hay una cosa que se puede hacer en un día, hoy mismo: asentir a esta perspectiva, tomar la decisión irrevocable, por lo que nos respecta, de no vivir para nosotros mismos, sino para el Señor (cf. Rm 14, 7-9). Todo esto no puede ser solo el fruto del esfuerzo ascético del hombre; esto también es obra de la gracia, fruto del Espíritu Santo. “Y para que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, [desde tu seno] al Espíritu Santo como primicia para los creyentes”. Así nos hace orar la liturgia en la Plegaria Eucarística IV.
Es fácil saber cómo se obtiene el Espíritu Santo en vista de la evangelización. Solo hay que ver cómo lo obtuvo Jesús y cómo lo obtuvo la misma Iglesia el día de Pentecostés. Lucas describe así el acontecimiento del bautismo de Jesús: “También Jesús fue bautizado; y orando, el cielo se abrió, y descendió el Espíritu Santo sobre él” (Lc 3, 21-22). Fue la oración de Jesús la que rasgó los cielos e hizo descender al Espíritu Santo, y lo mismo sucedió con los apóstoles. El Espíritu Santo, en Pentecostés, vino sobre ellos mientras “perseveraban unánimes en oración” (Hch 1, 14).
El esfuerzo para un renovado compromiso misionero está expuesto a dos peligros principales. Uno de ellos es la inercia, la pereza, no hacer nada y dejar que hagan todo los demás. El otro es  lanzarse a un activismo humano febril y vacío, con el resultado de perder poco a poco el contacto con la fuente de la palabra y de su eficacia. Esto también sería una manera de avocarse al fracaso. Cuanto mayor sea el volumen de la actividad, más debe aumentar el volumen de la oración, en intensidad si no en cantidad. Se objeta: esto es absurdo; ¡el tiempo es el que es! De acuerdo, pero el que ha multiplicado los panes, ¿no podrá también multiplicar el tiempo? Además, es lo que Dios hace continuamente y lo que experimentamos cada día. Después de rezar, se hacen las mismas cosas en menos de la mitad del tiempo.
Entonces se dice: Pero, ¿cómo estar tranquilos rezando, cómo no correr, cuando la casa se está quemando? Esto también es verdad. Pero imaginamos esta escena: un equipo de bomberos ha recibido una llamada de alarma y se precipita al lugar del incendio con las sirenas encendidas; pero, llegado a la escena, se da cuenta que no tiene ni una gota de agua en los tanques. Así somos nosotros, cuando corremos a predicar sin orar. No es que falte la palabra; al contrario, mientras menos se reza más se habla, pero son palabras vacías, que no llegan a nadie.
  1. Evangelización y compasión
Además de la oración otro medio para obtener al Espíritu Santo es la rectitud de intención. La intención a la hora de predicar a Cristo puede ser contaminada por diversas causas. San Pablo enumera algunas en la carta a los Filipenses: por conveniencia, por envidia, por espíritu de contienda y rivalidad (Fil 1, 15-17). La causa que abarca todos las demás, sin embargo, es solo una: la falta de amor. San Pablo dice: “Si yo hablara lenguas humanas y angélicas, pero no tengo amor, he llegado a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe” (l Cor 13, 1).
La experiencia me ha hecho descubrir una cosa: que es posible anunciar a Jesucristo por razones que tienen poco o nada que ver con el amor. Se puede anunciar por proselitismo, para encontrar, en el aumento del número de seguidores, una legitimidad a su propia pequeña iglesia, especialmente si de su propia fundación. Se puede anunciar, tomando literalmente una frase del Evangelio, para llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra (cf. Mc 13, 10), de manera que se complete el número de los elegidos y apresurar la venida del Señor.
Algunos de estos motivos en sí mismos no son malos. Pero solos no son suficientes. Falta ese verdadero amor y compasión por los hombres que es el alma del Evangelio. El Evangelio del amor solo se puede anunciar si no por amor. Si no nos esforzamos en amar a las personas que tenemos delante, las palabras se transforman fácilmente en piedras en las manos que hieren y de las que nos refugiamos, como nos protegemos de una tormenta de granizo.
Siempre tengo en cuenta la lección que la Biblia, implícitamente, nos da con el relato de Jonás. Jonás se ve obligado por Dios a ir a Nínive a predicar. Pero los ninivitas eran enemigos de Israel y Jonás no quería a los ninivitas. Él está visiblemente contento y satisfecho cuando pueden gritar: “¡Faltan cuarenta días y Nínive será destruida!”. La perspectiva no parece desagradarle en absoluto. Pero los ninivitas se arrepienten y Dios les perdona su castigo. Llegado a este punto, Jonás entra en crisis. “Tú –le dice Dios casi en tono de disculpa– te apiadaste de la planta… ¿y no he de apiadarme yo de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no saben distinguir entre su derecha y su izquierda?” (Jonás 4,10 s). ¡Dios tiene que hacer un mayor esfuerzo para convertirle a él, el predicador, que para convertir a todos los habitantes de Nínive!
Amor, entonces, por los hombres. Pero también y sobre todo amor por Jesús. Es el amor de Cristo el que nos tiene que mover. “¿Me amas? –dice Jesús a Pedro–. Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15 ss.). Debemos amar a Jesús, porque solo los que están enamorados de Jesús lo puede anunciar al mundo con profunda convicción. Se habla con entusiasmo solo de lo que se está enamorados.
Proclamando el Evangelio, tanto con la vida como con las palabras, no solo le damos gloria a Jesús, sino que también le damos alegría. Si bien es cierto que “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”[8], también es cierto que los que difunden el Evangelio llenan de alegría el corazón de Jesús. La sensación de alegría y bienestar que una persona prueba al sentir de repente que le vuelve a fluir la vida en uno de sus miembros hasta ahora inerte o paralizado, es un pequeño signo de la alegría que prueba Cristo cuando siente que su Espíritu vuelve a vivificar a algún miembro muerto de su cuerpo.
Hay, en la Biblia, una palabra que no había notado nunca antes: “Como frío de nieve en tiempo de la siega, así es el mensajero fiel a los que lo envían; pues al alma de su señor da refrigerio” (Prov 25, 13). La imagen del calor y del frío hace pensar a Jesús en la cruz gritando: “¡Tengo sed!”. Él es el gran “segador” sediento de almas, al que estamos llamados a dar refrigerio con nuestro humilde y devoto servicio al Evangelio. Que el Espíritu Santo, “principal agente de la evangelización”, nos conceda dar a Jesús  esta alegría, con las palabras  o con las obras, según el carisma y el oficio que cada uno de nosotros tiene en la Iglesia.