Antonio
Rivero, L.C.
Ciclo C Textos: Hechos 10, 34a.
37-43; Col 3, 1-4; Jn 20, 1-9
“Los cincuenta días que median entre el
domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés se han de celebrar con
alegría y júbilo, como si se trata de un solo y único día festivo, como un gran
domingo” (Normas
Universales sobre el Calendario, de 1969, n. 22).
En
Pascua no leemos el Antiguo Testamento que es promesa y figura, y en Pascua
estamos celebrando la plenitud de Cristo y de su Espíritu. Como primera
lectura, leemos los Hechos de los Apóstoles. La segunda lectura, este año o
ciclo C, se toma del libro del Apocalipsis, en que de un modo muy dinámico se
describen las persecuciones sufridas por las primeras generaciones y la fuerza
que les dio su fe en el triunfo de Cristo, representado por el “Cordero”. Los
evangelio de estos domingos pascuales no van a ser tanto de Lucas, el
evangelista del ciclo C, sino de Juan.
Podemos
resumir en tres aspectos a qué nos compromete la pascua:primero, a la fe
en Cristo resucitado; segundo, esa fe tiene que vivirse en
comunidad que se reúne cada domingo para celebrar esa pascua mediante la
Eucaristía y crea lazos profundos de caridad y ayuda a los necesitados; y tercero,
esa fe nos impulsa a la misión evangelizadora.
Idea
principal:
Inspirados en las famosas preguntas del famoso filósofo alemán del siglo XVIII,
Kant, en su obra Crítica de la Razón Pura, responderemos a estas tres
preguntas: qué puedo saber de la resurrección de Cristo, qué debo hacer
por la resurrección de Cristo y qué puedo yo esperar de la resurrección
de Cristo.
Síntesis
del mensaje: Hoy
es el domingo más importante del año. Domingo del que reciben sentido todos los
demás domingos del año. Daremos respuestas a esas preguntas.
Puntos
de la idea principal:
En
primer lugar,
¿qué podemos saber de la resurrección de Cristo? Hagamos caso a los testigos
que vieron a Cristo resucitado. Ellos habrán tenido sus vivencias religiosas,
sus dudas, sus convencimientos y discrepancias. Pero todos coinciden en esto:
tres día después de ir al entierro de Jesús, como 35 horas después de cerrar su
tumba, la encontraron abierta, vacía, con los centinelas a la puerta y
atolondrados. ¿El cadáver…? ¿Sabotaje? ¿Secuestro? ¿Truco? Resulta que
las tres mujeres madrugadoras, al llegar al sepulcro y encontrarse con la tumba
vacía y dentro la noticia: “ha resucitado”, salieron corriendo a lleva la
noticia a los discípulos. Leyendas pero de un hecho. Luego resultó que Jesús se
les hizo el encontradizo de jardinero, caminante, comensal, animador. Ausencias
misteriosas y presencias repentinas que los traían en jaque. Vivencias
místicas, pero de un acontecimiento. Sabemos que los Evangelios, que lo
cuentan, son libros históricos porque pertenecen a la época y autores que se
dice. Autores que vivieron con Jesús, le vieron, le trataron, convivieron…Y
hasta se jugaron la cabeza por la resurrección. Y la perdieron. Nadie muere por
un mito, un bulo, un truco. Eso es así. La resurrección es verdad.
En
segundo lugar,
¿qué debemos hacer por la resurrección de Cristo? Si realmente creemos
en la resurrección de Cristo y en su fuerza transformadora, entonces tenemos
que hacer algo aquí en la tierra para llevar esta buena noticia por todos los
rincones del mundo, a todas las familias y amigos, y también enemigos. ¿Qué
puedo hacer por esas favelas de são Paulo o de Rio en Brasil, o por las calles
del Bronx negro en Nueva York? ¿No me llaman la atención las chabolas de cañas
y barro de Calcuta, hambruna en tantas regiones, guerras locas, injusticia,
pobreza, pecado? ¿Me dejan dormir tranquilo el analfabetismo, la enfermedad, la
explotación, la amargura, la desesperanza, la sangre de Abel y de la tierra que
ponen el grito en el cielo? Y la situación sanitaria, escolar, laboral, humana
del mundo es un pecado social, solidario y atroz. Y familias rotas. Y jóvenes
en los paraísos perdidos de la droga. Políticos sin escrúpulos que pisotean la
ley de Dios, la ley natural y la justicia conmutativa, social y distributiva.
Esto es lo que debemos hacer en bien de los hombres y mujeres del mundo, por
quienes el Hijo de Dios tal día como el viernes santo murió para su liberación
y tal día como hoy resucitó para su gloria inmortal.
Finalmente, ¿qué podemos nosotros esperar
de la resurrección de Cristo? Si somos esos Tomás incrédulos, podemos
esperar que Cristo resucitado en esta Pascua nos resucite la fe en Él y en su
Iglesia, y nos deje meter nuestros dedos en su llagas abiertas. Si somos esos
discípulos de Emaús desencantados y desilusionados, podemos esperar que se
cruce por nuestro camino y nos renueve la esperanza en Él, aunque nos tenga que
llamar de necios y desmemoriados por no creer o no leer con detención las
Sagradas Escrituras. Si somos esa Magdalena triste y compungida, porque se nos
ha derrumbado nuestro amor, nuestra familia, podemos esperar que Cristo
resucitado nos vuelva a mirar y a llamar por nuestro nombre como hizo con María
en esa primera Pascua, y así recobrar la alegría de la presencia de Cristo en
nuestra vida que se hace presente en los sacramentos, sobre todo de la
Eucaristía y Penitencia. Si nos parecemos a esos discípulos encerrados en el
cenáculo de sus miedos, contagiándose la tristeza y los remordimientos por
haber fallado al Maestro, dejemos alguna rendija de nuestro ser abierta para
que entre Cristo resucitado y nos traiga la paz, su paz. Si nos sentimos como
Pedro que negó a Cristo, esperamos que Cristo resucitado se nos haga presente y
podamos renovar nuestro amor: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que yo te
amo”.
Para
reflexionar: ¿Creo
en Cristo resucitado? ¿Dónde encuentro a Cristo resucitado en mi vida de cada
día? ¿Tengo rostro de resucitado o vivo en perpetuo Viernes Santo: triste,
pesaroso y lleno de pesadumbre?
Para
rezar:
recemos con san Agustín: “Tarde te amé, Dios mío, hermosura siempre
antigua y siempre nueva, tarde te amé. Tú estabas dentro de mí y yo afuera y
así por fuera te buscaba y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas
hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo pero yo no estaba contigo. Me
llamaste y clamaste y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste y
curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré y ahora te anhelo; gusté
de Ti y ahora siento hambre y sed de Ti” (Confesiones, libro 10, cap.
27).