Ramiro Pellitero
La tarea de educar en la fe es mostrar que todo cristiano e incluso toda persona es un ser amado por Dios
Metidos en la revolución de la misericordia. Así estamos los cristianos. A eso estamos convocados desde hace veinte siglos. Ahora de manera renovada. Para esto no hace falta dedicarse a la educación, aunque ciertamente la educación, sobre todo en clave cristiana, es un anuncio y una obra de misericordia.
Todo esto es aún más claro si hablamos de educación de la fe, una de las tareas más fascinantes que pueda imaginarse, sea en la modalidad de la enseñanza escolar de la religión o en la modalidad de catequesis dirigida a todas las edades, incluyendo la que los padres y madres cristianos han de procurar para sus hijos.
Educar en la fe es evangelizar
Educar en la fe es evangelizar, que significa anunciar y obrar misericordia. Es anunciar misericordia porque es dar la buena noticia (Evangelio) del amor que Dios es y nos ha manifestado en Jesucristo. Y este es el primer sentido de este Año de la misericordia. No se trata, por tanto, de una enseñanza abstracta, un conocimiento que nos podría dejar fríos, en el caso de que no nos afectara. El anuncio de la misericordia va o debe ir acompañado por facilitar la experiencia de cómo Dios efectivamente se preocupa de nuestras miserias, deficiencias y pecados. Y entonces todo cambia.
La manera de facilitar esa experiencia es facilitar el encuentro con Cristo, concretamente en el sacramento de la Confesión y en el ejercicio de las obras de misericordia. En ese sacramento Dios nos espera para perdonarnos y fortalecernos. En las obras de misericordia, nos sale al encuentro en los más necesitados o en aquellos que les atienden y les sirven.
El educador de la fe hace todo esto. Es un evangelizador y debe ser un experto en misericordia; incluso un comunicador de misericordia, en el sentido propio del término comunicación: acción de manifestar y compartir no solo un mensaje sino algo de sí mismo (cf. Francisco, Comunicación y misericordia: un encuentro fecundo: Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones, 22-I-2006).
La tarea de educar en la fe es mostrar que todo cristiano e incluso toda persona es un ser amado por Dios. ¿Cómo se educa esto en la práctica?
En lo que sigue querría señalar dos puntos, en la perspectiva del Papa Francisco: educar en la fe requiere algunos presupuestos prácticos en los educadores; e implica ciertos “contenidos” en esa educación, que están a su vez vinculados a determinadas actitudes de los educadores.
Presupuestos prácticos
En primer lugar, requiere unos presupuestos prácticos, referidos a la acción: lafamiliaridad del propio educador con Jesucristo, en la oración y en la vida sacramental; su ejemplo de cristiano (testimonio coherente) con toda su vida; su esfuerzo por evangelizar, a través de su tarea educativa, ante todo a los más pobres y necesitados, sea en el ámbito material, moral o espiritual.
Suele insistir Francisco en que para eso hay que salir de uno mismo: del bienestar y de la comodidad, de los previos esquemas, del refugio en las propias seguridades, de la cobardía e impasibilidad, del encerrarse en el propio grupo −aquellos que nos aceptan y cuidan a diario−, para llegar a otros cuya aceptación hemos de ganar, cuyo cuidado hemos de afrontar. Y esto pide una continua conversión del corazón a la solidaridad, para vencer la “globalización de la indiferencia”.
Contenidos y actitudes
En segundo lugar, la educación de la fe comporta ciertos contenidos que se deben traducir en actitudes por parte de los educadores, tal como se señala en la exhortación de Francisco sobre “La alegría del Evangelio” (Evangelii gaudium).
El Papa propone ahí una profundización y crecimiento en el anuncio de la fe, que exprese sobre todo el amor salvífico de Dios, antes que las obligaciones morales y junto con una apelación amable a la libertad. Una educación “mistagógica” (introductora al misterio de Dios y de su amor), que vaya poco a poco, cuidando los “signos”: no solo los signos de la liturgia, sino los gestos y símbolos que lleven a la persona a crecer como tal en la fe cristiana vivida.
Pide una atención especial al “camino de la belleza”, a la belleza compatible con la verdad y con el bien, que descubrimos sobre todo en Cristo. Pues Él es “capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas. Por eso los educadores en la fe deben ser “alegres mensajeros de propuestas superadoras, custodios del bien y la belleza que resplandecen en una vida fiel al Evangelio”.
Junto a ello el educador ha de ser un acompañante capaz de escuchar y esperar (el tiempo es mensajero de Dios), absteniéndose de juzgar sobre la culpabilidad de las personas, sin dejar por eso de impulsarlas “para superar los fatalismos o la pusilanimidad”.
Debe el educador centrarse en la Palabra de Dios (cuidar la formación bíblica, primero la suya propia). Y debe educar para atender a la realidad, no sólo como un principio filosófico y pedagógico, sino con medios concretos (que incluyen, por ejemplo, el estudio de la historia de la Iglesia y la edificación de la memoria histórica del cristianismo; la escucha del clamor de los pobres; y, desde ahí el impulso al espíritu de servicio y a las obras de misericordia en la vida de los cristianos y sus familias, con vistas a edificar una civilización del amor).
Desde la antropología y la ética
Por otra parte desde hace más de una década Jorge Mario Bergoglio viene apuntando que la educación en la fe no “sobrevuela” las necesidades antropológicas y éticas de la educación.
“¡Nuestro objetivo −exclamaba en la Pascua de 2004− no es sólo formar ‘individuos útiles a la sociedad’, sino educar personas que puedan transformarla!”. Para ello −proponía− hemos de educar para los frutos y no solo para los resultados, redescubrir la profunda eficiencia de la gratuidad, que no excluye sino que preside las demás eficiencias; y hemos de subrayar la excelencia de la solidaridad. Por ser parámetros de verdadera humanidad, éstos son también certificados de autenticidad del estilo cristiano en la tarea educativa.
Como educadores cristianos o cristianos educadores −agregaba el año siguiente−, hemos de “fortalecer el sentido eclesial” entre nosotros mismos, “ensayar nuevas formas de diálogo en la sociedad pluralista”, “revitalizar la dimensión específicamente teologal de nuestra motivación”.
Es indudable, y concluimos, que todo esto necesita hoy por nuestra parte de conversión a la misericordia, juventud de espíritu, pasión educativa y formación permanente. Pide fortalecer la ilusión profesional, proponerse metas y acometer proyectos concretos. Precisa establecer equipos capaces de trabajar interdisciplinarmente por la educación desde la fe.
Tal es en la hora presente nuestra responsabilidad.