El misterio de la Misericordia

“[La misericordia] es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados no obstante el límite de nuestro pecado” (Bula Misericordiae vultus, 2).

La conversión: redescubrir el rostro misericordioso de Dios Padre 

“Si hay necesidad de volver es porque nos hemos alejado. Es el misterio del pecado: nos hemos alejado de Dios, de los demás, de nosotros mismos. No es difícil darse cuenta de ello: todos sabemos cuánto nos cuesta tener verdadera confianza en Dios, confiar en Él como Padre, sin miedo; cuán difícil es amar a los demás, sin llegar a pensar mal de ellos; cómo nos cuesta realizar nuestro bien verdadero, mientras que nos atraen y seducen muchas realidades materiales, que desaparecen y al final nos empobrecen” (Homilía Miércoles de Ceniza, 10.II.2016).
“Es la llamada a cambiar de vida. Convertirse no es cuestión de un momento o de un período del año, es un compromiso que dura toda la vida. ¿Quién entre nosotros puede presumir de no ser pecador? Nadie. Todos lo somos. Escribe el apóstol Juan: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia» (1 Jn 1, 8-9) (Homilía 28.III.2014).

¿Qué es el sacramento de la Reconciliación?

“El sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación. Cuando yo voy a confesarme es para sanarme, curar mi alma, sanar el corazón y algo que hice y no funciona bien. La imagen bíblica que mejor los expresa, en su vínculo profundo, es el episodio del perdón y de la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y los cuerpos (cf. Mc 2, 1-12; Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26). El sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación brota directamente del misterio pascual. En efecto, la misma tarde de la Pascua el Señor se aparece a los discípulos, encerrados en el cenáculo, y, tras dirigirles el saludo «Paz a vosotros», sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 21-23).
Este pasaje nos descubre la dinámica más profunda contenida en este sacramento. Ante todo, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podamos darnos nosotros mismos. Yo no puedo decir: me perdono los pecados. El perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado.
En segundo lugar, nos recuerda que sólo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en la paz. Y esto lo hemos sentido todos en el corazón cuando vamos a confesarnos, con un peso en el alma, un poco de tristeza; y cuando recibimos el perdón de Jesús estamos en paz, con esa paz del alma tan bella que sólo Jesús puede dar, sólo Él” (Audiencia general, 19.II.2014).

¿Por qué hay que decir los pecados a un sacerdote?

“A lo largo del tiempo, la celebración de este sacramento pasó de una forma pública −porque al inicio se hacía públicamente− a la forma personal, a la forma reservada de la Confesión. Sin embargo, esto no debe hacer perder la fuente eclesial, que constituye el contexto vital. En efecto, es la comunidad cristiana el lugar donde se hace presente el Espíritu, quien renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una cosa sola, en Cristo Jesús. He aquí, entonces, por qué no basta pedir perdón al Señor en la propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar humilde y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia.
En la celebración de este sacramento, el sacerdote no representa sólo a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con Él, que le alienta y le acompaña en el camino de conversión y de maduración humana y cristiana. Uno puede decir: yo me confieso sólo con Dios. Sí, tú puedes decir a Dios «perdóname», y decir tus pecados, pero nuestros pecados son también contra los hermanos, contra la Iglesia. Por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia, a los hermanos, en la persona del sacerdote” (Audiencia general, 19.II.2014).
“Confesarse con un sacerdote es un modo de poner mi vida en las manos y en el corazón de otro, que en ese momento actúa en nombre y por cuenta de Jesús. Es una manera de ser concretos y auténticos: estar frente a la realidad mirando a otra persona y no a uno mismo reflejado en un espejo (...) Es cierto que puedo hablar con el Señor, pedirle enseguida perdón a Él, implorárselo. Y el Señor perdona, enseguida. Pero es importante que vaya al confesionario, que me ponga a mí mismo frente a un sacerdote que representa a Jesús, que me arrodille frente a la Madre Iglesia llamada a distribuir la misericordia de Dios. Hay una objetividad en este gesto, en arrodillarme frente al sacerdote, que en ese momento es el trámite de la gracia que me llega y me cura” (El nombre de Dios es misericordia).

Pero... ¿por qué cuesta tanto confesarse?

“Puede haber algunos obstáculos que cierran las puertas del corazón. Está la tentación de blindar las puertas, o sea de convivir con el propio pecado, minimizándolo, justificándose siempre, pensando que no somos peores que los demás. Así, sin embargo, se bloquean las cerraduras del alma y quedamos encerrados dentro, prisioneros del mal. Otro obstáculo es la vergüenza de abrir la puerta  secreta del corazón. La vergüenza, en realidad, es un buen síntoma, porque indica que queremos tomar distancia del mal; pero nunca debe transformarse en temor o en miedo.
Y hay una tercera insidia: la de alejarnos de la puerta. Esto sucede cuando nos escondemos en nuestras miserias, cuando hurgamos continuamente, relacionando entre sí las cosas negativas, hasta llegar a sumergirnos en los sótanos más oscuros del alma. De este modo llegamos a convertirnos incluso en familiares de la tristeza que no queremos, nos desanimamos y somos más débiles ante las tentaciones. Esto sucede porque permanecemos solos con nosotros mismos, encerrándonos y escapando de la luz. Y sólo la gracia del Señor nos libera. Dejémonos, entonces, reconciliar, escuchemos a Jesús que dice a quién está cansado y oprimido «venid a mí» (Mt 11, 28). No permanecer en uno mismo, sino ir a Él. Allí hay descanso y paz” (Homilía Miércoles de Ceniza, 10.II.2016).
“«Pero padre, yo me avergüenzo...». Incluso la vergüenza es buena, es salud tener un poco de vergüenza, porque avergonzarse es saludable. Cuando una persona no tiene vergüenza, en mi país decimos que es un «sinvergüenza». Pero incluso la vergüenza hace bien, porque nos hace humildes, y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión, y en nombre de Dios perdona. También desde el punto de vista humano, para desahogarse, es bueno hablar con el hermano y decir al sacerdote estas cosas, que tanto pesan a mi corazón. Y uno siente que se desahoga ante Dios, con la Iglesia, con el hermano. No tener miedo de la Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse, siente todas estas cosas, incluso la vergüenza, pero después, cuando termina la Confesión sale libre, grande, hermoso, perdonado, blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la Confesión!” (Audiencia general, 19.II.2014).

La confesión es una nueva oportunidad

“Celebrar el sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre” (Audiencia general, 19.II.2014).
“No puedo bautizarme más de una vez, pero puedo confesarme y renovar así la gracia del Bautismo. Es como si hiciera un segundo Bautismo. El Señor Jesús es muy bueno y jamás se cansa de perdonarnos. Incluso cuando la puerta que nos abrió el Bautismo para entrar en la Iglesia se cierra un poco, a causa de nuestras debilidades y nuestros pecados, la Confesión la vuelve abrir, precisamente porque es como un segundo Bautismo que nos perdona todo y nos ilumina para seguir adelante con la luz del Señor. Sigamos adelante así, gozosos, porque la vida se debe vivir con la alegría de Jesucristo; y esto es una gracia del Señor” (Audiencia general, 13.XI.2013).

El dolor de los pecados

“La contrición es el pórtico del arrepentimiento, es esa senda privilegiada que lleva al corazón de Dios, que nos acoge y nos ofrece otra oportunidad, siempre que nos abramos a la verdad de la penitencia y nos dejemos transformar por su misericordia. De ella nos habla la Escritura Santa cuando refiere la actitud del Buen Pastor, que deja a las noventa y nueve ovejas que no requieren de sus cuidados y sale a buscar a la que anda errante y perdida (cf. Jn 10,1-15; Lc 15,4-7), o la del Padre bueno, que recibe a su hijo menor sin recriminaciones y con el perdón (cf. Lc 15, 11-32).
También es significativo el episodio de la mujer adúltera, a la que Jesús le dice: “Vete y en adelante no peques más” (Jn 8,11b). Aludiendo, asimismo, al Padre común, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (cf. Mt 5,45), Jesús invita a sus discípulos a ser misericordiosos, a hacer el bien a quien les hace mal, a rezar por los enemigos, a poner la otra mejilla, a no guardar rencor…” (Carta 30.V.2014)

Propósito de la enmienda: revestirse del hombre nuevo

“El hombre nuevo, «creado a imagen de Dios» (Ef 4, 24), nace en el Bautismo, donde se recibe la vida misma de Dios, que nos hace sus hijos y nos incorpora a Cristo y a su Iglesia. Esta vida nueva permite mirar la realidad con ojos distintos, sin dejarse distraer por las cosas que no cuentan y que no pueden durar mucho, por las cosas que se acaban con el tiempo. Por eso estamos llamados a abandonar los comportamientos del pecado y fijar la mirada en lo esencial.
«El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (Gaudium et spes, 35). He aquí la diferencia entre la vida deformada por el pecado y la vida iluminada de la gracia. Del corazón del hombre renovado según Dios proceden los comportamientos buenos: hablar siempre con verdad y evitar toda mentira; no robar, sino más bien compartir lo que se posee con los demás, especialmente con quien pasa necesidad; no ceder a la ira, al rencor y a la venganza, sino ser dóciles, magnánimos y dispuestos al perdón; no caer en la murmuración que arruina la buena fama de las personas, sino mirar en mayor medida el lado positivo de cada uno. Se trata de revestirnos del hombre nuevo, con estas actitudes nuevas” (Homilía 28.III.2014)

Confesar los pecados

La confesión es la actitud de quien reconoce y lamenta su culpa (...) Un modelo bíblico de confesión es el buen ladrón, al que Jesús promete el paraíso porque fue capaz de reconocer su falta: «Lo nuestro es justo, pues recibimos la paga de nuestros delitos; éste en cambio no ha cometido ningún crimen” (Lc 23, 41)». (Carta 30.V.2014)
“Hay muchos lenguajes en la vida: el lenguaje de la palabra, pero también el lenguaje de los gestos. Si una persona se acerca a mí, al confesonario, es porque siente algo que le pesa, que quiere quitarse. Quizás no sabe cómo decirlo, pero el gesto es este. Si esta persona se acerca es porque quiere cambiar, y lo dice con el gesto de acercarse” (Homilía9.II.2016).
“Vayamos al hermano, al hermano sacerdote, y hagamos esta confesión interior nuestra: la misma que hace Pablo: Yo quiero el bien, desearía ser mejor, pero usted sabe, a veces tengo esta lucha, a veces tengo esto, esto y esto... Y así como es tan concreta la salvación que nos lleva a Jesús, tan concreto es nuestro pecado” (Homilía en Santa Marta, 25.X.2013)
“Confesar nuestros pecados no es ir a una sesión psiquiátrica ni tampoco ir a una sala de tortura. Es decir al Señor: Señor, soy pecador. Pero decirlo a través del hermano, para que este decir sea también concreto; y soy pecador por esto, por esto y por esto...” (Homilía en Santa Marta, 25.X.2013).
“Los pequeños tienen una cierta sabiduría. Cuando un niño viene a confesarse, jamás dice algo general: Padre, he hecho esto, he hecho esto a mi tía, he hecho esto a la otra, al otro le he dicho esta palabra y dicen la palabra. Son concretos, tienen la sencillez de la verdad. Y nosotros tenemos siempre la tendencia a esconder la realidad de nuestras miserias. En cambio, si hay algo bello es cuando nosotros confesamos nuestros pecados como están en la presencia de Dios” (Homilía en Santa Marta, 25.X.2013).

Apostolado de la confesión

“A quienes encontraréis, podréis comunicar la alegría de recibir el perdón del Padre y de reencontrar la amistad plena con Él. Y les diréis que nuestro Padre nos espera, nuestro Padre nos perdona, es más, hace fiesta. Si tú vas a Él con toda tu vida, incluso con muchos pecados, en lugar de recriminarte hace fiesta: este es nuestro Padre. Esto debéis decirlo vosotros, decirlo a mucha gente, hoy. Quien experimenta la misericordia divina, se siente impulsado a ser artífice de misericordia entre los últimos y los pobres. En estos «hermanos más pequeños» Jesús nos espera (cf. Mt 25, 40); recibamos misericordia y demos misericordia. Vayamos a su encuentro y celebremos la Pascua en la alegría de Dios” (Homilía 28.III.2014)

No retrasar el encuentro con Jesús en este sacramento

 “Quisiera preguntaros −pero no lo digáis en voz alta, que cada uno responda en su corazón−: ¿cuándo fue la última vez que te confesaste? Cada uno piense en ello... ¿Son dos días, dos semanas, dos años, veinte años, cuarenta años? Cada uno haga cuentas, pero cada uno se pregunte: ¿cuándo fue la última vez que me confesé? Y si pasó mucho tiempo, no perder un día más, ve, que el sacerdote será bueno. Jesús está allí, y Jesús es más bueno que los sacerdotes, Jesús te recibe, te recibe con mucho amor. Sé valiente y ve a la Confesión.
Queridos amigos, celebrar el sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordemos la hermosa, hermosa parábola del hijo que se marchó de su casa con el dinero de la herencia; gastó todo el dinero, y luego, cuando ya no tenía nada, decidió volver a casa, no como hijo, sino como siervo. Tenía tanta culpa y tanta vergüenza en su corazón. La sorpresa fue que cuando comenzó a hablar, a pedir perdón, el padre no le dejó hablar, le abrazó, le besó e hizo fiesta. Pero yo os digo: cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta. Sigamos adelante por este camino. Que Dios os bendiga” (Audiencia general, 19.II.2014)

Recuerdo de una confesión que cambió su vida

“Hay un día muy importante para mí: el 21 de septiembre del ‘53. Tenía casi 17 años. Era el «Día del estudiante», para nosotros el día de primavera −para vosotros aquí es el día de otoño. Antes de acudir a la fiesta, pasé por la parroquia a la que iba, encontré a un sacerdote a quien no conocía, y sentí la necesidad de confesarme. Ésta fue para mí una experiencia de encuentro: encontré a alguien que me esperaba. Pero no sé qué pasó, no lo recuerdo, no sé por qué estaba aquel sacerdote allí, a quien no conocía, por qué había sentido ese deseo de confesarme, pero la verdad es que alguien me esperaba.
Me estaba esperando desde hacía tiempo. Después de la confesión sentí que algo había cambiado. Yo no era el mismo. Había oído justamente como una voz, una llamada: estaba convencido de que tenía que ser sacerdote. Esta experiencia en la fe es importante. Nosotros decimos que debemos buscar a Dios, ir a Él a pedir perdón, pero cuando vamos Él nos espera, ¡Él está primero! Nosotros, en español, tenemos una palabra que expresa bien esto: «El Señor siempre nos primerea», está primero, ¡nos está esperando!
Y ésta es precisamente una gracia grande: encontrar a alguien que te está esperando. Tú vas pecador, pero Él te está esperando para perdonarte. Ésta es la experiencia que los profetas de Israel describían diciendo que el Señor es como la flor del almendro, la primera flor de primavera (cf. Jer 1, 11-12). Antes de que salgan las demás flores, está él: él que espera. El Señor nos espera. Y cuando le buscamos, hallamos esta realidad: que es Él quien nos espera para acogernos, para darnos su amor. Y esto te lleva al corazón un estupor tal que no lo crees, y así va creciendo la fe. Con el encuentro con una persona, con el encuentro con el Señor” (Palabras en la Vigilia de Pentecostés, 18.V.2013).

(Selección de textos a cargo de Juan José Silvestre).
Fuente: collationes.org.