Felix María Arocena
La Semana Santa es el centro del año litúrgico: revivimos en estos días los
momentos decisivos de nuestra redención
La Iglesia nos lleva de la mano, con su sabiduría y su creatividad, del
Domingo de Ramos a la Cruz y a la Resurrección.
En el corazón del año litúrgico late el Misterio pascual, el Triduo del
Señor crucificado, muerto y resucitado. Toda la historia de la salvación gira
en torno a estos días santos, que pasaron desapercibidos para la mayor parte de
los hombres, y que ahora la Iglesia celebra «desde donde sale el sol hasta el
ocaso». Todo el año litúrgico, compendio de la historia de Dios con los
hombres, surge de la memoria que la Iglesia conserva de la horade
Jesús: cuando, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó
hasta el fin».
La Iglesia despliega en estos días su sabiduría maternal para meternos en
los momentos decisivos de nuestra redención: a poco que no ofrezcamos
resistencia, nos vemos arrastrados por el recogimiento con que la liturgia de
la Semana Santa nos introduce en la Pasión; la unción con la que nos mueve a
velar junto al Señor; el estallido de gozo que mana de la Vigilia de la
Resurrección. Muchos de los ritos que vivimos estos días echan sus raíces en
muy antiguas tradiciones; su fuerza está aquilatada por la piedad de los
cristianos y por la fe de los santos de dos milenios.
El Domingo de Ramos
El Domingo de Ramos es como el pórtico que precede y dispone al Triduo
pascual: «este umbral de la Semana Santa, tan próximo ya el momento en el que
se consumó sobre el Calvario la Redención de la humanidad entera, me parece un
tiempo particularmente apropiado para que tú y yo consideremos por qué caminos
nos ha salvado Jesús Señor Nuestro; para que contemplemos ese amor suyo
−verdaderamente inefable− a unas pobres criaturas, formadas con barro de la
tierra».
Cuando los primeros fieles escuchaban la proclamación litúrgica de los
relatos evangélicos de la Pasión y la homilía que pronunciaba el obispo, se
sabían en una situación bien distinta de la de quien asiste a una mera
representación: «para sus corazones piadosos, no había diferencia entre
escuchar lo que se había proclamado y ver lo que había sucedido». En los
relatos de la Pasión, la entrada de Jesús en Jerusalén es como la presentación
oficial que el Señor hace de sí mismo como el Mesías deseado y esperado, fuera
del cual no hay salvación. Su gesto es el del Rey salvador que viene a su casa.
De entre los suyos, unos no lo recibieron, pero otros sí, aclamándole como el Bendito que
viene en nombre del Señor.
El Señor, siempre presente y operante en la Iglesia, actualiza en la
liturgia, año tras año, esta solemne entrada en el «Domingo de Ramos en la
Pasión del Señor», como lo llama el Misal. Su mismo nombre insinúa una
duplicidad de elementos: triunfales unos, dolorosos otros. «En este día −se lee
en la rúbrica− la Iglesia recuerda la entrada de Cristo, el Señor, en Jerusalén
para consumar su Misterio pascual». Su llegada está rodeada de aclamaciones y
vítores de júbilo, aunque las muchedumbres no saben entonces hacia dónde se
dirige realmente Jesús, y se toparán con el escándalo de la Cruz. Nosotros, sin
embargo, en el tiempo de la Iglesia, sí que sabemos cuál es la dirección de los
pasos del Señor: Él entra en Jerusalén «para consumar su misterio pascual». Por
eso, para el cristiano que aclama a Jesús como Mesías en la procesión del
domingo de Ramos, no es una sorpresa encontrarse, sin solución de continuidad,
con la vertiente dolorosa de los padecimientos del Señor.
Es ilustrativo el modo en que la liturgia nos traduce este juego de
tinieblas y de luz en el designio divino: el Domingo de Ramos no reúne dos
celebraciones cerradas, yuxtapuestas. El rito de entrada de la Misa no es otro
que la procesión misma, y esta desemboca directamente en la colecta de la Misa.
«Dios todopoderoso y eterno, tú quisiste −nos dirigimos al Padre− que nuestro
Salvador se hiciese hombre y muriese en la cruz»: aquí todo habla ya de lo que
va a suceder en los días siguientes.
El Jueves Santo
El Triduo pascual comienza con la Misa vespertina de la Cena del Señor. El
Jueves Santo se encuentra entre la Cuaresma que termina y el Triduo que
comienza. El hilo conductor de toda la celebración de este día, la luz que lo
envuelve todo, es el Misterio pascual de Cristo, el corazón mismo del
acontecimiento que se actualiza en los signos sacramentales.
La acción sagrada se centra en aquella Cena en que Jesús, antes de
entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el testamento de su amor, el
Sacrificio de la Alianza eterna.
«Mientras instituía la Eucaristía, como memorial perenne de Él y de su
Pascua, puso simbólicamente este acto supremo de la Revelación a la luz de la
misericordia. En este mismo horizonte de la misericordia, Jesús vivió su pasión
y muerte, consciente del gran misterio del amor de Dios que se habría de
cumplir en la cruz». La liturgia nos introduce de un modo vivo y actual en ese
misterio de la entrega de Jesús por nuestra salvación. «Por eso me ama el
Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo
la doy libremente». El fiat del Señor que da origen a nuestra
salvación se hace presente en la celebración de la Iglesia; por eso la Colecta
no vacila en incluirnos, en presente, en la Última Cena: «Sacratissimam,
Deus, frequentantibus Cenam…», dice el latín, con su habitual capacidad de
síntesis; «nos has convocado hoy para celebrar aquella misma memorable Cena».
Este es «el día santo en que nuestro Señor Jesucristo fue entregado por
nosotros». Las palabras de Jesús, «me voy, y vuelvo a vosotros y os conviene
que me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros» nos
introducen en el misterioso vaivén entre ausencia y presencia del Señor que
preside todo el Triduo pascual y, desde él, toda la vida de la Iglesia. Por
eso, ni el Jueves Santo, ni los días que lo siguen, son sin más jornadas de
tristeza o de luto: ver así el Triduo sacro equivaldría a retroceder a la
situación de los discípulos, anterior a la Resurrección. «La alegría del Jueves
Santo arranca de ahí: de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño
por sus criaturas». Para perpetuar en el mundo este cariño
infinito que se concentra en su Pascua, en su tránsito de este mundo al Padre,
Jesús se nos entrega del todo, con su Cuerpo y su Sangre, en un nuevo memorial:
el pan y el vino, que se convierten en «pan de vida» y «bebida de salvación».
El Señor ordena que, en adelante, se haga lo mismo que acaba de hacer, en
conmemoración suya, y nace así la Pascua de la Iglesia, la Eucaristía.
Hay dos momentos de la celebración que resultan muy elocuentes, si los
vemos en su mutua relación: el lavatorio de los pies y la reserva del Santísimo
Sacramento. El lavatorio de los pies a los Doce anuncia, pocas horas antes de
la crucifixión, el amor más grande: «el de dar uno la vida por sus amigos». La
liturgia revive este gesto, que desarmó a los apóstoles, en la proclamación del
Evangelio y en la posibilidad de realizar la ablución de los pies de algunos
fieles. Al concluir la Misa, la procesión para la reserva del Santísimo
Sacramento y la adoración de los fieles revela la respuesta amorosa de la
Iglesia a aquel inclinarse humilde del Señor sobre los pies de los Apóstoles.
Ese tiempo de oración silenciosa, que se adentra en la noche, invita a
rememorar la oración sacerdotal de Jesús en el Cenáculo.
El Viernes Santo
La liturgia del Viernes Santo comienza con la postración de los sacerdotes,
en lugar del acostumbrado beso inicial. Es un gesto de especial veneración al
altar, que se halla desnudo, exento de todo, evocando al Crucificado en la hora
de la Pasión. Rompe el silencio una tierna oración en que el celebrante apela a
las misericordias de Dios −«Reminiscere miserationum tuarum, Domine»− y pide al
Padre la protección eterna que el Hijo nos ha ganado con su sangre, es decir,
dando su vida por nosotros.
Una antigua tradición reserva para este día la proclamación de la Pasión
según san Juan como momento culminante de la liturgia de la Palabra. En este
relato evangélico se alza la impresionante majestad de Cristo que «se entrega a
la muerte con la plena libertad del Amor».
El Señor responde con valentía a los que vienen a prenderle: «cuando les dijo
“Yo soy”, se echaron hacia atrás y cayeron en tierra». Más adelante le oímos responder a
Pilato: «mi reino no es de este mundo», y por eso su guardia no lucha para
liberarle. «Consummatum est»: el Señor apura hasta el final la fidelidad
a su Padre, y así vence al mundo.
Tras la proclamación de la Pasión y la oración universal, la liturgia
dirige su atención hacia el Lignum Crucis, el árbol de la Cruz: el
glorioso instrumento de la redención humana. La adoración de la santa Cruz es
un gesto de fe y una proclamación de la victoria de Jesús sobre el demonio, el
pecado y la muerte. Con Él, vencemos nosotros los cristianos, porque «esta es
la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe».
La Iglesia envuelve a la Cruz de honor y reverencia: el obispo se acerca a
besarla sin casulla y sin anillo; tras él, sigue la adoración de los
fieles, mientras los cantos celebran su carácter victorioso: «adoramos tu Cruz,
Señor, y alabamos y glorificamos tu santa Resurrección. Por el madero ha venido
la alegría al mundo» Es una misteriosa conjunción de
muerte y de vida en la que Dios quiere que nos sumerjamos: «unas veces
renovamos el gozoso impulso que llevó al Señor a Jerusalén. Otras, el dolor de
la agonía que concluyó en el Calvario... O la gloria de su triunfo sobre la
muerte y el pecado. Pero, ¡siempre!, el amor −gozoso, doloroso, glorioso− del
Corazón de Jesucristo».
El Sábado santo y la Vigilia pascual
Un texto anónimo de la antigüedad cristiana recoge, como condensado, el
misterio que la Iglesia conmemora el Sábado Santo: el descenso de Cristo a los
infiernos. «¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un
gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La
tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha
despertado a los que dormían desde antiguo». Como vemos descansar a Dios en el
Génesis al final de su obra creadora, el Señor descansa ahora de su fatiga
redentora Y es que la Pascua, que está por despuntar definitivamente en el
mundo, es «la fiesta de la nueva creación»: al Señor le ha costado la vida
devolvernos a la Vida.
«Dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a
ver»: así decía el Señor a los Apóstoles en
la víspera de su Pasión. Mientras esperamos su regreso, meditamos en su descenso
a las tinieblas de la muerte, en las que estaban todavía sumergidos aquellos
justos de la antigua Alianza Cristo, portando en su mano el signo liberador de
la Cruz, pone fin a su sueño y los introduce en la luz del nuevo
Reino: «Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo
en el abismo». Desde las abadías carolingias del siglo
VIII, se propagará por Europa la conmemoración de este gran Sábado: el día de
la espera de la Resurrección, intensamente vivida por la Madre de Jesús, de
donde proviene la devoción de la Iglesia a santa María los sábados; ahora, más
que nunca, Ella es la stella matutina, la estrella de la mañana que anuncia la
llegada del Señor: el Lucifer matutinus, el sol que viene de lo
alto, oriens ex alto.
En la noche de este gran Sábado, la Iglesia se reúne en la más solemne de
sus vigilias para celebrar la Resurrección del Esposo, incluso hasta las
primeras horas del alba. Esta celebración es el núcleo fundamental de la
liturgia cristiana a lo largo de todo el año. Una gran variedad de elementos
simbólicos expresan el paso de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida
nueva en la Resurrección del Señor: el fuego, el cirio, el agua, el incienso,
la música y las campanas…
La luz del cirio es signo de Cristo, luz del mundo, que irradia y lo inunda
todo; el fuego es el Espíritu Santo, encendido por Cristo en los corazones de
los fieles; el agua significa el paso hacia la vida nueva en Cristo, fuente de
vida; el alleluia pascual es el himno de los peregrinos en
camino hacia la Jerusalén del cielo; el pan y del vino de la Eucaristía son
prenda del banquete escatológico con el Resucitado. Mientras participamos en la
Vigilia pascual, reconocemos con la mirada de la fe que la asamblea santa es la
comunidad del Resucitado; que el tiempo es un tiempo nuevo, abierto al hoy definitivo
de Cristo glorioso: «haec est dies, quam fecit Dominus», este es el día
nuevo que ha inaugurado el Señor, el día «que no conoce ocaso».