Marzo de 2016
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis
hijas y a mis hijos!
Hace pocos días, administré el
sacramento del diaconado a seis hermanos vuestros, Agregados de la Prelatura,
que más adelante recibirán el presbiterado. Uníos a mi acción de gracias por
este don del Cielo, y pidamos a Dios que no falten —en la Iglesia y en la Obra—
ministros fieles, que se ocupen única y exclusivamente del bien de las almas.
Aprovechemos este Año de la misericordia para intensificar nuestras súplicas
por la Iglesia y el mundo, muy unidos al Papa.
«La
misericordia de Dios transforma el corazón del hombre, haciéndole experimentar
un amor fiel, y lo hace a su vez capaz de misericordia. Es siempre un milagro
el que la misericordia divina se irradie en la vida de cada uno de nosotros,
impulsándonos a amar al prójimo y animándonos a vivir lo que la tradición de la
Iglesia llama las obras de misericordia».
En el transcurso de estos meses,
examinemos cómo nuestro amor a Dios nos lleva a preocuparnos de los demás, de
su bien espiritual y material. Las obras de caridad manifiestan la verdad del
amor a Dios, como explica san Juan: si alguno dice: "Amo a
Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su
hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de
Él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame también a su hermano.
El próximo 11 de marzo, aniversario del
nacimiento de don Álvaro, recordaremos con alegría a este siervo bueno y fiel
del Señor. Si la Iglesia lo declaró bienaventurado y lo elevó a los altares, es
porque encarnó —con una fidelidad enteriza— el espíritu del Opus Dei que había
aprendido de san Josemaría. Don Álvaro nunca pretendió brillar con luz propia,
ni ponerse a la altura de nuestro Padre: ¡cuántas veces manifestó, con su
profunda y sincera humildad, que no era más que su sombra, un instrumento del
que nuestro Fundador se servía —porque así lo quiso Dios— para seguir
dirigiendo la Obra desde el Cielo!
Un detalle nos ayuda a entender esta
honda disposición de don Álvaro. Cuando, al llegar con san Josemaría a una
tertulia, alguien se ponía a su lado para acompañarle, su reacción inmediata
era decirle: ¡con el Padre, con el Padre! Ésta fue siempre su actitud:
encaminar a sus hermanas y a sus hermanos —luego, a sus hijas y a sus hijos—
hacia nuestro Fundador, que es el conducto reglamentario —así
se expresaba— para conocer, encarnar y vivir el espíritu del Opus Dei. Nunca
quiso que le equipararan a nuestro Padre, porque era consciente de que el Señor
había dispuesto todo para que san Josemaría fuese la primera y única figura que
encarnase de modo pleno el espíritu de la Obra.
De la humildad práctica de nuestro
Padre, que fue constantemente una clara enseñanza para nosotros y, lógicamente,
para don Álvaro también, deseo referir un pequeño detalle: con motivo de una de
las aprobaciones pontificias de la Obra, escuchó nuestro Fundador la noticia
que transmitía la radio vaticana. Cuando el locutor comenzó a hablar de su
persona, fue llamativo como san Josemaría se iba encogiendo sobre sí mismo,
como abochornado: era la expresión gráfica de lo que decía de sí mismo con
palabras de la liturgia, tomadas de uno de los himnos que se recitan en una
fiesta eucarística: servus pauper et humilis, yo no soy más que un
siervo pobre y humilde.
Os hablaba de practicar la caridad con
el prójimo, y deseo fijarme en algunas obras espirituales de misericordia. En
el juicio divino se nos interrogará acerca de cómo nos hemos preocupado por
aliviar las necesidades materiales del prójimo; pero también tendremos que
responder a otras preguntas: «Si ayudamos a superar la duda, que lleva a caer
en el miedo y en ocasiones es fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la
ignorancia en la que viven millones de personas (...); si fuimos capaces de
estar cercanos a quien se hallaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos
ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor o de odio que conduce a la
violencia; si tuvimos paciencia, siguiendo el ejemplo de Dios que es tan
paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración a
nuestros hermanos y hermanas».
En este elenco de obras espirituales de
misericordia, que enumera el Papa, podemos descubrir —como denominador común—
el afán de sembrar paz en los corazones. Recuerdo una ocasión en la que
preguntaron a san Josemaría sobre el sentido del saludo que los primeros
cristianos usaban entre sí, y que también seguimos en la Obra. Y ésta fue su
respuesta:Pax! No
lo decimos a voz en grito, pero procuramos llevar con nosotros la paz,
dondequiera que estemos. De modo que cuando las olas se encrespan, echamos
encima de las pasiones nuestras y de las de los demás un poquito de
comprensión, un poquito de convivencia; un poco de amor, en una palabra.
Llevamos la paz y dejamos la paz.
Pax
vobis! ¿Os acordáis? Clausis ianuis (Jn 20,
26), estaban cerradas todas las puertas, y Él se mete. Y les dice: la paz sea
con vosotros. Es eso: también en la tierra a veces nos encontramos todas las
puertas cerradas. Pero no sólo no hemos de perder la paz, sino que hemos de
darla a los demás: pax vobis.
Y añadía: ante las incomprensiones, ante las
calumnias organizadas, ante las mentiras y las difamaciones..., conservad
siempre una paz inalterable. Querría que os lo enseñara Jesucristo. Yo tuve por
maestros, primero el calor cristiano del hogar de mis padres; y después —no me
da vergüenza decirlo, porque esto no es soberbia—, al Espíritu Santo.
Bien aprendió su primer sucesor esta
lección, y por eso se esmeraba en atender las necesidades materiales y
espirituales de quienes encontraba en su camino. Muchos recordamos la bondad
con que acogía a cuantos le confiaban sus preocupaciones, la paz con que esas
personas regresaban a su quehacer habitual, después de una entrevista, quizá
breve. Verdaderamente, supo sembrar paz y alegría a su alrededor, haciendo
notar que procuraba transmitir lo que oyó a nuestro Padre; innumerables
testimonios lo confirman.
San Josemaría se refería a sus hijas e
hijos precisamente con estas palabras: sembradores de paz y de alegría; las mismas utilizadas por un antiguo documento de la Santa Sede hablando
de los miembros del Opus Dei. A todos los que desean beneficiarse de este
espíritu —sean o no fieles de la Obra—, les aconsejo que se esfuercen para
remediar las necesidades espirituales de las personas con las que se relacionan
habitualmente, o por un motivo circunstancial. Sed acogedores; mostraos en todo
momento disponibles para escuchar sus preocupaciones, ofreciéndoles el consejo
oportuno si lo piden; consolad a los que sufren a causa de la enfermedad propia
o ajena, por el fallecimiento de un ser querido, o por otros motivos, como la
falta de trabajo en las actuales circunstancias de crisis económica en muchos
países. En ocasiones, no será posible sugerirles una solución, pero nunca ha de
faltar nuestra actitud amable, y la oración y la solidaridad, compartiendo con
ellos penas y dificultades.
Escribe san Pablo: bendito sea
el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y
Dios de toda consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones,
para que también nosotros seamos capaces de consolar a los que se encuentran en
cualquier tribulación, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos
consolados por Dios.
Afirmaba san Josemaría que, cariño, lo necesitan todas las personas,
y lo necesitamos también en la Obra. Esforzaos para que, sin sensiblería,
aumente el cariño hacia vuestros hermanos. Preocupaos de que tengan la vida de
Dios, procurad siempre que cuenten con vuestra ayuda, con vuestro cariño, con
vuestra corrección fraterna. Así hemos de comportarnos con todos, pero de modo especial —porque la
caridad es ordenada— con quienes son hijos de Dios en el Opus Dei o con los que
toman parte en nuestros apostolados, y a la vez con todas las personas, pues
cada una y cada uno nos interesan.
El beato Álvaro, siguiendo las
enseñanzas de san Josemaría, comentaba que, para ser sembradores de paz
y de alegría por todos los caminos de la tierra, «debéis hacer un gran
acopio de paz en vuestro corazón. Así, de vuestra abundancia, podréis dar a los
demás hombres, comenzando por los que se encuentran más cerca de vosotros:
vuestros parientes, vuestros amigos, vuestros compañeros, vuestros conocidos».
En la segunda parte de este mes, la
liturgia nos invita a alegrarnos con diversas fiestas. En orden cronológico, la
primera es el 19 de marzo, solemnidad de san José, patrono de la Iglesia y de
la Obra, fecha en la que renovamos el compromiso de amor que nos une al Señor
en el Opus Dei. Es una jornada estupenda para pedir que aumenten, en número y
calidad, las vocaciones de entrega a Dios en el sacerdocio, en la vida
religiosa y en medio del mundo.
Inmediatamente, el 20 de marzo, comienza
la Semana Santa, que culminará el día 27 con el Domingo de Resurrección.
Tratemos de vivir con renovado empeño los últimos días de Cuaresma; así
participaremos más a fondo en el júbilo pascual.
El 28 de marzo, es el aniversario de la
ordenación sacerdotal de san Josemaría, que este año coincide con el lunes de
Pascua: un motivo más de gozo y de agradecimiento a Dios, por haber dado a la
Iglesia un santo de la categoría de nuestro Fundador, que ha abierto a
innumerables hombres y mujeres, con su correspondencia fidelísima, los caminos divinos de la tierra. Y el último día del mes recordaremos la fecha en que, por vez primera, la
Sagrada Eucaristía quedó reservada en un Centro de la Obra. Fue en la
Residencia de Ferraz, en 1935. Desde entonces, ¡cuántas gracias ha derramado el
Señor sobre el Opus Dei y sus labores apostólicas! Agradezcamos, hijas e hijos
míos, esta cercanía de Jesús, cuidando con esmero la piedad eucarística.
Sigamos rezando por el Papa, por sus
colaboradores en el gobierno de la Iglesia, por los obispos y sacerdotes del
mundo entero; para que, con un solo corazón y una sola alma, pongan todas sus
energías al servicio de todo el mundo, para la gloria de Dios.
Con todo cariño, os bendice vuestro
Padre + Javier