3/04/16

Misericordia y corrección

El Papa en la Audiencia del miércoles


Queridos hermanos y hermanas:
Hoy reflexionamos sobre la misteriosa relación que existe entre misericordia y corrección divina.
Dios se comporta con nosotros como un padre de familia, que ama a sus hijos, los socorre, los cuida, los perdona. Y que también los educa y corrige cuando se equivocan, para ayudarlos a ser responsables, a crecer en el bien y en la libertad.
La relación "padre-hijo” es figura de la alianza entre Dios y su pueblo. Esta relación se fragmenta cuando el hombre rechaza la paternidad de Dios. A causa del pecado, pretende convertir la libertad en autonomía y, dejándose llevar por el orgullo, se contrapone a él y vive en una ilusión de autosuficiencia.
Cuando el pueblo se aleja de Dios, desconfía de él y no le obedece, experimenta entonces la aflicción de la prueba. Dios la permite con vistas a la salvación, para que el pueblo pecador, sintiendo el vacío y la amargura del estar lejos de él, pueda abrirse a la conversión y al perdón. Dios habla amorosamente a la conciencia de sus hijos, para que se arrepientan y se dejen amar de nuevo por él.
La salvación es siempre un don gratuito de Dios. Pero supone la decisión de escucharlo y dejarse corregir por él. La corrección forma parte del camino de la misericordia divina. Dios perdona a su pueblo, siempre deja siempre una puerta abierta a la esperanza, Dios nunca cierra la puerta, y le indica que el camino de la salvación no es el de los sacrificios, sino la práctica del bien y la justicia.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor Jesús nos alcance la gracia de acoger el perdón y la misericordia que el Padre ofrece gratuitamente a todos, para que aprendamos a vivir como hijos suyos. Muchas gracias.
Hablando de la misericordia divina, hemos recordado muchas veces la figura del padre de familia, que ama a sus hijos, les ayuda, cuida de ellos, les perdona. Y como padre, los educa y los corrige cuando se equivocan, favoreciendo su crecimiento en el bien.
Es así como se presenta Dios en el primer capítulo del profeta Isaías, donde el Señor, como padre amoroso pero también atento y severo, se dirige a Israel acusándolo de infidelidad y corrupción, para devolverlo a la vía de la justicia. Así empieza nuestro texto: Oíd, cielos, y escucha, tierra, porque así habla el Señor: Crié hijos y los engrandecí, pero ellos se rebelaron contra mí. El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su señor, pero Israel no conoce; mi pueblo no entiende (1,2-3).
Dios, mediante el profeta, habla al pueblo con la amargura de un padre decepcionado: ha criado a sus hijos, y ahora se han rebelado contra Él. Hasta los animales son fieles a su amo y reconocen la mano que les da de comer; el pueblo en cambio, ya no reconoce a Dios, rechaza comprender. Aunque dolido, Dios deja hablar al amor, y apela a la conciencia de esos hijos degenerados para que se arrepientan y se dejen amar de nuevo. ¡Eso es lo que hace Dios! Viene a nuestro encuentro para que nos dejemos amar por Él, por nuestro Dios.
La relación padre-hijo, a la que a menudo los profetas se refieren para hablar de la alianza entre Dios y su pueblo, se desnaturaliza. La misión educativa de los padres mira a hacerles crecer en la libertad, a hacerles responsables, capaces de realizar obras de bien para sí y para los demás. En cambio, a causa del pecado, la libertad se convierte en pretexto de autonomía, pretexto de orgullo, y el orgullo lleva a la contraposición y a la ilusión de autosuficiencia.
Entonces Dios llama a su pueblo: “Habéis errado el camino”. Afectuosamente y amargamente dice “mi” pueblo. Dios nunca reniega de nosotros; somos su pueblo; el más malo de los hombres, la más mala de las mujeres, los más malos de los pueblos son sus hijos. Pero Dios es así: ¡jamás, nunca reniega de nosotros! Dice siempre: “Hijo, ven”. Y ese es el amor de nuestro Padre; esa la misericordia de Dios. Tener un padre así nos da esperanza, nos da confianza. Esa pertenencia debería vivirse en la confianza y en la obediencia, conscientes de que todo es don que viene del amor del Padre. En cambio, ahí está la vanidad, la necedad y la idolatría.
Por eso, ahora el profeta se dirige directamente a ese pueblo con palabras severas para ayudarlo a entender la gravedad de su culpa: ¡Gente pecadora, […] hijos corruptos! Han abandonado al Señor, han despreciado al Santo de Israel, le han dado la espalda (v. 4).
La consecuencia del pecado es un estado de sufrimiento, del que también el país sufre las consecuencias, devastado y reducido a un desierto, hasta el punto de que Sión −es decir, Jerusalén− se vuelve inhabitable. Donde hay rechazo de Dios, de su paternidad, ya no hay vida posible, la existencia pierde sus raíces, todo aparece pervertido y destruido. Sin embargo, hasta ese momento doloroso es en vista de la salvación. La prueba se da para que el pueblo pueda experimentar la amargura de quien abandona a Dios, y enfrentarse con el rostro desolador de una elección de muerte. El sufrimiento, consecuencia inevitable de una decisión autodestructiva, debe hacer pensar al pecador para abrirlo a la conversión y al perdón.
Y ese es el camino de la misericordia divina: Dios no nos trata según nuestras culpas (cfr. Sal 103,10). El castigo se vuelve instrumento para provocar la reflexión. Se comprende así que Dios perdona a su pueblo, da la gracia y no lo destruye todo, sino que siempre deja abierta la puerta a la esperanza. La salvación implica la decisión de escuchar y dejarse convertir, pero siempre es un don gratuito. El Señor, en su misericordia, indica una senda que no es la de los sacrificios rituales, sino más bien de la justicia. El culto se critica no porque sea inútil en sí mismo, sino porque, en vez de expresar la conversión, pretende sustituirla; y así se convierte en búsqueda de la propia justicia, creando la engañosa convicción de que sean los sacrificios los que salvan, no la misericordia divina la que perdona el pecado. Para entenderlo bien: cuando uno está enfermo va al médico; cuando uno se siente pecador va al Señor. Pero si en vez de ir al médico, va al curandero no se cura. Muchas veces no vamos al Señor, y preferimos ir por caminos equivocados, buscando fuere de Él una justificación, una justicia, una paz. Dios, dice el profeta Isaías, no quiere la sangre de toros y de corderos (v. 11), sobre todo si la oferta se hace con las manos sucias por la sangre de los hermanos (v. 15). Pienso en algunos benefactores de la Iglesia que vienen con un donativo —“Tome esta ofrenda para la Iglesia”— que es fruto de la sangre de tanta gente explotada, maltratada, esclavizada con el trabajo mal pagado. Yo diría a esa gente: “Por favor, llévate tu cheque, quémalo”. El pueblo de Dios, o sea, la Iglesia, no necesita dinero sucio, necesita corazones abiertos a la misericordia de Dios. Es necesario acercarse a Dios con loas manos purificados, evitando el mal y practicando el bien y la justicia. ¡Qué bonito cómo acaba el profeta: Dejad de hacer el mal. Aprended a hacer el bien; buscad la justicia, socorred al oprimido; haced justicia al huérfano, abogad por la viuda (vv. 16-17).
Pensad en tantos prófugos que desembarcan en Europa y no saben dónde ir. Entonces, dice el Señor, los pecados, aunque fuesen como la grana, se volverán blancos como la nieve, y cándidos como la lana, y el pueblo podrá comer lo bueno de la tierra y vivir en paz (v. 19).
Ese es el milagro del perdón de Dios; el perdón que Dios como Padre, quiere dar a su pueblo. La misericordia de Dios se ofrece a todos, y estas palabras del profeta valen hoy también para todos nosotros, llamados a vivir como hijos de Dios.