Pedro López
La libertad, o es libertad para el otro, para el que piensa diferente, o sencillamente no es libertad; y entonces hay un déficit democrático
Cuenta V. Grossman en Todo fluye que la libertad es vida, y matando la libertad, se mata la vida. A veces, da grima ver cómo se malinterpreta (¿manipula?) la libertad cívica. Quizá porque cada uno llevamos dentro un déspota que quiere arreglarlo todo de una puñetera vez. Y entonces, podría dejarse llevar por esa visión unívoca de la cosa pública, en el que no hay más que un modo de afrontar los problemas que, natural e incontrovertiblemente, es el mío.
Hay que tratar de ser lúcido para no caer en falsos dilemas, en antinomias dialécticas, que son el refugio de la pereza y del atolondramiento intelectual. Hay algunos que, en su presunción, pretenden tener más derechos que otros. Algunos laicistas, por ejemplo, se arrogan la razón para reducir a los otros, en este caso, los católicos, al silencio, bajo capa de neutralidad.
En realidad, no asiste más derecho a unos que a otros. Los no creyentes no tienen más derecho −ni tampoco menos− que los demás, ni pueden pretender imponer su visión, pues equivaldría a instaurar por la fuerza una ideología oficial. En el espacio público lo que vale son los argumentos, no las etiquetas. Hay que aceptar el debate civil; que es un derecho de todos, no una graciosa concesión de parte. Otra actitud supone una cerrazón, porque ignora los derechos democráticos de los otros, independientemente de que sean mayoría o minoría.
Se cierne, en temas educativos, un cerrojazo a la libertad de elección de centro. Se invoca que los colegios concertados no son los que han de elegir a las familias; y, en base a ese supuesto, se cierran centros, se zonifican barrios, y así la libertad se cercena: porque ahora las familias −las destinatarias y supuestas beneficiarias− ¡no pueden elegir! Lo que es francamente paradójico y me deja sumamente perplejo. En nombre de una supuesta libertad igualitaria se recorta la libertad equitativa que se dice defender. ¡Perdemos todos!
La libertad, o es libertad para el otro, para el que piensa diferente, o sencillamente no es libertad; y entonces hay un déficit democrático. Lo peor que puede pasar a un gobernante es que tenga miedo a la libertad de los ciudadanos, a la vida social. Ciertamente necesitamos transparencia, pero de mente y de corazón: ser acogedores, escuchar al otro. Y esto es más difícil que la tan reclamada transparencia económica. Sin embargo, socialmente es muy saludable. Sucede con los prejuicios lo de aquel par de borrachines que, a la salida de la taberna, le dice uno al otro: Pepe, me parece que se te está volviendo la cara borrosa.