Homilía del Papa en el estadio Meskhi de Georgia
Entre los muchos tesoros de este espléndido país destaca el gran
valor que representan las mujeres. Ellas —escribía santa Teresa del Niño
Jesús, cuya memoria celebramos hoy— «aman a Dios en número mucho mayor
que los hombres» (Manuscritos autobiográficos, Manuscrito A, VI). Aquí
en Georgia, hay muchas abuelas y madres que siguen conservando y
transmitiendo la fe, sembrada en esta tierra por santa Nino, y llevan el
agua fresca del consuelo de Dios a muchas situaciones de desierto y
conflicto.
Esto nos ayuda a comprender la belleza de lo que el Señor dice en la
primera lectura de hoy: «Como a un niño a quien su madre consuela, así
os consolaré yo» (Is 66,13). Como una madre toma sobre sí el peso y el
cansancio de sus hijos, así quiere Dios cargar con nuestros pecados e
inquietudes; él, que nos conoce y ama infinitamente, es sensible a
nuestra oración y sabe enjugar nuestras lágrimas. Cada vez que nos mira
se conmueve y se enternece con un amor entrañable, porque, más allá del
mal que podemos hacer, somos siempre sus hijos; desea tomarnos en
brazos, protegernos, librarnos de los peligros y del mal. Dejemos que
resuenen en nuestro corazón las palabras que hoy nos dirige: «Como una
madre consuela, así os consolaré yo».
El consuelo que necesitamos, en medio de las vicisitudes turbulentas
de la vida, es la presencia de Dios en el corazón. Porque su presencia
en nosotros es la fuente del verdadero consuelo, que permanece, que
libera del mal, que trae la paz y acrecienta la alegría. Por lo tanto,
si queremos ser consolados, tenemos que dejar que el Señor entre en
nuestra vida. Y para que el Señor habite establemente en nosotros, es
necesario abrirle la puerta y no dejarlo fuera. Hay que tener siempre
abiertas las puertas del consuelo porque Jesús quiere entrar por ahí:
por el Evangelio leído cada día y llevado siempre con nosotros, la
oración silenciosa y de adoración, la Confesión y la Eucaristía. A
través de estas puertas el Señor entra y hace que las cosas tengan un
sabor nuevo. Pero cuando la puerta del corazón se cierra, su luz no
llega y se queda a oscuras. Entonces nos acostumbramos al pesimismo, a
lo que no funciona bien, a las realidades que nunca cambiarán. Y
terminamos por encerrarnos dentro de nosotros mismos en la tristeza, en
los sótanos de la angustia, solos. Si, por el contrario, abrimos de par
en par las puertas del consuelo, entrará la luz del Señor.
Pero Dios no nos consuela sólo en el corazón; por medio del profeta
Isaías, añade: «En Jerusalén seréis consolados» (66,13). En Jerusalén,
en la comunidad, es decir en la ciudad de Dios: cuando estamos unidos,
cuando hay comunión entre nosotros obra el consuelo de Dios. En la
Iglesia se encuentra consuelo, la Iglesia es la casa del consuelo: aquí
Dios desea consolar. Podemos preguntarnos: Yo, que estoy en la Iglesia,
¿soy portador del consuelo de Dios? ¿Sé acoger al otro como huésped y
consolar a quien veo cansado y desilusionado? El cristiano, incluso
cuando padece aflicción y acoso, está siempre llamado a infundir
esperanza a quien está resignado, a alentar a quien está desanimado, a
llevar la luz de Jesús, el calor de su presencia y el alivio de su
perdón. Muchos sufren, experimentan pruebas e injusticias, viven
preocupados. Es necesaria la unción del corazón, el consuelo del Señor
que no elimina los problemas, pero da la fuerza del amor, que ayuda a
llevar con paz el dolor. Recibir y llevar el consuelo de Dios: esta
misión de la Iglesia es urgente. Queridos hermanos y hermanas,
sintámonos llamados a esto; no a fosilizarnos en lo que no funciona a
nuestro alrededor o a entristecernos cuando vemos algún desacuerdo entre
nosotros. No está bien que nos acostumbremos a un «microclima» eclesial
cerrado, es bueno que compartamos horizontes de esperanza amplios y
abiertos, viviendo el entusiasmo humilde de abrir las puertas y salir de
nosotros mismos.
Pero hay una condición fundamental para recibir el consuelo de Dios, y
que hoy nos recuerda su Palabra: hacerse pequeños como niños (cf. Mt
18,3-4), ser «como un niño en brazos de su madre» (Sal 130,2). Para
acoger el amor de Dios es necesaria esta pequeñez del corazón: en
efecto, sólo los pequeños pueden estar en brazos de su madre.
Quien se hace pequeño como un niño —nos dice Jesús— «es el más grande
en el reino de los cielos» (Mt 18,4). La verdadera grandeza del hombre
consiste en hacerse pequeño ante Dios. Porque a Dios no se le conoce con
elevados pensamientos y muchos estudios, sino con la pequeñez de un
corazón humilde y confiado. Para ser grande ante el Altísimo no es
necesario acumular honores y prestigios, bienes y éxitos terrenales,
sino vaciarse de sí mismo. El niño es precisamente aquel que no tiene
nada que dar y todo que recibir. Es frágil, depende del papá y de la
mamá. Quien se hace pequeño como un niño se hace pobre de sí mismo, pero
rico de Dios.
Los niños, que no tienen problemas para comprender a Dios, tienen
mucho que enseñarnos: nos dicen que él realiza cosas grandes en quien no
le ofrece resistencia, en quien es simple y sincero, sin dobleces. Nos
lo muestra el Evangelio, donde se realizan grandes maravillas con
pequeñas cosas: con unos pocos panes y dos peces (cf. Mt 14,15-20), con
un grano de mostaza (cf. Mc 4,30-32), con el grano de trigo que cae en
tierra y muere (cf. Jn 12,24), con un solo vaso de agua ofrecido (cf. Mt
10,42), con dos pequeñas monedas de una viuda pobre (cf. Lc 21, 1-4),
con la humildad de María, la esclava del Señor (cf. Lc 1,46-55).
He aquí la sorprendente grandeza de Dios, un Dios lleno de sorpresas y
que ama las sorpresas: nunca perdamos el deseo y la confianza en las
sorpresas de Dios. Nos hará bien recordar que somos, siempre y ante
todo, hijos suyos: no dueños de la vida, sino hijos del Padre; no
adultos autónomos y autosuficientes, sino niños que necesitan ser
siempre llevados en brazos, recibir amor y perdón. Dichosa las
comunidades cristianas que viven esta genuina sencillez evangélica.
Pobres de recursos, pero ricas de Dios. Dichosos los pastores que no se
apuntan a la lógica del éxito mundano, sino que siguen la ley del amor:
la acogida, la escucha y el servicio. Dichosa la Iglesia que no cede a
los criterios del funcionalismo y de la eficiencia organizativa y no
presta atención a su imagen. Pequeño y amado rebaño de Georgia, que
tanto te dedicas a la caridad y a la formación, acoge el aliento que te
infunde el Buen Pastor, confíate a Aquel que te lleva sobre sus hombros y
te consuela.
Quisiera resumir estas ideas con algunas palabras de santa Teresa del
Niño Jesús, a quien recordamos hoy. Ella nos señala su «pequeño camino»
hacia Dios, «el abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos
de su padre», porque «Jesús no pide grandes hazañas, sino únicamente
abandono y gratitud» (Manuscritos autobiográficos, Manuscrito B).
Lamentablemente –como escribía entonces, y ocurre también hoy–, Dios
encuentra «pocos corazones que se entreguen a él sin reservas, que
comprendan toda la ternura de su amor infinito» (ibíd.). La joven santa y
Doctora de la Iglesia, por el contrario, era experta en la «ciencia del
Amor» (ibíd.), y nos enseña que «la caridad perfecta consiste en
soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus debilidades,
en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les veamos
practicar»; nos recuerda también que «la caridad no debe quedarse
encerrada en el fondo del corazón» (Manuscrito C). Pidamos hoy, todos
juntos, la gracia de un corazón sencillo, que cree y vive en la fuerza
bondadosa del amor, pidamos vivir con la serena y total confianza en la
misericordia de Dios.