10/20/09

Discurso del Papa al nuevo jefe de la Delegación europea ante la Santa Sede


Al recibir sus Cartas credenciales el día 19


Señor Embajador,
Estoy contento de recibirle, Excelencia, y de acreditarle como Representante de la Comisión de las Comunidades Europeas ante la Santa Sede. Le agradecería que expresara a S.E. El señor José Manuel Barroso, que acaba de ser reelegido como jefe de la Comisión, mis votos cordiales hacia su persona y por el nuevo mandato que se le ha confiado, y también hacia todos sus colaboradores.
Este año Europa conmemora el vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín. He querido honrar de modo particular este acontecimiento viajando a la República Checa. En esa tierra probada por el yugo de una dolorosa ideología, pude dar gracias por el don de la libertad recuperada que ha permitido al continente europeo de volver a encontrar su integridad y su unidad.
Usted, señor Embajador, ha definido a la Unión Europea como “un área de paz y de estabilidad que reúne a veintisiete Estados con los mismos valores fundamentales”. Es una definición feliz. Y sin embargo es justo observar que la Unión Europea no se ha dotado de estos valores, sino que más bien han sido estos valores compartidos los que la han hecho nacer, y ser la fuerza de gravedad que ha atraído hacia el núcleo de los países fundadores a las diversas naciones que sucesivamente se han adherido a ella, en el transcurso del tiempo. Estos valores son el fruto de una larga y tortuosa historia en la cual, nadie puede negarlo, el cristianismo ha tenido un papel de primer plano. La igual dignidad de todos los seres humanos, la libertad del acto de fe como raíz de las demás libertades civiles, la paz como elemento decisivo del bien común, el desarrollo humano, intelectual, social y económico – en cuanto vocación divina (cfr. Caritas in veritate, nn. 16-19) y el sentido de la historia que de él se deriva, son otros tantos elementos centrales de la Revelación cristiana que siguen modelando la civilización europea.
Cuando la Iglesia recuerda las raíces cristianas de Europa, no está buscando un estatuto privilegiado para sí misma. Ésta quiere hacer memoria histórica recordando en primer lugar una verdad – cada vez más relegada al silencio – es decir, a la inspiración decididamente cristiana de los Padres fundadores de la Unión Europea. A nivel más profundo, ésta desea mostrar también que la base de los valores procede sobre todo de la herencia cristiana que sigue alimentándola aún hoy.
Estos valores comunes no constituyen un agregado anárquico o aleatorio, sino que forman un conjunto coherente que se ordena y articula, históricamente, a partir de una visión antropológica precisa. ¿Puede Europa omitir el principio orgánico original de estos valores que han revelado al hombre al mismo tiempo su eminente dignidad y el hecho de que su vocación personal lo abre a todos los demás hombres, con los que está llamado a constituir una sola familia? Dejarse llevar por este olvido ¿no significa exponerse al riesgo de ver estos grandes y bellos valores entrar en competición o en conflicto unos con otros? Aún más, ¿no corren el riesgo estos valores de ser instrumentalizados por individuos y grupos de presión deseosos de hacer valer intereses particulares en detrimento de un proyecto colectivo ambicioso – que esperan los europeos – que se preocupe por el bien común de los habitantes del Continente y del mundo entero? Este riesgo hay fue percibido y denunciado por numerosos observadores que pertenecen a horizontes muy distintos. Es importante que Europa no permita que su modelo de civilización se desmorone, trozo a trozo. Su impulso original no debe ser sofocado por el individualismo o el utilitarismo.
Los inmensos recursos intelectuales, culturales y económicos del continente seguirán dando fruto si siguen siendo fecundados por la visión trascendente de la persona humana, que constituye el tesoro más precioso de la herencia europea. Esta tradición humanista, en la que se reconocen tantas familias de pensamientos a veces muy distintos, hace a Europa capaz de afrontar los desafíos del mañana y de responder a las expectativas de la población. Se trata principalmente de la búsqueda del equilibrio justo y delicado entre eficiencia económica y exigencias sociales, de la salvaguarda del medio ambiente, y sobre todo del apoyo indispensable y necesario a la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural, y a la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer. Europa será realmente ella misma sólo si sabrá conservar la originalidad que ha constituido su grandeza y que es capaz de hacer de ella, en el futuro, uno de los actores principales en la promoción del desarrollo integral de las personas, que la Iglesia católica considera como el único camino capaz de poner remedio a los desequilibrios presentes en nuestro mundo.
Por todos estos motivos, señor Embajador, la Santa Sede sigue con respeto y gran atención la actividad de las Instituciones europeas, augurando que éstas, con su trabajo y creatividad, honren a la Europa que, más que un continente, es una “casa espiritual”(cfr. Discurso a las Autoridades civiles y al Cuerpo Diplomático, Praga, 26 de septiembre de 2009). La Iglesia desea “acompañar” la construcción de la Unión Europea. Por esto se permite recordarle cuáles son los valores fundamentales y constitutivos de la sociedad europea, para que puedan ser promovidos para el bien de todos.
Mientras comienza su misión ante la Santa Sede, deseo reafirmarle mi satisfacción por las excelentes relaciones que mantienen la Comunidad Europea y la Santa Sede, y le formulo, señor Embajador, mis mejores votos por el buen desarrollo de su noble tarea. Esté seguro de encontrar en mis colaboradores la acogida y la comprensión de que pueda tener necesidad.
Sobre usted, Excelencia, sobre su familia y sobre sus colaboradores, invoco de todo corazón la abundancia de las Bendiciones divinas.