10/05/09

Europa necesita la unidad de los cristianos


Discurso del Papa al encuentro ecuménico en Praga



Señores cardenales; excelencias; hermanos y hermanas en Cristo:
Doy gracias al Señor omnipotente por la oportunidad que me brinda de encontrarme con vosotros, los representantes de las distintas comunidades cristianas de este país. Agradezco al doctor Cerný, presidente del Consejo mundial de Iglesias en la República Checa, las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido en vuestro nombre. Queridos amigos, Europa sigue estando sometida a muchos cambios. Es difícil creer que han pasado sólo dos decenios desde que la caída de los anteriores regímenes puso en marcha una difícil pero provechosa transición hacia estructuras políticas más participativas. En este período, los cristianos se han unido a otros hombres de buena voluntad para ayudar a reconstruir un orden político justo, y siguen comprometidos en el diálogo para abrir nuevos caminos hacia el entendimiento mutuo, la colaboración con vistas a la paz y el progreso del bien común.
A pesar de ello, están emergiendo, con formas nuevas, algunos intentos de marginar el influjo del cristianismo en la vida pública, a veces bajo el pretexto de que sus enseñanzas son perjudiciales para el bienestar de la sociedad. Este fenómeno nos impulsa a detenernos a reflexionar. Como sugerí en mi encíclica sobre la esperanza cristiana, la separación artificial del Evangelio de la vida intelectual y pública debería impulsarnos a comprometernos en una recíproca "autocrítica de la edad moderna" y "autocrítica del cristianismo moderno", especialmente por lo que atañe a la esperanza que pueden ofrecer a la humanidad (cf. Spe salvi, 22). Podemos preguntarnos: ¿qué tiene que decir hoy el Evangelio a la República Checa y, más en general, a toda Europa, en un tiempo marcado por la proliferación de distintas concepciones del mundo?
El cristianismo tiene mucho que ofrecer en el ámbito práctico y moral, pues el Evangelio nunca deja de inspirar a hombres y mujeres a ponerse al servicio de sus hermanos y hermanas. Pocos podrían negarlo. Sin embargo, quienes fijan la mirada en Jesús de Nazaret con ojos de fe saben que Dios ofrece una realidad más profunda y, sin embargo, inseparable de la "economía" de la caridad operante en este mundo (cf. Caritas in veritate, 2): él ofrece la salvación.
El término "salvación" encierra muchos significados, pero expresa algo fundamental y universal del anhelo humano de felicidad y plenitud. Alude al deseo ardiente de reconciliación y comunión que brota espontáneamente en lo más profundo del espíritu humano. Es la verdad central del Evangelio y el objetivo hacia el que se dirige todo esfuerzo de evangelización y de solicitud pastoral. Y es el criterio según el cual se guían siempre los cristianos en su esfuerzo por sanar las heridas de las divisiones del pasado. Con ese fin -como ha notado el doctor Cerný- la Santa Sede organizó en 1999 un Congreso internacional sobre Jan Hus para facilitar el debate sobre la compleja y turbulenta historia religiosa en este país y más en general en Europa (cf. Juan Pablo ii, Discurso al Congreso internacional sobre Jan Hus, 1999: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de diciembre de 1999, p. 6). Rezo a fin de que esas iniciativas ecuménicas den fruto no sólo para proseguir el camino de la unidad de los cristianos, sino también para el bien de toda la sociedad europea. Nos infunde confianza saber que el anuncio, por parte de la Iglesia, de la salvación en Jesucristo es siempre antiguo y siempre nuevo, impregnado de la sabiduría del pasado y lleno de esperanza para el futuro. Cuando Europa escucha la historia del cristianismo, escucha su propia historia. Sus nociones de justicia, libertad y responsabilidad social, juntamente con las instituciones culturales y jurídicas creadas para defender estas ideas y transmitirlas a las futuras generaciones, están plasmadas por su herencia cristiana. En verdad, la memoria del pasado anima sus aspiraciones para el futuro. De hecho, precisamente por eso los cristianos acuden al ejemplo de figuras como san Adalberto y santa Inés de Bohemia. Su compromiso por difundir el Evangelio se fundaba en la convicción de que los cristianos no deben replegarse en sí mismos, temerosos del mundo, sino más bien compartir con confianza el tesoro de verdades que les ha sido confiado. Del mismo modo los cristianos de hoy, abriéndose a la situación actual y reconociendo todo lo que hay de bueno en la sociedad, deben tener la valentía de invitar a hombres y mujeres a la conversión radical que deriva del encuentro con Cristo e introduce en una nueva vida de gracia. Desde esta perspectiva, comprendemos más claramente por qué los cristianos tienen el deber de unirse a otros para recordar a Europa sus raíces. No es porque estas raíces se hayan marchitado desde hace tiempo. Al contrario. Es porque siguen proporcionando al continente -de manera tenue pero al mismo tiempo fecunda- el apoyo espiritual y moral que permite entablar un diálogo significativo con personas de otras culturas y religiones. Precisamente porque el Evangelio no es una ideología, no pretende bloquear dentro de esquemas rígidos las realidades sociopolíticas que evolucionan. Más bien, trasciende las vicisitudes de este mundo y arroja nueva luz sobre la dignidad de la persona humana en cada época. Queridos amigos, pidamos al Señor que infunda en nosotros un espíritu de valentía para compartir las eternas verdades salvíficas que han plasmado, y seguirán plasmando, el progreso social y cultural de este continente. La salvación llevada a cabo por Jesús con su pasión, muerte, resurrección y ascensión al cielo, no sólo nos transforma a los que creemos en él, sino que también nos impulsa a compartir esta buena nueva con otros. Que nuestra capacidad de conocer la verdad enseñada por Jesucristo, iluminada por los dones del Espíritu de conocimiento, sabiduría e inteligencia (cf. Is 11, 1-2; Ex 35, 31) nos impulse a trabajar incansablemente en favor de la unidad que él desea para todos sus hijos renacidos en el Bautismo, más aún, para todo el género humano. Con estos sentimientos y con afecto fraterno hacia vosotros y hacia los miembros de vuestras respectivas comunidades, os expreso mi profundo agradecimiento y os encomiendo a Dios omnipotente, que es nuestra fortaleza, nuestro refugio y nuestra liberación (cf. Sal 144, 2). Amén.