10/25/09

“¡Iglesia en África, levántate, no estás sola!”


Homilía del Papa en la Clausura del Sínodo



Venerados hermanos,
Queridos hermanos y hermanas
He aquí un mensaje de esperanza para África: lo hemos escuchado ahora de la Palabra de Dios. Es el mensaje que el Señor de la historia no se cansa de renovar para la humanidad oprimida y abrumada de cada época y de cada tierra, desde que reveló a Moisés su voluntad sobre los israelitas esclavos en Egipto: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto; he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para subirlo de esta tierra a una tierra que mana leche y miel” (Ex 3,7-8). ¿Cuál es esta tierra? ¿No es quizás el Reino de la reconciliación, de la justicia y de la paz, al que está llamado la humanidad entera? El designio de Dios no cambia. Es lo mismo que fue profetizado por Jeremías, en los magníficos oráculos denominados “Libro de la consolación”, del que hoy se toma la primera lectura. Es un anuncio de esperanza para el pueblo de Israel, postrado por la invasión del ejército de Nabucodonosor, por la devastación del Jerusalén y del Templo y por la deportación a Babilonia. Un mensaje de alegría para el “resto” de los hijos de Jacob, que anuncia un futuro para ellos, porque el Señor los volverá a conducir a su tierra, a través de un camino derecho y fácil. Las personas necesitadas de apoyo, como el ciego y el cojo, la mujer embarazada y la parturienta, experimentarán la fuerza y la ternura del Señor: Él es un padre para Israel, dispuesto a cuidar de ellos como del primogénito (cfr Jr 31,7-9).
El designio de Dios no cambia. A través de los siglos y de las vueltas de la historia, Él apunta siempre hacia la misma meta: el Reino de la libertad y de la paz para todos. Y esto implica su predilección para cuantos están privados de libertad y de paz, por cuantos han visto violada su propia dignidad de seres humanos. Pensemos en particular en los hermanos y hermanas que África sufren pobreza, enfermedades, injusticias, guerras y violencias, migraciones forzadas. Estos hijos predilectos del Padre celestial son como el ciego del Evangelio, Bartimeo, que mendigaba “sentado junto al camino” (Mc 10,46), a las puertas de Jericó. Precisamente por ese camino pasa Jesús Nazareno. Es el camino que conduce a Jerusalén, donde se consumará la Pascua, su Pascua sacrificial, a la que el Mesías va por nosotros. Es el camino de su éxodo que es también el nuestro: el único camino que conduce a la tierra de la reconciliación, de la justicia y de la paz. En ese camino el Señor encuentra a Bartimeo, que ha perdido la vista. Sus caminos se cruzan, se convierten en un único camino. “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!”, grita el ciego con confianza. Replica Jesús: “¡Llamadlo!”, y añade: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Dios es luz y creador de la luz. El hombre es hijo de la luz, hecho para ver la luz, pero ha perdido la vista, y se encuentra obligado a mendigar. Junto a él pasa el Señor, que se ha hecho mendigo por nosotros: sediento de nuestra fe y de nuestro amor. “¿Qué quieres que haga por ti?”. Dios lo sabe, pero pregunta; quiere que sea el hombre quien hable. Quiere que el hombre se alce en pie, que encuentre el valor de pedir lo que le corresponde por su dignidad. El Padre quiere oír de la viva voz del hijo la libre voluntad de ver de nuevo la luz, esa luz para la que lo ha creado. “Rabbuní, ¡que vea!”. Y Jesús a él: “Vete, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista y le seguía por el camino”(Mc 10,51-52).
Queridos hermanos, demos gracias porque este “misterioso encuentro entre nuestra pobreza y la grandeza” de Dios se ha realizado también en la Asamblea sinodal para África que hoy concluye. Dios ha renovado su llamada: “¡Ánimo! ¡Levántate!” (Mc 10,49). Y también la Iglesia que está en África, a través de sus pastores, llegados de todos los países del continente, de Madagascar y de las demás islas, ha acogido el mensaje de esperanza y la luz para caminar en el camino que conduce al Reino de Dios. “Vete, tu fe te ha salvado” (Mc 10,52). Sí, la fe en Jesucristo – cuando es bien entendida y practicada – guía a los hombres y a los pueblos a la libertad en la verdad, o, por usar las tres palabras del tema sinodal, a la reconciliación, a la justicia y a la paz. Bartimeo que, curado, seguía a Jesús por el camino, es imagen de la humanidad que, iluminada por la fe, se pone en camino hacia la tierra prometida. Bartimeo se convierte a su vez en testigo de la luz, contando y demostrando en primera persona haber sido curado, renovado, regenerado. Esto es la Iglesia en el mundo: comunidad de personas reconciliadas, operadoras de justicia y de paz; “sal y luz” en medio de la sociedad de los hombres y de las naciones. Por eso el Sínodo ha reafirmado con fuerza – y lo ha manifestado – que la Iglesia es Familia de Dios, en la que no pueden subsistir divisiones de tipo étnico, lingüístico o cultural. Testimonios conmovedores nos han mostrado que, incluso en los momentos más oscuros de la historia humana, el Espíritu Santo opera y transforma los corazones de las víctimas y de los perseguidores para que se reconozcan hermanos. La Iglesia reconciliada es una potente levadura de reconciliación en cada país y en todo el continente africano.
La segunda carta nos ofrece una ulterior perspectiva: la Iglesia, comunidad que sigue a Cristo en el camino del amor, tiene una forma sacerdotal. La categoría del sacerdocio, como clave interpretativa del misterio de Cristo y, en consecuencia, de la Iglesia, fue introducida en el Nuevo Testamento por el Autor de la Carta a los Hebreros. Su intuición parte del Salmo 110, citado en el pasaje de hoy, donde el Señor Dios, con solemne juramento, asegura al Mesías: “Tu eres por siempre sacerdote, según la orden de Melquisedec” (v. 4). Referencia que recuerda otra, tomada del Salmo 2, en el que el Mesías anuncia el decreto del Señor que dice de él: “Tu eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (v. 7). De estos textos deriva la atribución a Jesucristo del carácter sacerdotal, no en sentido genérico, sino más bien “según la orden de Melquisedec”, es decir, el sacerdocio sumo y eterno, de origen no humano sino divino. Si cada sumo sacerdote “es tomado de entre los hombres y está puesto entre los hombres en lo que se refiere a Dios” (Hb 5,1), solo Él, el Cristo, el Hijo de Dios, posee un sacerdocio que se identifica con su misma Persona, un sacerdocio singular y trascendente, del que depende la salvación universal. Este sacerdocio suyo Cristo lo ha transmitido a la Iglesia mediante el Espíritu Santo; por tanto la Iglesia tiene en sí misma, en cada miembro, por la fuerza del Bautismo, un carácter sacerdotal. Pero – aquí hay un aspecto decisivo – el sacerdocio de Jesucristo no es ya ante todo ritual, sino existencial. La dimensión del rito no es abolida pero, como aparece claramente en la institución de la Eucaristía, toma el significado desde el Misterio pascual, que lleva a cumplimiento los sacrificios antiguos y los supera. Nacen así al mismo tiempo un nuevo sacrificio, un nuevo sacerdocio y también un nuevo templo, y los tres coinciden con el Misterio de Jesucristo. Unida a Él mediante los Sacramentos, la Iglesia prolonga su acción salvífica, permitiendo a los hombres ser curados mediante la fe, como el ciego Bartimeo. Así la comunidad eclesial, tras las huellas de su Maestro y Señor, está llamada a recorrer decididamente el camino del servicio, a compartir hasta el fondo la condición de los hombres y las mujeres de su tiempo, para testimoniar a todos el amor de Dios y así sembrar esperanza.
Queridos amigos, este mensaje de salvación la Iglesia lo transmite conjugando siempre la evangelización y la promoción humana. Tomemos por ejemplo la histórica Encíclica Populorum progressio: es lo que el Siervo de Dios Pablo VI elaboró en términos de reflexión, los misioneros lo ha realizado y siguen realizando sobre el terreno, promoviendo un desarrollo respetuoso de las culturas locales y del medio ambiente, según una lógica que ahora, después de más de 40 años, parece la única en grado de hacer salir a los pueblos de la esclavitud del hambre y de las enfermedades. Esto significa transmitir el anuncio de esperanza según una “forma sacerdotal”, es decir, viviendo en primera persona el Evangelio, intentando traducirlo en proyectos y realizaciones coherentes con el principio dinámico fundamental, que es el amor. En estas tres semanas, la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos ha confirmado lo que mi venerado predecesor Juan Pablo II habían ya puesto en evidencia, y que he querido profundizar yo también en la reciente encíclica Caritas in veritate: es necesario renovar el modelo de desarrollo global, de modo que sea capaz de “incluir a todos los pueblos y no solamente a los adecuadamente preparados” (n. 39). Cuanto la doctrina social de la Iglesia ha siempre sostenido a partir de su visión del hombre y de la sociedad, hoy lo requiere también la globalización (cfr ibid.). Esta – es necesario recordar – no hay que entenderla de forma fatalista como si sus dinámicas fuesen producidas por fuerzas anónimas impersonales e independientes de la voluntad humana. La globalización es una realidad humana y como tal modificable según una u otra visión cultural. La Iglesia trabaja con su concepción personalista y comunitaria, para orientar el proceso en términos de relacionalidad, de fraternidad y de participación (cfr ibid., n. 42).
“¡Ánimo, levántate!". Así hoy el Señor de la vida y de la esperanza se dirige a la Iglesia a las poblaciones africanas, al término de estas semanas de reflexión sinodal. Levántate, Iglesia en África, familia de Dios, porque te llama el Padre celestial a quien tus antepasados invocaban como Creador, antes de conocer su cercanía misteriosa, que se ha revelado en su Hijo unigénito, Jesucristo. Emprende tu camino de una nueva evangelización con el valor que procede del Espíritu Santo. La urgente acción evangelizadora, de la que mucho se ha hablado en estos días, comporta también un fuerte llamamiento a la reconciliación, condición indispensable para instaurar en África relaciones de justicia entre los hombres para construir una paz justa y duradera en el respeto de cada individuo y de cada pueblo; una paz que necesita y que se abre a la aportación de todas las personas de buena voluntad más allá de sus respectivas pertenencias religiosas, étnicas, lingüísticas, culturales y sociales. En esta comprometida misión tu, Iglesia peregrina en el África del tercer milenio, no estás sola. Te está cercana con la oración y la solidaridad di facto toda la Iglesia católica, y desde el cielo te acompañan los santos y las santas africanas que, con la vida a veces hasta el martirio, han dado testimonio de plena fidelidad a Cristo.
¡Ánimo! Levántate, Continente africano, tierra que acogió al Salvador del mundo cuando de niño tuvo que refugiarse con José y María en Egipto para salvar su vida de la persecución del rey Herodes. Acoge con renovado entusiasmo el anuncio del Evangelio para que el rostro de Cristo pueda iluminar con su esplendor las múltiples culturas y lenguajes de tus poblaciones. Mientras ofrece el pan de la Palabra y de la Eucaristía, la Iglesia se empeña en obrar, con todo medio disponible, para que a ningún africano falte el pan cotidiano. Por esto, junto a la obra de primaria urgencia de la evangelización, los cristianos intervienen activamente en la promoción humana.
Queridos Padres sinodales, al término de estas reflexiones mías, deseo dirigiros mi saludo más cordial, agradeciéndoos por vuestra edificante participación. Volviendo a casa vosotros, pastores de la Iglesia en África, llevad mi bendición a vuestras comunidades. Transmitid al pueblo el llamamiento que ha resonado tan a menudo en este Sínodo a la reconciliación, la justicia y la paz. Mientras concluye la Asamblea sinodal no puedo dejar de renovar mi vivo reconocimiento al Secretario general del Sínodo de los Obispos y a todos sus colaboradores. Un grato pensamiento expreso a los coros de la comunidad nigeriana de Roma y del Colegio Etíope, que contribuyen a la animación de esta liturgia. Y finalmente quiero agradecer a cuantos han acompañado los trabajos sinodales con la oración. La Virgen María os recompense a todos y cada uno y obtenga a la Iglesia en África crecer en todas partes de ese gran continente, difundiendo por todas partes la “sal” y la “luz” del Evangelio.