Jaime Nubiola
De sus palabras finales destacaré cómo nos animó a todos los que trabajamos en la Universidad a algo aparentemente tan sencillo como es sonreír siempre, aunque estemos cansados y no nos apetezca
En estos días he tenido ocasión de escuchar a Mons. Fernando Ocáriz, nuevo Gran Canciller de mi Universidad, y he quedado del todo cautivado por su amable sencillez. El viernes por la mañana en el acto académico en homenaje a su predecesor, Mons. Javier Echevarría, hubo hermosos discursos y sentidas palabras. Sin embargo, a mí, más que lo que allí se dijo, me impresionó sobre todo el sencillo ademán de don Fernando pidiendo −al entrar en el salón de actos del Museo− que no se le aplaudiera. El Gran Canciller hacía su entrada por primera vez en un imponente salón de actos abarrotado por 800 profesores y directivos de la Universidad que le recibían con un cerrado aplauso. En aquel gesto el prelado del Opus Dei expresaba con enorme sencillez y naturalidad su personal convicción de que no lo merecía.
Por la tarde, pude asistir a un gratísimo encuentro con los profesores de las Facultades de estudios eclesiásticos con ocasión del 50 aniversario de la Facultad de Teología. De las palabras de Mons. Ocáriz −que hizo en su día el doctorado en aquella Facultad− destacaré las primeras que pronunció tras agradecer la invitación. Recordando a san Josemaría, decía que “la teología se estudia bien cuando la materia de estudio se hace materia de oración”. Urgía a los profesores a que la teología que investigan y enseñan no fuera algo al margen de la vida de cada uno. Si lo que se enseña sale del alma −venía a decir− eso llega a los alumnos. Quizá me impactaron más esas palabras por ser las primeras, pero también porque una y otra vez defiendo eso mismo para los profesores de filosofía: una filosofía desgajada de la vida pierde su sentido, no sería más que un artificio académico que a estas alturas del siglo XXI es un lujo que no podemos permitirnos.
En la mañana del sábado hubo un encuentro de más de tres mil personas del ámbito universitario, amigos y conocidos en el Edificio Polideportivo. Se le veía emocionado a don Fernando ante aquel enorme auditorio. Me llamó la atención que comenzó hablando de la memorable homilía de san Josemaría en el campus de la Universidad de Navarra en octubre de 1967 en la que invitaba a descubrir ese algo divino que está escondido en las circunstancias de la vida ordinaria.
Mons. Ocáriz añadió casi incidentalmente que había que encontrar a Dios también en las circunstancias extraordinarias. Mi recuerdo voló de inmediato al testimonio de Celia que hace poco más de un mes había encontrado un nuevo sentido a su vida en un tremendo accidente atropellada por un camión. Gracias a Dios, se está recuperando a buen ritmo y pudo asistir también a esta tertulia y saludar personalmente al prelado del Opus Dei.
El encuentro −que duró casi una hora− se nos pasó a todos volando, con simpáticas intervenciones de unos y de otros, y con respuestas sobrenaturales y sencillas del Gran Canciller. De sus palabras finales destacaré cómo nos animó a todos los que trabajamos en la Universidad a algo aparentemente tan sencillo como es sonreír siempre, aunque estemos cansados y no nos apetezca.
Cuánta sabiduría destilaban todas las palabras de don Fernando, llenas de serenidad y de llaneza. Por el contrario, en nuestra sociedad mediática cuántas veces se impone un glamour del todo artificial, un brillo que de lejos atrae, pero que, en cambio, de cerca más bien repele. La imagen final que me queda de Mons. Ocáriz es la de una persona muy sobrenatural, de mucha fe, lleno de una serena sabiduría y a la vez con una maravillosa sencillez y cercanía.