1/09/18

“¿Somos conscientes del don del Bautismo?”

Padre Antonio Rivero L.C.

Textos: Is 42, 1-4.6-7; Act 10, 34-38; Mc 1, 7-11
Idea principal: Cristo en su bautismo purificó las aguas, las santificó y las fecundó, para que en esas aguas naciésemos como hijos de la Iglesia, santos y regenerados, pues estábamos muertos por el pecado.
Síntesis del mensaje: Celebramos una nueva manifestación de Jesús en el río Jordán. Cristo es el nuevo Noé que se sumerge en estas aguas, que recuerdan a las del diluvio, para anegar en ellas nuestros pecados; y, como Noé después del diluvio, también Él recibe la paloma divina que anuncia la paz y la salvación para los hombres. Y con este día cerramos el ciclo de Navidad y abrimos el Tiempo Ordinario que precederá a la Cuaresma.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, en este día del Bautismo, Jesús vio que los cielos “se abrían”. Porque los cielos a raíz del pecado original estaban cerrados para nosotros. Hoy se abren para indicar que en Cristo el cielo se ha reconciliado con la tierra, que ya no hay sino un solo rebaño formado por ángeles y hombres, y un solo pastor de todos, que las clausuradas puertas del Paraíso se han abierto para los pecadores arrepentidos. Del Niño recién nacido pasamos al Profeta y Maestro que nos ha envidado Dios y que va a comenzar su misión. Y en nuestro bautismo, Cristo nos incorpora también a nosotros en su misión.
En segundo lugar, ¿por qué Cristo quiso ser bautizado? No para ser purificado de sus pecados, Él, que era la pureza original. Si Cristo descendió al Jordán fue para purificar las aguas, para comunicarles su propia pureza, de tal modo que en adelante esas aguas fuesen capaces de purificar a los hombres mediante el bautismo. El calor del cuerpo vivo de Cristo puesto en contacto con las aguas hizo a éstas aptas para limpiar no sólo el exterior de los cuerpos –que es su virtualidad natural-, sino también lo más recóndito de las almas, el pecado. Al penetrar, pues, Jesús en el Jordán, las aguas de este río, y la de todos los ríos, todas las aguas del mundo, se hicieron aptas para el orden sacramental. Ya no serán tan sólo “aguas de la tierra”, serán también “olas de Cristo”. El Cristo que se sumerge en el Jordán es el Cordero que carga los pecados y que quita los pecados. Por eso, el Bautismo del Jordán anticipa en figura  a la Cruz, que está en el telón de fondo de aquel episodio. A partir  de hoy comienza para Cristo la ruda ascensión al Calvario. Y ya clavado en la cruz, de su costado brotó sangre y agua. El bautismo es fruto de la Pascua.
Finalmente, desde este día Cristo fecundó las aguas, es decir, el agua no sólo quedaría limpia sino que además se convertiría en el seno materno de la Iglesia hecha fecunda. Esposo y Esposa son, en el Jordán, “una sola carne”. Cristo, en su Bautismo, purificó, pues, a la Iglesia, pero para unírsela a Él en esponsales. Es, ni más ni menos, lo que dice san Pablo en su epístola a los efesios: “Maridos, amad a vuestra esposa, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 25). El bautismo en el Jordán es así el baño nupcial gracias al cual la Esposa-Iglesia recibió la última preparación antes de ser presentada al Esposo. Desposándose el Señor con la Iglesia en el Jordán, dejó en el agua el germen de su fecundidad para hacer del agua el seno de la Iglesia-Esposa. A lo largo de los siglos, de las aguas del Bautismo –seno virginal de la Madre Iglesia- incesantemente nacerán nuevos hijos, hijos de Dios.
Para reflexionar: ¿Medito con frecuencia en el don de mi bautismo? ¿A qué altura me llegó el agua bautismal: ya me llegó a la rodillas, al corazón, a la cabeza? ¿Ya se llevó el agua todos mis pecados? ¿Ya renuncié a Satanás, a sus obras y a sus pompas? ¿Vivo como miembro comprometido de la Iglesia, hijo consciente de Dios, hermano de Cristo, templo abierto del Espíritu?
Para rezar: Gracias, Señor, por el don del bautismo. Señor, que viva a lo que me comprometí el día del bautismo: a ser santo y a ser misionero. Contigo quiero, Señor, escuchar mi nombre y una llamada “tú eres mi hijo” para que nunca falten en tu causa  buenos testigos que pregonen tu palabra, que pronuncien tu nombre, que den testimonio de tu Reino, que ofrezcan lo que son y tienen, y Dios sea  conocido, amado y bendecido en las cuatro direcciones del mundo.