El Papa en la Audiencia General
Este año, he querido celebrar la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, con una misa a la cuál vosotros habéis sido invitados, vosotros en particular, migrantes, refugiados y solicitantes de asilo. Algunos de entre vosotros habéis llegado hace poco a Italia y otros residen y trabajan desde hace años, y otros constituyen lo que llamamos la “segunda generación”.
Todos hemos oído resonar en esta asamblea, la Palabra de Dios, que nos invita hoy a profundizar en la llamada especial que el Señor dirige a cada uno de nosotros. Como lo ha hecho con Samuel (IS 3, 3b-10,19), nos llama por nuestro nombre y nos pide honrar el hecho de que nosotros hemos sido creados como seres absolutamente únicos, todos diferentes entre nosotros y con un rol singular en la historia del mundo. En el Evangelio (J 1,35-42), los dos discípulos de Juan le preguntan a Jesús: “¿Dónde vives?” (v.38), dejando entender que, de la respuesta a esta pregunta, dependen sus juicios sobre el maestro de Nazaret. La respuesta de Jesús: “¡Ven y verás!” (v.39) se abre a un encuentro personal, que incluye un momento apropiado para acoger, conocer y reconocer al otro.
En el mensaje para la jornada de hoy, he escrito: “Todo inmigrante que llama a nuestra puerta es una ocasión de encuentro con Jesucristo, que se identifica en el extranjero de toda época acogido o rechazado (Mt 25, 35-43). Y, para el extranjero, el inmigrante, el refugiad, el exiliado y el que pide asilo, cada puerta de la nueva tierra es también una ocasión de encontrarse con Jesús. Son invitaciones “¡Venid y ved!” Esto nos es dirigido hoy a todos, comunidades locales y recién llegados. Es una invitación a superar nuestros miedos para poder ir al encuentro del otro, para acogerle, conocerle y encontrarle. Es una invitación que ofrece la oportunidad de hacerse el prójimo del otro para ver dónde y cómo viven. En el mundo de hoy, para los recién llegados, acoger, conocer y reencontrar significa conocer y respetar las leyes, la cultura y las tradiciones de los países donde son acogidos. Esto significa igualmente comprender sus miedos y sus aprensiones de cara al futuro. Para las comunidades locales, acoger, conocer, y reencontrar significa abrirse a la riqueza de la diversidad sin prejuicios, comprender los potenciales y las esperanzas de los recién llegados, lo mismo que su vulnerabilidad y sus miedos.
El verdadero encuentro con el otro no se para en la acogida, sino que nos invita a todos a comprometernos en las tres acciones que he puesto en evidencia en el mensaje para esta jornada: proteger, promover e integrar. Y, en el verdadero encuentro con el prójimo, ¿seremos capaces de reconocer a Jesucristo, que pide ser acogido, protegido, promovido e integrado?, como nos enseña la parábola evangélica del Juicio Final: el Señor tenía hambre, estaba sediento, enfermo, extranjero y en prisión y fue socorrido por algunos, pero no por otros (Mt 25, 31-46) este verdadero encuentro con Cristo es fuente de salvación, una salvación que debe ser anunciada y aportada a todos, como nos enseña el apóstol Andrés. Después de haber revelado a su hermano Simón: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41) Andrés le conduce a Jesús, para que tenga, él también, esta misma experiencia del encuentro.
No es fácil entrar en la cultura de los otros, de ponerse en el lugar de las personas diferentes a nosotros, de comprender sus pensamientos y sus experiencias. Así que a menudo renunciamos a encontrar al otro y levantamos barreras para defendernos. Las comunidades locales a veces tienen miedo de que los nuevos perturben el orden establecido, “roben” algo que hemos construido con sufrimiento. Los recién llegados también tienen miedos: temen la confrontación, el juicio, la discriminación, el fracaso. Estos temores son legítimos, se fundan sobre dudas perfectamente comprensibles desde el punto de vista humano. No es un pecado tener dudas y temores. El pecado, es dejar que estos miedos determinen nuestras respuestas, condicionen nuestras elecciones, comprometan el respeto y la generosidad, alimenten el odio y el rechazo. El pecado, es renunciar al encuentro con el otro, con el que es diferente, entonces esto constituye, de hecho, una ocasión privilegiada de encuentro con el Señor.
Es de este encuentro con Jesús presente en el pobre, en el que es rechazado, en el refugiado, en el que piden asilo, que brota nuestra oración de hoy. Es una oración recíproca: migrantes y refugiados oran por las comunidades locales, y las comunidades locales oran por los recién llegados y por los migrantes de larga estancia. Confiamos a la intercesión maternal de la Virgen María las esperanzas de todos los migrantes y de todos los refugiados del mundo, así como de las aspiraciones de las comunidades que les acogen para que, conforme al mandamiento divino el más elevado el de la caridad y del amor al prójimo, aprendamos todos a amar al otro, al extranjero, como nos amamos a nosotros mismos.