Cuando nuestros hijos regresen de la adolescencia, un buen día se reencontrarán con lo que en verdad son y redescubrirán aquellas virtudes que en mala hora abandonaron

En el último post introduje el tema de la educación sentimental, afirmando que hemos de lograr que nuestros hijos (y nosotros mismos) lleguen a sentir la verdad: lo bueno como bueno y lo malo como malo, para que su propio organismo afectivo les ayude a actuar y reaccionar adecuadamente ante la realidad que les circunda. Esta semana he coincidido con Marisa, una buena amiga mexicana, quien, apenas saludarnos, me inquirió: Javier, leí tu último post y estoy muy de acuerdo…, pero, ¿cómo hacerlo? ¡Dame algún tip!”. Lo primero que hice fue remitirle a Loles, mi mujer, porque, como saben bien los que me conocen de verdad, mi papel consiste muchas veces en elaborar las teorías que ella antes ha puesto en práctica.
¡Ojalá existiera una receta! Ahora mismo la copiaba de donde fuera y la daba a conocer a todos los lectores de este blog, pero me temo que, como enseña Gregorio Luri, “no hay soluciones técnicas para las cuestiones humanas”.
Sin embargo, pienso que sí se pueden enunciar algunos principios que ayuden a desarrollar las “estrategias de amor” (virtudes) de que hablaba en mi anterior entrada en un nivel más táctico, que proporcione herramientas para la educación de los sentimientos. Naturalmente, cada uno tendrá que concretarlos según su propia circunstancia. Veamos algunos.
Principio biográfico. Me parece que es importante hacer un esfuerzo por generar una rica y atractiva biografía familiar, un acervo de tradiciones propias, eventos, anécdotas, experiencias familiares que creen un perfil propio con el que nuestros hijos se puedan sentir identificados. Afirma Julián Marías que “no se piensa con el cerebro, sino con la vida, con la vida biográfica”. Y es bueno que nuestros hijos se identifiquen con una manera de ser, la de nuestra familia, que les irá configurando también afectivamente. Así, cuando regresen de la adolescencia (en algún momento entre los 30 y los 50 años, siento no poder ser más preciso), un buen día se reencontrarán con lo que en verdad son y redescubrirán aquellas virtudes que en mala hora abandonaron. Es el efecto “magdalena de Proust”, hoy más conocido como efecto Ratatouille.
Principio de realidad: nuestros hijos tienen que aprender en casa que las cosas son como son y no se pliegan siempre a su capricho, que existe una realidad fuera de ellos que tiene su propia entidad que hay que respetar. Que los otros existen y son como son, verdaderamente otros, resistentes, reales y diferentes a uno mismo. Y que muchas veces serán ellos los que tengan que adaptarse a la realidad y no esta a su arbitrio. En términos más prácticos: que si tienen un problema que pueden resolver ellos, no se lo resolvemos nosotros; si se atascan en el triciclo, nos limitamos a ver cómo se desatascan; si se olvidan el bocadillo, no se lo llevamos a la escuela; si se van sin jersey, pasan frío; si llegan tarde, no juegan el partido y no llamamos al entrenador para excusarles; si no trabajan a cierta edad, tienen poco dinero; si hay un funeral, se alteran los planes; si el abuelo está en la clínica o necesita compañía, también se modifican los planes personales, porque se le va a ver cuando a él le conviene, no cuando a nosotros nos va bien. Naturalmente, que nadie se escandalice, caben las excepciones, que somos una familia, no un ejército. Creo que se entiende el mensaje, es muy sencillo de expresar: “hijo, hija, tú no eres el ombligo del mundo”.
Principio de proporción: los acontecimientos y sucesos tienen distinto valor, y los sentimientos que generan son cuestionables. Su pequeña contradicción no tiene el mismo peso que el dolor ajeno; la muerte del gato es triste, pero no es comparable con el dolor de un atentado terrorista; se puede ir al cole con un dolor de cabeza y sonreír durante una mala digestión; el desplante de una amiga no tiene por qué proyectarse a la familia, como el enfado con un hijo no autoriza a deteriorar a la relación con nuestro cónyuge. Como escribí en otro post, mi hermano pequeño, que es monje mendicante, me dijo una vez: “el pobre vive en lo profundo de la vida”, es decir, sus decisiones diarias tienen tal calado que pueden afectar de manera seria e irrevocable a su vida, a su salud o a otros bienes auténticos. Lo contrario que suele suceder a nuestros hijos (y a nosotros mismos), que vivimos demasiadas veces en la superficie de la vida, inmersos en decisiones y eventos frívolos e insustanciales. Creo que es un buen consejo este de llevar a nuestros hijos, de vez en cuando, física y no solo espiritualmente, a lo profundo de la vida, a la pobreza y la precariedad, para que vean otra realidad.
Principio de emulación. Afirma Romano Guardini que “el factor más eficaz para educar es cómo es el educador; el segundo, lo que hace; el tercero, lo que dice”. Nuestros hijos, de pequeños, copian lo que hacemos, pero muy pronto acaban viendo lo que somos. No hace falta decir nada más.
Principio de buen humor. La mejor manera de “atemperar” los sentimientos de nuestros hijos, es decir, de ayudarles a desarrollar un buen temperamento, de manera que logren adaptar sus sentimientos a la realidad, es reírnos mucho de nosotros mismos, de nuestros errores y desaciertos, de nuestras emociones a veces tontas y egoístas… y también, con delicadeza, pero con realismo, y siempre junto con ellos, de las suyas.
Y, como siempre, ¡mucho ánimo!