Antonio Schlatter Navarro
Aquellas huellas convulsionaron el alma de san Josemaría. Así es el tono de las llamadas de Dios. Es la naturalidad de Dios al actuar
En el marco de preparación de la XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos del próximo otoño, sobre el tema «Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional», se acaba de cumplir un siglo del suceso que marcó la vida de entrega a Dios de san Josemaría: la visión de unas huellas en la nieve en Logroño cuando era adolescente. Aquel suceso sigue dando mucha luz a los jóvenes que busquen comprender el lenguaje de Dios, y saber escuchar y discernir la llamada divina. El paso de Dios sigue dejando su huella en muchas almas desde temprana edad.
San Josemaría recordaba que tenía quince o dieciséis años cuando empezó a barruntar el Amor. Los denominaba así, “barruntos”. Se refería a las primeras insinuaciones de su vocación. Siempre hizo referencia a ese hecho concreto que tuvo lugar entre finales de 1917 y primeros días de 1918: ver las huellas en la nieve de un carmelita descalzo. Aunque a ese primer suceso luego siguieran otros que le llevaron a tomar decisiones importantes, aquella fue la primera llamada de Dios, que le llevó a procurar discernir y vivir según esa voluntad divina pensada para él desde toda la eternidad. Pasado un siglo aún se pueden ver en la calle Mayor de Logroño quince o dieciséis de aquellas huellas…
Primera huella: Contar la vida para poder vivirla
En todas las vidas acaecen sucesos que, aunque puedan parecer muchas veces intrascendentes en el ámbito externo, son como hitos para las almas, momentos que permanecen grabados en el corazón y que forman parte de la historia de cada persona llenando de luz (“orientando”) todo lo demás. Se recuerdan porque se traen una y otra ver al corazón (es literalmente un “recordar”, un traer de nuevo al corazón). Porque la vida es biografía, una narrativa. No sólo hay que vivir para contarla, sino que hay que contarla para poder vivir. Es lo que hace la Sagrada Escritura con el pueblo de Israel y con la Iglesia, o con la vocación personal de la Virgen, de los apóstoles… Un cristiano ante todo debe ser una persona “memoriosa” (papa Francisco): que hace memoria de la historia de la Iglesia, de su pueblo… de su propia historia. También san Josemaría recordaba −en ese sentido fuerte− muchas veces sucesos puntuales de su vida, como este de las huellas en Logroño. Y si no lo hacía exteriormente −por un comprensible pudor−, lo hacía frecuentemente por dentro: “Cómo gustaba de volver a vivir en aquellos lugares los momentos de acción del Espíritu Santo en su alma”.
Segunda huella: Providencia.
Vivir de la Providencia, para un cristiano, no es una elección posible; es el único modo de vivir en cristiano y de poder comprender y comprenderse. Dios está antes, durante y después de todos nuestros actos; está detrás de todos ellos, dándoles sentido. Providencia es sencillamente saber que no existe el azar ni las casualidades, ni existe el fatum ni el Destino ni el Karma… Todo eso son respuestas válidas para los paganos. Providencia, sencillamente, es saber que Dios tiene un plan y siempre lo ha tenido, y que ese plan de Dios nunca podrá coincidir con los nuestros −pues no hay dos Dioses− mientras que los nuestros han de procurar secundar los suyos. Saber que nosotros seguimos las huellas de Dios, y no Él las nuestras. Eso necesita sentido sobrenatural, presencia de Dios, vida de oración… “Es necesario entonces prepararse para escuchar con profundidad su Palabra y la vida, prestar atención a los detalles de nuestra vida diaria, aprender a leer los acontecimientos con los ojos de la fe, y mantenerse abiertos a las sorpresas del Espíritu”.
Tercera huella: La huella misma ya contiene un mensaje
Las llamadas del Señor no son simplemente señales. Tienen contenido. Dios piensa en la señal, y se sirve de unos sucesos o personas concretas, y no de otros, para que la persona sepa qué por dónde le quiere llevar. Dios orienta, no desorienta. Las huellas en la nieve por ejemplo marcan el tono y la naturaleza de la vocación de san Josemaría. El mensaje que luego dejaría a través del Opus Dei será precisamente ese: santidad en medio de la calle, sin ser religiosos. Al mismo tiempo, su amor a los religiosos queda patente en su agradecimiento al padre carmelita José Miguel de la Virgen del Carmen, al tiempo que ya muy pronto, durante la misma dirección espiritual que tiene con él, se da cuenta inmediata de que no es ese el camino que Dios le pide, sin dejar de ser un camino de santidad radical. En las huellas en la nieve se encuentra preanunciada toda la voluntad de Dios para el joven Josemaría.
Cuarta huella: La vida es un diálogo con Dios
Somos un diálogo, y podemos oir unos de otros. Y en ese diálogo el primer interlocutor siempre será Dios, el que primero ha hablado (creando el mundo y a nosotros) y el que no deja de hablar y llamar a todas las personas con un plan muy concreto y muy específico para cada uno. “No vivimos inmersos en la casualidad, ni somos arrastrados por una serie de acontecimientos desordenados, sino que nuestra vida y nuestra presencia en el mundo son fruto de una vocación divina” Por eso nada hay mejor, para descubrir y seguir la voluntad de Dios, que la oración. Y eso fue lo que hizo Josemaría: empezó a acudir a Misa a diario, a la confesión frecuente y a la práctica de la penitencia, e inició una vida de más oración. “Cada uno de nosotros puede descubrir su propia vocación sólo mediante el discernimiento espiritual, un proceso por el cual la persona llega a realizar, en el diálogo con el Señor y escuchando la voz del Espíritu, las elecciones fundamentales”.
Quinta huella: toda llamada espera una respuesta
Muchas personas están como a la espera de Dios, cuando en realidad sólo se avanza cuando nos damos cuenta de que es Él quien está y estará siempre esperando nuestra respuesta. Normalmente en cosas muy pequeñas pero constantes; otras veces −son los hitos de la vocación personal− respuestas que cambian el rumbo de la vida y orientan y comprometen la vida entera. Así describe el suceso de las huellas su primer sucesor en el Opus Dei, el beato Álvaro del Portillo: “Era por la mañana. Había nevado durante la noche, y el suelo estaba recubierto por una capa de nieve, en la que no se veían más que las huellas de los pies descalzos de un fraile carmelita. De este detalle tan minúsculo se valió el Señor para suscitar una profunda inquietud en el alma de nuestro Padre. Comenzó a meditar: si otros hacen tantos sacrificios por Dios, ¿yo no voy a ser capaz de ofrecerle nada? Así, y con la gracia que el Señor le concedió en abundancia, empezó a notar que Dios quería algo de su vida: barruntó el Amor con mayúscula”.
Sexta huella: Silencio y discreción
“La llamada del Señor −cabe decir− no es tan evidente como todo aquello que podemos oír, ver o tocar en nuestra experiencia cotidiana. Dios viene de modo silencioso y discreto, sin imponerse a nuestra libertad”. Silencio; pues Dios habla y llama bajito. Por eso necesita silencio. Sólo el silencio es creador. Y la vocación es un acto de creación y recreación constante. Recordando aquel suceso años más tarde, cuenta un testimonio presencial que san Josemaría se quedaba callado al recordarlo: “se notaba que ese silencio cortaba su relato…”. Es lo propio de los misterios, y de los que saben que están ante un misterio. Es un silencio sagrado, que nos pide que nos descalcemos para no profanar el terreno que vamos a pisar. Silencio contemplativo que hemos de aprender a vivir y fomentar a nuestro alrededor, y más en estos tiempos de tanto ruido externo e interno. “Esta actitud es hoy cada vez más difícil, inmersos como estamos en una sociedad ruidosa, en el delirio de la abundancia de estímulos y de información que llenan nuestras jornadas. Al ruido exterior, que a veces domina nuestras ciudades y nuestros barrios, corresponde a menudo una dispersión y confusión interior, que no nos permite detenernos, saborear el gusto de la contemplación”. Recordando el texto evangélico de la vocación de los primeros discípulos, el papa Francisco anima a los jóvenes: “También a ustedes Jesús dirige su mirada y los invita a ir hacia Él. ¿Han encontrado esta mirada, queridos jóvenes? ¿Han escuchado esta voz? ¿Han sentido este impulso a ponerse en camino? Estoy seguro que, si bien el ruido y el aturdimiento parecen reinar en el mundo, esta llamada continua a resonar en el corazón da cada uno para abrirlo a la alegría plena”. Y junto al silencio, la discreción, pues Dios actúa siempre discretamente. Incluso cuando la señal que podamos recibir de Él sea extraordinaria, que será muy pocas veces. Lo más normal es que Dios se manifieste como en el caso de san Josemaría. Unas huellas en la nieve no son nada extraordinario. Pero aquellas huellas convulsionaron su alma. Así es el tono de las llamadas de Dios. Es la naturalidad de Dios al actuar.
Séptima huella: Difusas, no confusas
Las huellas que marcan la vocación son difusas. No sólo, o no tanto, porque haya quienes viendo las huellas descubran la voz de Dios y otros, viendo las mismas huellas, ni siquiera se fijen. Sino porque forma parte de ese modo discreto de obrar de Dios el hecho de que su voz no sea nítida. Si su marca fuese tan nítida y clarísima como a veces algunos desean, las personas sólo se decidirían cuando tienen certeza: o sea, nunca. Dios es la verdad, no la certeza. La verdad es ese ámbito suficientemente claro y difuso a la vez que permite no saber si es Dios el que me está hablando o soy yo el que lo está viendo o pensando (es la típica pregunta que hacen algunas personas: ¿Cómo sé en la oración si lo que pienso viene de Dios o es un pensamiento mío?) ¿Cuánto hay de gracia de Dios y cuánto de obra y respuesta humana? Esa misma pregunta en sí es un modo demasiado humano de pensar para poder comprender quién está detrás de esas huellas. Tal vez se podría responder: todo gracia y todo obra humana. La línea del horizonte que se puede contemplar desde la playa es nítida, pero nunca la podrás aprehender. Y sin embargo divide el mundo en dos: los que se fían y se lanzan in altum (¡miras altas!), y los que piensan “¡qué bonito fondo de pantalla! Sigamos enredados desenredando las redes…”. No hay caminos, sino estelas en la mar.
Octava huella: “Algo grande y que sea amor”
“Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor…”. Sus compañeros, de hecho, conjeturaban que sería sacerdote cuando él lo rechazaba, porque veían que estaba preparado para ello o para una entrega mayor. “Es el Dios-con-nosotros, que pasa por los caminos a veces polvorientos de nuestra vida y, conociendo nuestra ardiente nostalgia de amor y felicidad, nos llama a la alegría”. “Cuando Dios le dice a Abrahán «Vete», ¿qué quería decirle? Ciertamente no le pedía huir de los suyos o del mundo. Su invitación fue una fuerte provocación para que dejase todo y se encaminase hacia una tierra nueva. Dicha tierra, ¿no es acaso para ustedes aquella sociedad más justa y fraterna que desean profundamente y que quieren construir hasta las periferias del mundo? Sin embargo, hoy, la expresión «Vete» asume un significado diverso: el de la prevaricación, de la injusticia y de la guerra. Muchos jóvenes entre ustedes están sometidos al chantaje de la violencia y se ven obligados a huir de la tierra natal. El grito de ellos sube a Dios, como el de Israel esclavo de la opresión del Faraón (cfr. Es 2, 23)”. Grande era sobre todo el corazón de san Josemaría, su grandeza de alma, el amor magnánimo que se albergaba ya en su corazón. Por eso, y porque la prueba del verdadero amor es el sufrimiento, siempre que recordaba esa llamada la pregunta que se hacía era: “si otros hacen tantos sacrificios por Dios, ¿yo no voy a ser capaz de ofrecerle nada?”. Y comenzó a practicar abundante penitencia, para estar mejor preparado. El sacrificio es la respuesta adecuada y natural a la llamada de Dios. El sacrificio por amor de Dios genera, además, generosidad y entrega. Es donación y prepara donación. El sacrificio es la marca que muestra el tamaño de la huella de la entrega, el relieve que contrasta con la superficie no sacrificada, columbra la profundidad de la entrega, indica la firmeza del paso que se da, manifiesta la impresión que deja en nosotros cada llamada de Dios.
Novena huella: Aprender en la familia a amar en libertad
San Josemaría solía decir a quienes se entregaban a Dios que les debían la vocación sobre todo a sus padres. Él lo vivió así, en primera persona. Esto se debe a que es en la familia donde la persona aprende a amar con el corazón de Cristo. En su familia no eran de acumular actos piadosos, pero le enseñaron a vivir las virtudes humanas fundamentales: cariño trabajo, generosidad… y sobre todo a llevar bien las situaciones de pobreza, cruz, sinceridad de vida, honradez… que tanto ayudan a que el corazón sienta las necesidades de los demás y sea verdaderamente misericordioso. “Descubrimos, en particular, que la vocación cristiana siempre tiene una dimensión profética. Como nos enseña la Escritura, los profetas son enviados al pueblo en situaciones de gran precariedad material y de crisis espiritual y moral, para dirigir palabras de conversión”. Y en la familia se aprende a amar así porque se aprende qué es libertad. Los padres de san Josemaría no sólo no se oponen a los planes de su hijo sino que no se entrometen (pues no es su vida, ni son propietarios de sus hijos) y le facilitan su camino (además de toda la formación que le han dado, su padre le presenta un buen director espiritual). Son ellos los primeros que entregan todos los posibles planes (todos buenísimos) que ellos pensaban para san Josemaría, al tiempo que Josemaría entendía el sacrificio que suponía para ellos y ofrece a Dios ese sufrimiento (era el único varón y rezó hasta conseguir de Dios un hermanito). Se fía más de Dios.
Decima huella: el máximo ejercicio de la libertad
Decir que sí a Dios es el máximo ejercicio de la libertad. De la auténtica libertad, que consiste en secundar la libertad de Dios que llama. La libertad no consiste en elegir entre varias o muchas opciones. No se casa libremente el que elige una entre muchas personas con las que podría casarse (millones); se es libre cuando uno se casa con quien ve que tiene que casarse. En el caso del celibato no es elegir entre casarse o entregar a Dios también esa posibilidad; es elegir lo que Dios antes ha elegido. Se es libre máximamente cuando se sigue la vocación porque lo que Dios nos pide llena y requiere toda nuestra capacidad y en el máximo grado: “En Cracovia, durante la apertura de la última Jornada Mundial de la Juventud, les pregunté varias veces: «Las cosas, ¿se pueden cambiar?». Y ustedes exclamaron juntos a gran voz «¡sí»”. Esa es una respuesta que nace de un corazón joven que no soporta la injusticia y no puede doblegarse a la cultura del descarte, ni ceder ante la globalización de la indiferencia. ¡Escuchen ese grito que viene de lo más íntimo! También cuando adviertan, como el profeta Jeremías, la inexperiencia propia de la joven edad, Dios los estimula a ir donde Él los envía: «No les tengas miedo, que contigo estoy para salvarte» (Jer 1,8)”.
Decimoprimera huella: humildad
Esa libertad necesita en primer lugar verdadera humildad; no falsas humildades. Parte muy importante de esa preparación para discernir y seguir la voluntad de Dios es ser humildes; luchar por serlo, más bien. Si la palabra humildad viene de humus (tierra), el suelo que pisa Cristo está hecho de humildad y necesita un alma profundamente humilde (nieve, barro, arena… no piedra) para poder dejar su impronta. Y san Josemaría luchaba por ser humilde: “De paso me daba cuenta de que no servía y hacía esa letanía, que no es falsa humildad, sino de conocimiento propio: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no soy nada, no sé nada…”. Al mismo tiempo, humildad supone no sólo conocimiento propio sino −antes− conocimiento de Dios, aceptar de verdad la Verdad de que Dios es más grande y bueno de lo que nosotros pensamos, confiar más en Él; muchísimo más. Así se acaban las dudas y los titubeos para decir que sí una y otra vez, “a la vez que nos permite hacer fructificar nuestros talentos, nos hace también instrumentos de salvación en el mundo y nos orienta a la plena felicidad”.
Decimosegunda huella: apertura
La prueba de que las decisiones que tomamos son acertadas es que no nos llevan a reducir el camino, sino a hacerlo más grande. Al decir sí a lo que Dios nos pide no se puede pensar que Dios va a frustrar los planes que hayamos pensado para nuestra vida. Los de Josemaría eran ser arquitecto, formar una familia tan estupenda como era la suya… Pero se quedó muy corto, como se ha podido comprobar. Dios siempre es sobreabundante. Necesita corazones magnánimos, pero los convierte en mucho más magnánimos. ¡Adelante! La llamada genera otra llamada, y así sucesivamente. Es un proceso, un itinerario, que se va abriendo poco a poco, que nos va transformando. “Sígueme”, “Aquí estoy”… son expresiones que hay que acostumbrarse a pronunciar, con más o menos fuerza, constantemente. No nos puede parar nada. Y lo que menos nos puede parar es nuestras limitaciones. “No podemos esperar a ser perfectos para responder con nuestro generoso «aquí estoy», ni asustarnos de nuestros límites y de nuestros pecados”. Sin esas deficiencias para “estar a la altura” de la llamada, ¿cómo podríamos ser constantemente agradecidos al don de la vocación que es, tras la fe −unida a ella−, el mayor que Dios nos va a dar en la vida?
Decimotercera huella: riesgo
“Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección. Ya vendría lo que fuera…”. Para dar un paso, incluso físicamente, es necesario arriesgar. En la inmensa mayoría de los pasos que damos ni nos fijamos en el suelo que vamos a pisar. Simplemente nos fiamos… ¿No tiene mucho más sentido fiarnos de Dios que del suelo que pisamos? ¿Cómo serían los pasos que cabría dar para seguir a Dios si cada paso supusiera volver a mirar el suelo, tantear con el zapato…? ¡La Iglesia estaría aún encerrada en Jerusalén! “Me vienen a la memoria las palabras que Dios dirigió a Abrahán: «Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré» (Gen 12,1). Estas palabras están dirigidas hoy también a ustedes: son las palabras de un Padre que los invita a “salir” para lanzarse hacia un futuro no conocido pero prometedor de seguras realizaciones, a cuyo encuentro Él mismo los acompaña. Los invito a escuchar la voz de Dios que resuena en el corazón de cada uno a través del soplo vital del Espíritu Santo”. ¿Cómo se sabe si hay riesgo? Si hay miedo. Para pisar la huella de Dios siempre habrá que superar ese miedo bueno: “Un mundo mejor se construye también gracias a ustedes, que siempre desean cambiar y ser generosos. No tengan miedo de escuchar al Espíritu que les sugiere opciones audaces, no pierdan tiempo cuando la conciencia les pida arriesgar para seguir al Maestro. También la Iglesia desea ponerse a la escucha de la voz, de la sensibilidad, de la fe de cada uno; así como también de las dudas y las críticas”. San Josemaría solía decir que ante lo sobrenatural tenía miedo y luego venía el “ne timeas”. La llamada de Dios siempre da suficiente claridad como para dar el siguiente paso y seguir, para arriesgar sin miedo. “El Señor nos sigue llamando a vivir con él y a seguirlo en una relación de especial cercanía, directamente a su servicio. Y si nos hace entender que nos llama a consagrarnos totalmente a su Reino, no debemos tener miedo”.
Decimocuarta huella: Urgencia.
La libertad tiene tanto de riesgo como de prudencia. Pero la prudencia en la respuesta a Dios requiere urgencia, no retrasos. En los tiempos que corren se identifica prudencia con responder tarde o más tarde. Pero eso no es prudencia, eso es como mínimo perder el tiempo y hacérselo perder a Dios. San Josemaría responde inmediatamente, haciendo todo lo que puede hacer. Se prepara lo mejor que puede tanto en el plano sobrenatural (dirección espiritual, ir a Misa, rezar más…) como en el plano humano (lecturas, formación…). Tan rápidamente va en su docilidad a lo que le dicen en la dirección espiritual que el director le propone muy pronto −más prudencia urgente− ser carmelita: y decide pronto que no, y también muy pronto decide ser sacerdote. Todo va… ¿muy rápido? Todo va al ritmo de Dios. “La alegría del Evangelio, que nos abre al encuentro con Dios y con los hermanos, no puede esperar nuestras lentitudes y desidias; no llega a nosotros si permanecemos asomados a la ventana”.
Decimoquinta huella: Intuir, más que razonar
La voz de Dios no se razona. Se trata de una intuición, más que de un laborioso razonamiento. Más bien parece lo contrario: “Yo, Señora, hasta cumplidos los dieciséis años, me hubiera reído de quien dijera que iba a vestir sotana. Fue de repente, a la vista de unos religiosos Carmelitas, descalzos sobre la nieve”. Hay que imitar a la Virgen, no a Zacarías. Es cuestión de orar y fiarse. “Todo cristiano debería desarrollar la capacidad de «leer desde dentro» la vida e intuir hacia dónde y qué es lo que el Señor le pide para ser continuador de su misión”. Intuir es otro modo de conocer, tan válido como el de razonar. La vocación se intuye y se sigue, y como consecuencia de seguir esa intuición divina, se ponen −de verdad− todos los medios para discernir correctamente. Sobre todo uno que en estos casos es indispensable: la dirección espiritual, “a través del acompañamiento de guías expertos, sabrán emprender un itinerario de discernimiento para descubrir el proyecto de Dios en la propia vida. Incluso cuando el camino se encuentre marcado por la precariedad y la caída, Dios, que es rico en misericordia, tenderá su mano para levantarlos”. El joven Josemaría comienza a tener dirección espiritual con el padre José Miguel de la Virgen del Carmen, el carmelita de las huellas. Y luego, para entrar en el Seminario, lo hará con el que le aconseja su propio padre (con el abad de la Colegiata de La Redonda, don Antolín Oñate) y luego con don Ciriaco Garrido, que confesaba en La Redonda y tanto fortaleció su vida de piedad al tiempo que estudiaba con ahínco… Siempre necesitó un director espiritual para discernir las huellas de Dios en su vida.
Decimosexta huella: la de la Virgen
Es la última huella, que puede apenas atisbarse; por eso no se está seguro si eran quince o dieciséis años o huellas. Y por ese mismo motivo es Ella la primera criatura que vuelve a anunciar nieve virgen: la de tantas personas que hoy (en ese hoy intemporal en el que nos hemos movido en estas líneas) tienen que comenzar su propio camino. María, “la joven muchacha de periferia que escuchó, acogió y vivió la Palabra de Dios”. “Mi Madre del Carmen me empujó…”. Desde aquel suceso san Josemaría se dirigía también a la Virgen con las mismas jaculatorias que ya dirigía al Señor, pero ahora dirigidas a Ella: “Domina, ut videam!”, “Domina, ut sit”. Oración que prolongó luego en sus visitas al Pilar, al menos diarias y durante siete años, cuando estuvo en Zaragoza. Pocos meses después, en Madrid, el dos de octubre, el Opus Dei. En el comienzo y constante recomienzo de cada vocación, está la huella de María. La huella que continúa perfectamente las huellas de su Hijo, la huella que borró con sus plantas inmaculadas aquella huella que dejó el pecado, la primera huella que dejó la nieve virgen. María es la que hace nevar aunque sea pleno agosto en todos los caminos de la tierra por donde pueda pasar una persona, para que antes pase su Hijo dejando así sus huellas en la nieve.
Antonio Schlatter Navarro