1/23/18

“Por el bautismo somos profetas que anunciamos y denunciamos”

ANTONIO RIVERO, L.C.


Domingo 4 del Tiempo Ordinario - Ciclo B
Textos: Deut 18, 15-20; 1 Co 7, 32-35; Mc 1, 21-28

Idea principal: El profeta sólo tiene que decir las palabras de quien le manda, aunque sean duras de oír y difíciles de poner en práctica. 
Síntesis del mensaje: Desde el bautismo, todo cristiano es profeta. De parte de Dios, el profeta anuncia la Buena Nueva y denuncia el mal, en orden a la salvación de los hombres. Quien escuche y haga caso, se salvará. Y, ¡ay del profeta que no anuncie lo que Dios le haya mandado! (primera lectura).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, ser profeta no significa preanunciar hechos futuros. Profeta no es tan sólo el que predice de antemano lo que va a suceder, sino ante todo el que habla en lugar de otro. No el que habla “antes” sino “en lugar de”. El profeta judío era propiamente el que hablaba en nombre de Yahvé o en su honor, el que proclamaba sus alabanzas, el que predicaba su doctrina y anunciaba sus decretos. Era el heraldo, el intérprete del Señor. Es cierto que normalmente el Señor gobernaba al pueblo de Israel a través de sus legisladores. Pero a veces quería manifestar voluntades expresas, y para ello recurría al profeta, no pidiéndole un servicio sino intimándole una orden. Con frecuencia, como hoy a Moisés (1ª lectura), lo enviaba a hablar delante de una asamblea, sin que hubiese sido previamente invitado, y el profeta se veía obligado a ir de las plazas al templo, y del templo a los palacios de los grandes, como un inoportuno, a veces, o un aguafiestas. También el Señor se valió de ellos para anunciar el futuro. Así predijeron muchos detalles acerca del Mesías que había de venir, y anunciaron que los grandes hechos del Antiguo Testamento eran una imagen de lo que sucedería luego en Cristo y en la Iglesia. Hechos y palabras. Los profetas, con sus palabras explicaban el sentido de los hechos, y anunciaban que en el futuro esos hechos se repetirían, pero en un nivel infinitamente superior. Y llegó Cristo, el Gran Profeta definitivo.
En segundo lugar, sí, Jesús es el Profeta definitivo que habla y actúa con autoridad. No sólo hablaría en nombre de Dios, sino que Él mismo sería el Habla de Dios, la Palabra de Dios, el Verbo de Dios. El Verbo hecho carne. Y vino hablar con todo el poder de la majestad divina. No sólo el que enseña la verdad, sino el que es la Verdad misma. No sólo el que marca el camino de la vida, sino que Él mismo es el Camino y la Vida. Jesús hablaba con autoridad. Hablar con autoridad es convencer e impulsar. Para eso, se necesita una cosa que tienen todos, otra que tienen pocos y otra que no tiene casi nadie, y son: palabras prometedoras, que ya sobran; vida consecuente con las palabras, que escasea, y hechos que hablen la vida y las palabras, que ya faltan. Jesús con su palabra, su vida y sus milagros traía a los demonios asustados y acabó con sus interferencias en las vidas de los hombres; ahí está el caso del endemoniado del evangelio de hoy. Sólo el poder de Jesús es capaz de exorcizar a los hombres, es decir, de sacarles del cuerpo los demonios posmodernos: el confort materialista de la vida, el hedonismo del placer por el placer, el culto al dinero, el culto al éxito personal, el laicismo sin espíritu, sin alma y sin Dios, la filosofía del descarte y de la indiferencia ante la pobreza humana, como tantas veces dice el papa Francisco. Estos son los únicos demonios que hasta ahora conozco, la única autoridad en que creo y el único exorcismo que practico, en nombre de Jesús.
Finalmente, todo bautizado también participa del profetismo de Jesús. No sólo los sacerdotes son profetas. También todo laico bautizado. Debemos ofrecer a Dios nuestros labios de modo que el Señor pueda seguir predicando por nuestro intermedio durante todo el trascurso de la historia, expulsando esos demonios que siguen estropeando los cuerpos y las almas de tantos que se dejan llevar por sus hechizos prometiendo la eterna juventud, como narra el escritor irlandés Oscar Wilde en su obra “El retrato de Dorian Gray”, a cambio de vender su alma al Mefistófeles de turno, parafraseando el Fausto del escritor y poeta alemán Goethe. Y debemos predicar la buena nueva por todos los tejados: casa, fábrica, puesto de trabajo, escuela, hospital, asilo de ancianos…hasta alcanzar todas las periferias existenciales, físicas, morales y espirituales. Profetas que también sepamos denunciar con respeto los desvaríos e injusticias de tantos –el pecado-, como hacía Cristo. Y esto desde todos los medios lícitos y buenos: medios de comunicación, púlpito, cátedras, mesa familiar. Y no sólo con la palabra, sino sobre todo con el ejemplo de vida. ¡Cuidémonos de los falsos profetas! Rápido se dan a conocer prometiendo la teología de la prosperidad o una vida sin normas morales. Cristo ya nos había alertado.
Para reflexionar: ¿Soy consciente de ser profeta desde el bautismo? ¿Anuncio con alegría y convencimiento la Buena Nueva del Evangelio, sin miedo y sin temor? ¿Denuncio el mal, sin condimentar lo que dice Dios con criterios mundanos? ¿A quién no he querido anunciar el mensaje de Cristo y denunciar con caridad el mal?
Para rezar: Medita estas palabras de la primera lectura: “Pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo que yo le ordene”.