Textos: 2 Re 5, 14-17; 2 Tim 2, 8-13; Lc 17, 11-19
Idea principal: La gratitud es virtud que abre el corazón de Dios y de los hombres.
Síntesis del mensaje: Hoy la síntesis del mensaje de este domingo me la ofrece don Miguel de Cervantes en su famosa obra “El Quijote”: “Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando éstos no bastan, las publico” (II parte, capítulo 58).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, veamos a los leprosos del evangelio de hoy. Le saltaron al camino que Jesús llevaba de Samaría a Jerusalén y le vocearon desde los 50 metros reglamentarios que debían separar siempre al leproso de los sanos. Jesús curó a los diez y se lo agradeció uno. Si por cada diez agraciados hay un agradecido, por cada cien agraciados, echemos la cuenta. Sólo el 10% de los hombres y mujeres es agradecido. ¡Es una pena! O mejor, un pecado, que lastima a Cristo; de ahí su queja: “¿No fueron diez los curados? ¿Dónde están los otros nueve?”. Los ingratos, los nueve ingratos del evangelio, tal vez son judíos: los que iban por la vida de orgullosos de remate porque eran los preferidos de Dios, los elegidos en exclusiva para la salvación, los creídos con derecho a todo. ¿Darle las gracias a Jesús? Que se las dé el cismático, pagano y desgraciado del samaritano, que es lo que tiene que hacer. En la primera lectura, Naamán agradece a Eliseo el don de la curación. Curación de cuerpo y alma, pues desde ese momento Naamán no volvió a servir a otros dioses. El salmo también nos invita a ser agradecidos con Dios por su gran misericordia y fidelidad. Y san Pablo en la segunda lectura le dice a Timoteo que haga memoria de cuanto ha hecho Cristo por nosotros. Sólo así incentivaremos la gratitud.
En segundo lugar, la gratitud es virtud rara y sólo se da en almas nobles. Es de bien nacidos, el ser agradecidos. Por eso, de pequeños, nuestros papás nos decían: “¿cómo se dice, hijito?”, cuando alguien nos daba algo. “Gracias” –respondíamos. ¿Qué es la gratitud? La gratitud es ese fino sentimiento, que mueve a valorar el bien recibido y a corresponder con otro, al menos con el deseo, siquiera con la publicación del bien y de la persona que me lo hizo. Para Don Quijote, español si alguno y cristiano de ley, la ingratitud es el pecado mayor del hombre, para Jesús la queja íntima de Dios, para el hombre la piedra del tropezón diario y para mí un misterio bochornoso. El ser humano es un puro beneficio de Dios de pies a cabeza y del seno materno al ataúd de madera, pero no lo reconoce. El ser humano, suyo, lo que se dice suyo, no tiene más que el pecado, el de ingratitud, primero, pero Dios no puede convertirlo porque no se deja. La gratitud es directamente proporcional a la elegancia de espíritu e inversamente proporcional al favor recibido. O sea, que a grandes beneficios, grandes ingratitudes. Eso es chapuza de espíritu, vileza de corazón, orgullo sin nombre. Por eso, el pobre es más agradecido que el rico, el sencillo más que el grande y el débil más que el poderoso.
Finalmente, ¿qué tenemos que agradecer a Dios? El don de la creación y la vida. El don de la redención y de la fe. El don del Espíritu Santo. El don de la Virgen Santísima. El don de la Iglesia y los sacramentos. El don de nuestra familia. El don de nuestra patria y del trabajo. Las cualidades que tenemos en el orden físico, intelectual, profesional. Agradecer el sol que nos alumbra y calienta. La luna y las estrellas que nos cobijan en la noche. El rocío de las mañanas. Y también el hielo o la nieve. Agradecer la salud, y también la enfermedad. Por eso, para el cristiano, el deber de la gratitud es claro e indeclinable. Le es impuesto por la Palabra de Dios. El apóstol Pablo exhortaba a los Efesios a vivir gozosamente «dando siempre gracias por todo al Dios y Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5, 19-20). A los Tesalonicenses les instaba a «dar gracias en todo, porque ésta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús» (1 Ts 5, 18). Y a los Colosenses les recuerda, entre otros, ese mismo deber: «Y sed agradecidos» (Col 3, 15). La ausencia de gratitud no sólo afea nuestro carácter. Revela la negrura de la mente y el corazón humanos cuando hace oídos sordos a la revelación natural. Pablo traza atinadamente el perfil de los paganos de su tiempo diciendo que, «habiendo conocido a Dios (vv 19, 20), no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias» (Rm 1, 19-21). La Iglesia desde el inicio ha sido consciente de la gratitud para con Dios. Por eso llamó a la santa Misa, Eucaristía, es decir, acción de gracias, porque Jesús empezó la Última Cena –donde instituyó la Eucaristía- dando gracias a Dios, antes de partir el pan y de presentar el cáliz.
Para reflexionar: ¿Soy ingrato o agradecido? ¿Por qué tengo que ser agradecido? ¿Qué tengo que hacer para mejorar la virtud de la gratitud? ¿Vivo cada misa para agradecer a Dios todos sus beneficios? ¿Agradezco al acostarme todas las gracias que Dios me ha dado durante el día? ¿Y al levantarme comienzo con un: “gracias”, mi Dios, por el nuevo día?
Para rezar: Recemos con el salmo 103, 1-2
Bendice, alma mía, al Señor,
Y bendiga todo mi ser su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
Y no olvides ninguno de sus beneficios.