Tomás Baviera Puig
La identidad de Jesucristo ha sido uno de los grandes
enigmas de la historia de la humanidad
La respuesta a este interrogante determina en buena
medida la actitud ante el hombre y ante el mundo. Actualmente el relativismo
tiende a hacer equiparables entre sí todas las religiones. Chesterton
salió al paso de este presupuesto en las páginas de El hombre eterno
(1925) y ofreció una respuesta consistente y razonable apoyada en la
experiencia común.
“Y vosotros, ¿quién decís que soy
yo?. Esta fue la pregunta que hizo
Jesús de Nazaret al grupo de sus discípulos más cercanos. Ellos habían vivido
un buen número de experiencias junto a él. El interrogante planteado buscaba
implicar a los interlocutores. En realidad, se trataba más bien de un dilema,
puesto que la respuesta que se diera no dejaría indiferente a quien
respondiera.
Chesterton ofreció una respuesta a este dilema en las
páginas de El hombre eterno. Publicó este libro en 1925, a los tres años
de ser recibido en la Iglesia Católica. Fue una réplica a la visión
racionalista de la Historia que Wells estaba difundiendo con Esquema
de la Historia.
Para Wells, Jesucristo era un maestro galileo de una
gran personalidad, que había predicado una doctrina de amor fraterno y
universal, y que había sido juzgado y condenado a muerte. Ni los milagros ni la
resurrección tenían, para Wells, un valor histórico: habían sido añadidos a los
textos que compusieron sus seguidores.
La explicación de Wells no difiere mucho de las
respuestas al dilema de Jesucristo que podríamos encontrar hoy en día. De ahí
que la réplica de Chesterton a este planteamiento continúa teniendo plena
vigencia.
Dicha actualidad fue puesta de manifiesto ya por Evelyn
Waugh: “Chesterton es, ante todo, el autor de El hombre eterno. En
este libro se reúnen y perfeccionan todas sus ideas lanzadas al azar, se
encauza toda su originalidad. Es un gran libro, un libro popular: una de las
pocas grandes obras populares de este siglo. No requiere elucidación alguna, es
de una claridad meridiana. En su momento vino a satisfacer una necesidad y
sobrevive como un monumento permanente.
En la nota preliminar de El hombre eterno el
autor expresa la intención de la obra: “Intentaré demostrar que aquéllos que
ponen a Cristo al mismo nivel que los mitos, y su religión al mismo nivel que
otras religiones, no hacen otra cosa que repetir una fórmula anticuada,
contradicha por un hecho sorprendente”[ . Chesterton aborda de frente el dilema
central de la historia de la humanidad: ¿Quién fue Jesús de Nazaret?
Comparar religiones
En una primera aproximación al hecho religioso, sale
al paso la variedad de religiones. La valoración de este fenómeno produjo una
serie de estudios de carácter científico en los que se comparaban entre sí las
religiones. Nada más propio de una mentalidad ilustrada, puesto que la
clasificación y el contraste son tareas propias de la razón.
Para Chesterton este tipo de comparaciones entre
religiones resulta muy cuestionable, dado que se colocan en la misma tabla
realidades diferentes. Quizá compartan algunos rasgos, pero resulta confuso
presentarlos como si fueran equivalentes.
Esta dificultad es todavía más acusada cuando nos
detenemos a examinar la Iglesia. Así, por ejemplo, en el islamismo podemos
encontrar prácticas ascéticas, como las hay en el cristianismo; sin embargo, el
Islam no es una Iglesia. De la misma forma, el confucionismo ha informado
moralmente la civilización china, al igual que el cristianismo ha propuesto un
determinado actuar moral. Pero nunca un seguidor de Confucio
reivindicará el nombre de Iglesia para todos los que viven de acuerdo con las
enseñanzas de su maestro.
La Iglesia es una realidad única. Probar su
singularidad es una tarea compleja porque no es fácil encontrar algo
equiparable. De ahí que, para Chesterton, la Iglesia debería compararse con el
conjunto de todas las religiones paganas: “es el Paganismo el único rival
auténtico de la Iglesia de Cristo” .
A diferencia de los enfoques comparados de las
religiones, Chesterton analizó el paganismo precristiano desde una perspectiva
interior y espiritual. Como buen maestro de la paradoja, estaba convencido de
que este ángulo facilitaría explicar mejor la realidad del hecho religioso
pagano, y, en consecuencia, entender con más profundidad la singularidad de la
Iglesia.
El asombro de
Chesterton
Además de periodista polémico, Chesterton destacó como
crítico literario. Sabía iluminar los autores que comentaba, de modo que
enriquecía la mirada del lector con luces nuevas y originales. La segunda parte
de El hombre eterno recoge esa capacidad de lectura profunda y crítica
aplicada a los textos del Evangelio.
Chesterton escribe: “debo intentar imaginarme qué
sucedería a un hombre que realmente leyera la historia de Cristo como la
historia de un hombre, incluso de un hombre de quien nunca antes hubiera oído
hablar. Y me gustaría señalar que una lectura de este tipo, realmente
imparcial, conduciría, si no inmediatamente a la creencia, al menos a una
perplejidad para la que no habría otra solución que creer”.
Wells también pretendía ser objetivo al tratar la
figura de Jesucristo, pero el resultado no podría ser más diverso. Wells
escribe desde el racionalismo que procura caminar por la senda de la certeza
experimentable, y, por ello, no admite dar un paso apoyándose en la fe.
En cambio, Chesterton asume inicialmente la tesis
racionalista de que Cristo no puede ser Dios sino sólo un hombre. A partir de
este punto, nos va mostrando la perplejidad que se deriva de este
planteamiento, e, incluso, el absurdo al que nos abocamos. La única solución
para salir de esta perplejidad es justamente admitir el dato de fe de que
Cristo es efectivamente Dios. Este es el método de demostración conocido como
‘reducción al absurdo’.
Fiel a tratar de acceder al texto como si fuera la
primera vez y sin prescindir de ninguna parte, Chesterton califica al Evangelio
como la afirmación más sorprendente que el hombre haya hecho nunca. No se trata
de un relato mitológico o fantástico, o de un sistema filosófico que pueda dar
razón de todo: “se trata, nada menos, que de la rotunda afirmación de que el
misterioso creador del mundo lo ha visitado en persona. De que, real e incluso
recientemente, o justo en la plenitud de los tiempos, caminó por la tierra este
original Ser invisible, sobre el que los pensadores hacen teorías y los mitologistas
mitos: el Hombre Que Hizo el Mundo”.
Y esta afirmación, inverosímil para una mentalidad
racionalista, ha sido anunciada como una noticia cargada de esperanza, y
continúa siendo difundida por unos mensajeros con un vigor y un ímpetu que
supera las fuerzas humanas: “lo que desconcierta al mundo, a sus sabios
filósofos y a sus imaginativos poetas paganos, respecto a los sacerdotes y
personas que forman parte de la Iglesia Católica es que todavía se comportan
como si fueran mensajeros. Un mensajero no se para a considerar o discute cuál
podría ser el sentido de su mensaje, lo entrega tal cual es. No se trata de una
teoría o una suposición sino de un hecho. No nos interesa en este esbozo,
deliberadamente rudimentario, probar con detalle que se trata de un hecho, sino
señalar que estos mensajeros tratan su mensaje de la misma forma que se trata
un hecho”[ .
A pesar del mensaje inaudito que anuncian estos
curiosos mensajeros, el paso del tiempo no ha hecho sino amplificar su
difusión. Hablan sobre esta noticia como si acabara de suceder puesto que se
presentan como testigos. El testimonio conlleva una experiencia vivida. Estos
mensajeros no ofrecen su mensaje con vistas a ser entendidos o ser admirados
sino que lo transmiten íntegro porque han sido enviados precisamente para darlo
a conocer.
Este es el hecho sorprendente que aclara el gran
enigma de la historia: que un mensaje tan frágil, cuya integridad resiste a la
razón y deslumbra a la imaginación, siga siendo anunciado sin recortes de
conveniencia: “si fuera un error, no hubiera podido durar más que un día. Si se
tratara de un mero éxtasis, no podría aguantar más de una hora. Sin embargo, ha
aguantado dos mil años, y el mundo, a su sombra, se ha hecho más lúcido, más equilibrado,
más razonable en sus esperanzas, más sano en sus instintos, más gracioso y
alegre ante el destino y la muerte, que todo el mundo que no se acoge a ella”.
Conclusión
Aquellos pescadores que se enfrentaron por primera vez
en Galilea al dilema de la historia de la humanidad supieron, con sus pocas
luces intelectuales pero con un corazón renovado, intuir la clave que resolvía
el enigma. La respuesta al dilema de quién es Jesucristo transformó a aquellos
apóstoles, que no fueron simples predicadores o piadosos sacerdotes, sino que
se sabían mensajeros y ejercieron como tales.
Con El hombre eterno, Chesterton se unió al
cuerpo de esos mensajeros para proclamar esa misma respuesta de un modo ameno y
profundamente intelectual. Bien podría decirse de él lo mismo que escribió
sobre los que anuncian el contenido del Evangelio: “El ímpetu de aquellos
mensajeros aumenta mientras corren a extender su mensaje. Siglos después
todavía hablan como si algo acabara de suceder. No han perdido la frescura y el
ímpetu de los mensajeros. Sus ojos apenas han perdido la fuerza de los que
fueron auténticos testigos”.