El Papa en la Audiencia General
Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Una de las consecuencias del llamado bienestar
es llevar a las personas a encerrarse en sí mismas, volviéndolas
insensibles a las exigencias de los demás. Se hace de todo para
engañarlas, presentando modelos de vida efímeros, que desaparecen a los
pocos años, como si nuestra vida fuese una moda a seguir y cambiar en
cada estación. No es así. La realidad hay que acogerla y afrontarla como
es, y a menudo nos hace encontrar situaciones de necesidad urgente. Por
eso, entre las obras de misericordia, se encuentra la referida al
hambre y la sed: dar de comer a los hambrientos −¡hay tantos hoy!− y de
beber a los sedientos. Cuántas veces los medios nos informan de
poblaciones que sufren la falta de alimento y de agua, con graves
consecuencias especialmente para los niños.
Ante ciertas noticias, y especialmente
ciertas imágenes, la opinión pública se siente removida y organizan de
vez en cuando campañas de ayuda para estimular la solidaridad. Se hacen
generosas donaciones y se puede contribuir a aliviar el sufrimiento de
muchos. Esta forma de caridad es importante, pero tal vez no nos implica
directamente. En cambio, si yendo por la calle nos cruzamos con una
persona en necesidad, o un pobre viene a llamar a la puerta de nuestra
casa, es muy distinto, porque ya no estoy delante de una imagen, sino
que nos vemos implicados en primera persona. Ya no hay distancia alguna
entre él o ella y yo, y me siento interpelado. La pobreza en abstracto
no nos interpela; nos hace pensar, nos hace lamentarnos; pero cuando ves
la pobreza en la carne de un hombre, de una mujer, de un niño, ¡eso sí
que nos interpela! De ahí la costumbre que tenemos de huir de los
menesterosos, de no acercarnos o maquillar un poco la realidad de los
necesitados con las costumbres de moda. Así nos alejamos de esa
realidad. Sin embargo, no hay ninguna distancia entre el pobre y yo
cuando me lo cruzo.
En esos casos, ¿cuál es mi reacción?
¿Miro para otro lado y paso de largo? ¿O me paro a hablar y me intereso
por su estado? Si haces eso, no faltará alguno que diga: ¡Ese está loco hablando con un pobre!
¿Veo si puedo acoger de algún modo aquella persona o procuro librarme
de ella cuanto antes? Tal vez solo pide lo necesario: algo de comer y
beber. Pensemos un momento: cuántas veces rezamos el Padrenuestro, pero
no prestamos verdadera atención a las palabras: «Danos hoy nuestro pan de cada día».
En la Biblia, un Salmo dice que Dios es «el que da el alimento a todo ser viviente»
(136,25). La experiencia del hambre es dura. Algo sabe el que haya
vivido periodos de guerra o de carestía. Sin embargo, esa experiencia se
repite cada día y convive junto a la abundancia y el derroche. Siempre
son actuales las palabras del apóstol Santiago: «Hermanos míos, ¿de
qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la
fe salvarle? Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen
necesidad del alimento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en
paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias
para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene
obras, es muerta en sí misma» (2,14-17): porque es
incapaz de hacer obras, de hacer caridad, de amar. Siempre hay alguien
que tiene hambre y sed y me necesita. No puedo delegar en ningún otro.
Ese pobre me necesita, necesita mi ayuda, mi palabra, mi compromiso. Todos estamos involucrados en esto.
Es también la enseñanza de aquella
página del Evangelio donde Jesús, viendo a tanta gente que desde hacía
horas le seguía, pide a sus discípulos: «¿Dónde podemos comprar pan para que estos puedan comer?» (Jn 6,5). Y los discípulos responden: «Es imposible, es mejor que los despidas». En cambio, Jesús les dice: «No. Dadles vosotros de comer» (cfr. Mc 6,37).
Hace que le lleven los pocos panes y peces de que disponían, los
bendice, los parte y los manda distribuir a todos. Es una lección muy
importante para nosotros. Nos dice que lo poco que tenemos, si lo
confiamos en manos de Jesús y lo compartimos con fe, se convierte en una
riqueza sobreabundante.
El Papa Benedicto XVI, en la Encíclica Caritas in veritate, afirma: «Dar
de comer a los hambrientos es un imperativo ético para la Iglesia
universal. […] El derecho a la alimentación, así como el del agua,
revisten un papel importante para la consecución de otros derechos. […]
Es necesario por tanto que madure una conciencia solidaria que conserve
la alimentación y el acceso al agua como derechos universales de todos
los seres humanos, sin distinciones ni discriminaciones» (n. 27). No olvidemos las palabras de Jesús: «Yo soy el pan de vida» (Jn 6,35) y «si alguno tiene sed, venga a mí y beba» (Jn 7,37).
Estas palabras son una provocación para todos los creyentes, una
provocación a reconocer que, dando de comer a los hambrientos y de beber
a los sedientos, es por donde pasa nuestro trato con Dios, un Dios que
reveló en Jesús su rostro de misericordia.