En la Segunda Carta a Timoteo (4,9-17)
descubrimos cómo es el final de los apóstoles que, como San Pablo, en la
última fase de su vida, experimentan la soledad, las dificultades.
Solo, mendicante, víctima, abandonado. ¡Y es el gran Pablo, el mismo que
oyó la voz del Señor, la llamada del Señor! Ese que fue de un sitio a
otro, el que sufrió tantas cosas y tantas pruebas por la predicación del
Evangelio, el que hizo comprender a los Apóstoles que el Señor quería
que también los gentiles entrasen en la Iglesia, el gran Pablo
que en la oración subió hasta el séptimo cielo y escuchó cosas que nadie
había oído antes: el gran Pablo, ahí, en aquel cuartucho de una casa,
en Roma, esperando cómo acabará la lucha de la Iglesia entre las partes,
entre las rigideces de los judaizantes y los discípulos fieles a él. Y
así acaba la vida del gran Pablo, en la soledad: no en el resentimiento
ni en la amargura, sino con desolación interior.
Así le pasó también a Pedro y al gran
Juan Bautista, que en la celda, solo, angustiado, manda a sus discípulos
a preguntar a Jesús si era él el Mesías, y acaba con la cabeza cortada
por el capricho de una bailarina y la venganza de una adúltera. Así le
pasó a Maximiliano Kolbe, que había hecho un movimiento apostólico en
todo el mundo y tantas cosas grandes, y murió en la celda de un lager.
El apóstol, cuando es fiel, no espera otro fin que el de Jesús. Pero el
Señor está cerca, no lo deja, y ahí encuentra su fuerza. Así muere
Pablo. Esa es la Ley del Evangelio: si el grano de trigo no muere, no da fruto. Luego viene la resurrección. Un teólogo de los primeros siglos (Tertuliano, ndt) decía que la sangre de los mártires es la semilla de los cristianos.
Morir así, como mártires, como testigos de Jesús es la semilla que
muere y da fruto y llena la tierra de nuevos cristianos. Cuando el
pastor vive así no está amargado: quizá tenga soledad, pero tiene la
certeza de que el Señor está junto a él. Cuando el pastor, en su vida,
se ha ocupado de otras cosas que no son los fieles –está por ejemplo
apegado al poder, está apegado al dinero, está apegado a las camarillas,
está apegado a tantas cosas– al final no estará solo, a lo mejor están
los sobrinos, que esperarán a que se muera para ver qué pueden llevarse.
Cuando voy a visitar casas de reposo de
sacerdotes ancianos encuentro tantos buenos, buenos, que han dado la
vida por los fieles. Y están ahí, enfermos, paralíticos, en silla de
ruedas, pero en seguida se ve la sonrisa. ‘Está bien, Señor; está bien, Señor’, porque sienten al Señor cercanísimo a ellos. Y con esos ojos brillantes que tienen, te preguntan: ‘¿Cómo va la Iglesia? ¿Cómo va la diócesis? ¿Cómo van las vocaciones?’.
Hasta el final, porque son padres, porque han dado la vida por los
demás. Volvamos a Pablo. Solo, mendicante, víctima de abusos, abandonado
por todos, menos por el Señor Jesús: ‘Pero el Señor me ayudó’. Y
el Buen Pastor, el pastor debe tener esa seguridad: si va por la senda
de Jesús: el Señor estará cerca hasta el final. Pidamos por los pastores
que están al final de su vida y que están esperando que el Señor les
lleve con Él. Y pidamos para que el Señor les dé la fuerza, el consuelo y
la seguridad de que, aunque se sientan enfermos e incluso solos, el
Señor está con ellos, cerca de ellos. Que el Señor le dé la fuerza.