Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei
A lo largo de este año, estamos
procurando que la misericordia de Dios deje huella en nuestra vida
interior y se traduzca en obras. Como decía san Josemaría, es en las
situaciones ordinarias donde se fragua el ambiente más adecuado para
hacer presente esa bondad de Dios: o le encontramos allí o no le
encontraremos nunca.
Así, la convivencia con los demás y el
lugar laboral o familiar se transforman en ocasiones para identificarnos
con Él y, con esa palanca del amor, elevar el mundo a Dios. En este
sentido, será muy oportuno que examinemos cómo vivimos la obra de
misericordia que nos disponemos a considerar este mes: sufrir y amar con
paciencia los defectos del prójimo.
Amor y sufrimiento resultan dos
realidades difícilmente separables. ¿Quién no ha sufrido por amor a un
cónyuge, a un hijo o a un amigo? A veces, esta singular combinación
puede resultar un misterio, pero Jesús desde la Cruz nos demuestra que
ese fue el camino recorrido por el mismo Dios. Conscientes de que el
Señor sabe más, cuando nos enfrentemos a este misterio en medio de lo
cotidiano, miremos la Cruz que será fuente de paz.
El fundador del Opus Dei aconsejaba
siempre que llevásemos un crucifijo en el bolsillo, o que lo pusiéramos
encima de nuestra mesa de trabajo, junto a la fotografía de las personas
queridas. De esa manera −besándolo o dirigiendo unas palabras al
Crucificado−, resultará más fácil aceptar las contrariedades del día,
hacer frente a nuestras derrotas sin desanimarnos o superar los
inevitables desencuentros con los demás. San Josemaría añadía que no hay
que soportar al prójimo, sino amarlo para recorrer con él su camino
cotidiano.
Perder el miedo a la cruz, amarla,
abrazarla sin temor cuando llega en las situaciones ordinarias o de
manera extraordinaria, nos agrandará el corazón y así acogeremos a los
demás cuando más lo necesiten. Nos prepararemos de este modo para
presentarnos ante ese Dios que nos comprende y nos aguarda en el Cielo,
dispuesto a versar a manos llenas su amor infinito sobre nuestra pobre
alma.
San Pablo describía con estas palabras
las características de un amor purificado: “El amor es paciente, es
bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se
comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda
rencor...”.
Amigos y amigas, si deseamos en serio el
bien de los demás, comprenderemos que ante el hermano débil no hay
espacio para las prisas, las críticas o la impaciencia. Aunque quizá
pretendemos moldear al prójimo a nuestro gusto, y con facilidad nos
puede irritar su persistencia en los mismos defectos, ¿no es verdad que
Dios ha tenido y tiene más paciencia con nosotros?
Durante la transfiguración, mientras el
Señor se gozaba con el Padre y el Espíritu Santo, los nueve discípulos
que lo aguardaban al pie de la montaña, intentaban en vano curar a un
muchacho lunático. Su falta de fe les volvía incapaces de aliviar al
chico, quien se arrojaba al agua y al fuego para causarse daño.
Jesucristo, informado del fracaso de sus discípulos, reaccionó con una
cierta nota de desencanto, en la que quizá reconozcamos nuestra propia
desilusión o distanciamento ante los defectos de los demás. “¿Hasta
cuándo estaré con vosotros? −exclamó el Redentor−. ¿Hasta cuándo habré
de sobrellevaros?”.
Sin embargo, como Jesús había venido a
la Tierra para redimir a los hombres, con gran paciencia hacia todos,
curó al muchacho y explicó a sus discípulos el origen de su fracaso: “Si
tuviérais fe −les dijo− (...) nada os sería imposible”. El amor
profundo del Señor por los hombres −por ti, por mí− es la fuerza que le
mueve a rescatarnos, a ofrecernos su perdón una y otra vez, a considerar
en nosotros la dignidad de hijos de Dios −que Él nos ha ganado− y que
está oculta bajo la capa de nuestras miserias.
Siguiendo los pasos de Cristo, no nos
apartemos ante los defectos del prójimo y, sin victimismos, comprendamos
que no se trata de “soportarle”, sino de acogerlo con humildad. Miremos
a los demás con los ojos benignos con los que Dios les mira y nos mira,
no con los nuestros. Si con facilidad nos surge la crítica interna o
nos creemos incapaces de sobrellevar por más tiempo el carácter de esta o
de aquella persona, cuidemos mejor nuestro examen de conciencia
personal. Quien no se conoce bien, quien no busca la humildad, tiende a
ser intransigente con los demás. Sobre esto, san Agustín escribió que
“es mejor un pecador humilde que un santurrón soberbio”.
Recuerdo que san Josemaría solía
recogerse frente al Sagrario unos minutos, también al final del día,
antes de retirarse a dormir, para concretar el balance de su jornada.
Esos instantes ante el Señor le ayudaban a recordar las ocasiones en que
podía haberse dado más a los otros, y pedía perdón a Dios, y ayuda para
afrontar mejor el día siguiente. Sólo quien conoce su propia debilidad,
y se ha reído un poco de su poqueza, descubre cuánto necesita de Dios y
de la comprensión de los hermanos.
Únicamente un alma paciente y humilde,
consciente de sus defectos, está en condiciones de abrirse a quien
necesita puntualmente una mano a la que agarrarse, un consejo certero o
una sonrisa que expresa una sincera comprensión. Poco se logra, en
cambio, con el enfrentamiento o con frases cargadas de cinismo o
despecho.
San Josemaría hacía este comentario a
los matrimonios: “Que procuréis ser siempre jóvenes, que os guardéis
enteramente el uno para el otro, que lleguéis a quereros tanto que améis
los defectos del consorte, si no son ofensa a Dios”. Amar los defectos
del consorte, o de una amiga o un amigo, resulta posible cuando el amor
es maduro. Y esa actitud no implica que aceptemos estoicamente los
defectos de los otros. Deseamos el bien de los demás, y por tanto
trataremos de ayudarle a desterrar esas faltas, como pueden ser el
carácter colérico o apático, el desorden, la sensualidad, la pereza o el
activismo, la impuntualidad, el derroche, etcétera.
Esas imperfecciones son cruces que cada
uno de nosotros carga durante muchos años, quizá de forma permanente. No
añadamos más peso a la cruz que cada uno soporta: la paciencia hacia el
prójimo será para muchos ese Cirineo que alivia la lucha diaria y que
nos ayuda a identificarnos con ese Cristo que camina hacia el Calvario,
cargando la Cruz por nosotros.
Pidamos a la Virgen que nos enseñe a ser
pacientes. Ella supo acoger a los apóstoles que habían abandonado a su
Hijo y acompañó maternalmente a la Iglesia en sus primeros pasos.
Estemos seguros de que María camina con nosotros, ayudándonos a llenar
de comprensión misericordiosa las relaciones entre los hombres.