P. Antonio Rivero, L.C.
Idea principal: ¿Dónde estamos retratados cuando oramos a Dios: en el fariseo orgulloso o en el humilde publicano?
Síntesis del mensaje: Si Dios tiene una
debilidad es ésta: ante el humilde se conmueve, lo bendice, lo llena de
bienes, lo escucha (salmo y evangelio). Sí, los gritos del humilde y
pobre atraviesan las nubes (1ª lectura). El domingo pasado Dios nos
invitaba a ser agradecidos, reconociendo lo que Él hace por nosotros.
Hoy nos disuade de adoptar una actitud de soberbia y engreimiento, en
nuestra oración y en nuestra vida. San Pablo al decir que ha combatido
bien el combate de la fe no lo hace para presumir como el fariseo del
evangelio, sino para reconocer la obra de Dios en él y en las
comunidades cristianas por él fundadas (2ª lectura).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, observemos al fariseo.
Es la personificación de la soberbia encarnada. Tomemos nota de sus
actitudes. Está de pie, en vez de rodillas. Se auto alaba y abanica, en
vez de adorar y alabar a Dios. Tapa la boca a Dios, y sólo habla de sí
mismo, en vez de escuchar a Dios. Juzga al pobre publicano, en vez de
mirar su mezquino y podrido corazón. Orgulloso, autosuficiente,
vanidoso, justo satisfecho de sí mismo y que mira por encima del hombro a
los otros. Se cree buena persona porque cumple como el primero, no roba
ni mata, ayuda cuando toca y paga lo que hay que pagar. Pero no ama.
Está lleno de su propia santidad, y no hay lugar para la gracia de Dios.
Es justo, pero con poca fe, humildad y sinceridad dentro. Orgulloso de
sus virtudes, y da gracias a Dios por lo bueno que es, y no porque Dios
le da gracias para ser bueno y honesto. Enumera con gusto la lista de
virtudes y sus méritos. Su oración fue un estallido de soberbia.
¿Resultado? Sale del templo peor que entró, pues la oración del soberbio
no llega a Dios (1ª lectura). Este tipo de personas repugna a Dios.
En segundo lugar, observemos al publicano. El publicano era un sinvergüenza integral. Era el recaudador de la Hacienda del fisco y de los impuestos. Tenía las aduanas ganadas a subasta o a contrata o a soborno. Y recaudaba para los arcones de Roma, para las arcas del templo y, de paso, para su bolsillo. Sí, había tarifas, pero ¿qué le importaba? Los griegos tenían un refrán ‘los recaudadores, todos pecadores’. El publicano no tenía ni derechos civiles. Pero, este publicano de hoy fue tocado por el dedo de Dios y vino a pedir perdón al Señor. Ejemplo de humildad. Tomemos nota de sus actitudes. Se mantiene a distancia, porque no se cree digno de acercarse al Dios tres veces santo. Se reconoce pecador delante de Dios, y no justo y santo. Tal vez no era muy dado a rezar, pero el día que se decidió a ir al templo, oró con toda su alma, golpeándose el pecho. Subió al templo a orar y se echó a llorar. Su oración fue un estallido de desconsuelo. Y Cristo lo alabó, pues vino al mundo como abogado de causas perdidas. ¿Resultado? Sale del templo justificado, es decir, perdonado, reconciliado por Dios y con Dios. Si hay una debilidad en Dios es ésta: bendice al humilde pecador que pide perdón.
Finalmente, observémonos a nosotros mismos. Para
los oyentes de Jesús, esta parábola del fariseo y del publicano, tuvo
que ser una sorpresa, un escándalo y un rechazo. Porque, ¿qué ha hecho
de malo el fariseo? ¿Qué ha hecho de bueno el publicano? ¿De manera que
Dios le hace ascos al fariseo, cumplidor fiel de la ley, y prefiere al
que de la ley ha hecho mangas y capirotes? Pues entonces, ancha es
Castilla y, ¡a vivir, que son cuatro días! ¡Cuidado! Jesús no condenó al
fariseo religioso y cumplidor, ni canonizó al publicano, sino que
mejoró a los dos. ¿Qué somos: fariseos o publicanos? Seremos fariseos
orgullosos, si no nos reconocemos pecadores y necesitados de
misericordia divina; si vamos pregonando nuestras virtudes y buenas
obras como si fueran conquistas de nuestros músculos y no gracias de
Dios correspondidas y secundadas;
si juzgamos a los demás y nos consideramos mejores que ellos, cuando
sólo Dios conoce el corazón de cada uno; cuando cumplimos por cumplir y
ganarnos la salvación, y no para contentar a Dios y ayudar al prójimo. Seremos publicanos
mirados y bendecidos por Dios, cuando acudimos a orar a Dios para
alabarle, adorarle, bendecirle, pedirle perdón por nuestros pecados;
cuando consideramos a los demás mejores que nosotros, e incluso los
perdonamos sin rencor cuando no nos asisten o nos abandonan, como le
pasó a san Pablo (2ª lectura); cuando cumplimos por amor a Dios. Yo saco
esta moraleja: aquí todos o fariseos o publicanos. ¿Que uno cumple como
un robot? Conviértase a la cordialidad con Dios como el publicano. ¿Que
uno vive como un publicano? Recuerde que, además, tiene que cumplir
como un fariseo de los buenos. Dios mejorará a los dos. Es lo que me
sugiere esta parábola.
Para reflexionar: ¿En cuál de los dos
personajes nos sentimos reflejados: en el que está contento y seguro de
sí mismo y desprecia a los demás, o en el pecador que invoca el perdón
de Dios? ¿Cuánto tengo de fariseo y cuánto de publicano? ¿Voy a la
oración con humildad, confianza y anhelo de ser perdonados y perdonar?
Para rezar: recemos con santa Teresita de Liseux esta oración para pedir la gracia de la humildad: “Te
ruego, divino Jesús, que me envíes una humillación cada vez que yo
intente colocarme por encima de las demás. Yo sé bien Dios mío, que al
alma orgullosa tú la humillas y que a la que se humilla le concedes una
eternidad gloriosa; por eso, quiero ponerme en el último lugar y
compartir tus humillaciones, para tener parte contigo en el Reino de los
cielos. Pero
Tú, Señor, conoces mi debilidad. Cada mañana hago el propósito de
practicar la humildad, y por la noche reconozco que he vuelto a cometer
muchas faltas de orgullo. Al ver esto, me tienta el desaliento, pero sé
que el desaliento es también una forma de orgullo. Por eso, quiero, Dios
mío, fundar mi esperanza sólo en Ti. Para alcanzar esta gracia de tu
infinita misericordia, te repetiré muchas veces: ¡Jesús, manso y humilde
de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo!”.