El Papa en la audiencia general
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!!
Proseguimos en la reflexión sobre las
obras de misericordia corporal, que el Señor Jesús nos ha entregado
para mantener siempre viva y dinámica nuestra fe. Esta obra, de hecho,
hace evidente que los cristianos no están cansados ni perezosos en la
espera del encuentro final con el Señor, sino que cada día van a su
encuentro, reconociendo su rostro en el de tantas personas que piden
ayuda. Hoy nos detenemos sobre esta palabra de Jesús: “Estaba de paso, y
me alojaron; desnudo, y me vistieron” (Mt 25,35-36).
En nuestro tiempo es más actual que nunca la obra que se refiere a los
forasteros. La crisis económica, los conflictos armados y los cambios
climáticos, empujan a muchas personas a emigrar. Aún así, las
migraciones no son un fenómeno nuevo, sino que pertenecen a la historia
de la humanidad. Pensar que sean propias de estos años es falta de
memoria histórica.
La Biblia nos ofrece muchos ejemplos
concretos de migración. Basta pensar en Abrahán. La llamada de Dios lo
empuja a dejar su país para ir a otro: “Deja tu tierra natal y la casa
de tu padre, y ve al país que yo te mostraré”. (Gen 12,1).
Y así fue para el pueblo de Israel, que desde Egipto, donde era
esclavo, caminó durante cuarenta años en el desierto hasta que llegó a
la tierra prometida de Dios. La misma Sagrada Familia — María, José y el
pequeño Jesús– se vio obligada a emigrar para huir de la amenaza de
Herodes: “José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a
Egipto. Allí permaneció hasta la muerte de Herodes” (Mt 2,14-15).
La historia de la humanidad es historia de migraciones: en todas
partes, no hay pueblo que no haya conocido el fenómeno migratorio.
A lo largo de los siglos hemos
asistido a grandes expresiones de solidaridad, aunque no hayan faltado
las tensiones sociales. Hoy, el contexto de crisis económica favorece
lamentablemente el surgir de actitudes de clausura y de no acogida. En
algunas partes del mundo surgen muros y barreras. Parece a veces que la
obra silenciosa de muchos hombres y mujeres que, de diversas maneras,
hacen todo lo posible para ayudar y asistir a los refugiados y los
migrantes se vea oscurecida por el ruido de otros que dan voz a un
egoísmo instintivo. Pero cerrarse no es una solución, es más, termina
por favorecer los tráficos criminales. El único camino de solución es el
de la solidaridad. Solidaridad con el inmigrante, el forastero.
El compromiso de los cristianos en
este campo es urgente hoy como en el pasado. Mirando al siglo pasado,
recordamos la estupenda figura de santa Francesca Cabrini, que dedicó su
vida junto con sus compañeras a los migrantes hacia Estados Unidos.
También hoy necesitamos estos testimonios para que la misericordia pueda
alcanzar a muchos que están necesitados. Es un compromiso que
involucra a todos, no excluye a nadie. Las diócesis, las parroquias, los
institutos de vida consagrada, las asociaciones y los movimientos, como
los cristianos, todos estamos llamados a acoger a los hermanos y las
hermanas que huyen de la guerra, del hambre, de la violencia y de
condiciones de vida deshumanas. Todos juntos tenemos una gran fuerza de
apoyo para los que han perdido la patria, familia, trabajo y dignidad.
Hace algunos días sucedió una pequeña
historia, una historia de ciudad. Había un refugiado que buscaba una
calle, y una señora se le acercó. “¿Busca algo?” Y estaba sin zapatos
este refugiado. Y él dijo: “yo quisiera ir a san Pedro para entrar por
la Puerta Santa”. Y la señora pensó, no tiene zapatos. ¿Cómo va a andar?
Llamó un taxi, pero el refugiado olía mal. Y el taxista casi no quería
que subiera pero al final le ha permitido y la señora junto a él. La
señora preguntó un poco de su historia de refugiado, de migrante. El
recorrido hasta llegar aquí. Este hombre contó su historia de dolor, de
guerras, de hambre, y por qué había huido de su patria para emigrar
aquí.
Cuando llegaron la señora abrió el
bolso para pagar y el taxista –el que al inicio no quería que este
migrante subiera porque olía mal– le dijo a la señora. “No señora, soy
yo que debo pagarla a usted, porque me ha hecho escuchar una historia
que me ha cambiado el corazón”.
Esta señora sabía qué era el dolor de
un migrante porque tenía sangre armena y conoce el sufrimiento de su
pueblo. Cuando hacemos algo así, al principio rechazamos por
incomodidad, huele mal. Pero al final de la historia, nos perfuma el
alma y nos hace cambiar. Pensemos en esta historia y pensemos qué
podemos hacer por los refugiados.
Y la otra cosa es vestir al que está
desnudo. ¿Qué quiere decir si no restituir la dignidad a quien la ha
perdido? Ciertamente dando vestido a quien no tiene; pero pensemos
también en las mujeres víctimas de la trata en las calles, o en los
otros demasiados modos de usar el cuerpo humano como mercancía, incluso
de menores. Y también así no tener un trabajo, una casa, un salario
justo, o ser discriminados por la raza o por la fe. Y a todas las formas
de “desnudez”, frente a las cuales como cristianos estamos llamado a
estar atentos, vigilantes y preparados para actuar.
Queridos hermanos y hermanas, no
caigamos en la trampa de encerrarnos en nosotros mismos, indiferentes a
las necesidades de los hermanos y preocupados solo por nuestros
intereses. Es precisamente en la medida en la que nos abrimos a los
otros que la vida se hace fecunda, las sociedades adquieren la paz y las
personas recuperan su plena dignidad. No se olviden de la señora, del migrante, del taxista.