El Papa en Santa Marta
La lectura del Génesis nos habla de Caín y Abel (4,1-15.25). Por primera vez en la Biblia se dice la palabra hermano.
Es la historia de una fraternidad que debería crecer y ser hermosa,
pero que acaba destruida. Una historia que comienza con pequeños celos.
Caín está molesto porque su sacrificio no agrada a Dios y empieza a
cultivar ese enfado por dentro. Podría controlarlo, pero no lo hace.
Caín prefirió el instinto, prefirió cocinar dentro de sí ese
sentimiento, agrandarlo, dejarlo crecer. El pecado que cometerá después,
ya está agazapado detrás de ese sentimiento. Y crece, crece. Así crecen
las enemistades entre nosotros: comienzan con una cosa pequeña, unos
celos, una envidia, pero luego crece y vemos la vida solo desde ese
punto y aquella mota se convierte para nosotros en una viga, ¡pero la viga la tenemos nosotros! Y nuestra vida gira en torno a eso, y acaba destruyendo el vínculo de fraternidad.
Poco a poco nos vamos obsesionando, nos
acosa ese mal, que crece cada vez más. Crece y crece la enemistad, y
acaba mal. Siempre. Me distancio de mi hermano: ese ya no es mi hermano, es un enemigo, hay que destruirlo, expulsarlo…, y
así las enemistades destruyen a la gente, destruyen familias, pueblos,
todo. Ese “comerse el coco”, siempre obsesionado con eso. Esto le pasó a
Caín, y al final eliminó a su hermano. No: ya no hay hermano: solo yo. No hay fraternidad: solo yo.
Esto que pasó al comienzo, nos puede pasar a todos; por eso, el proceso
hay que parado en seguida, al principio, a la primera amargura. La
amargura no es cristiana. El dolor sí, la amargura no. El resentimiento
no es cristiano. El dolor sí, el resentimiento no. Cuántas enemistades,
cuántas divisiones. También en nuestros presbiterios, en nuestros
colegios episcopales, ¡cuántas divisiones comienzan así! Pero, ¿por qué a ese le han dado esa sede y no a mí? ¿Y por qué a ese?… Cosas pequeñas, divisiones que destruyen la fraternidad.
Dios pregunta: “¿Dóndes está Abel, tu
hermano?”. La respuesta de Caín es irónica: “No sé; ¿acaso soy yo el
guardián de mi hermano?”. ¡Sí, tú eres el guardián de tu hermano! Y
el Señor le dice: “La sangre de tu hermano me está gritando desde el
suelo”. Cada uno –yo también– puede decir que nunca ha matado a nadie.
Pero si tienes un sentimiento malo hacia tu hermano, ¡ya lo has matado!;
si insultas a tu hermano, ¡lo has matado en tu corazón! Matar es un
proceso que empieza con lo pequeño. Cuántos poderosos de la Tierra
pueden decir: A mí me interesa ese territorio, me interesa ese trozo
de tierra, este otro…; si la bomba cae y mata a 200 niños, pues no es
culpa mía: es culpa de la bomba. A mí me interesa el territorio… Todo empieza con ese sentimiento que te lleva a distanciarte, a decir al otro: Ese es fulano, ese es así, pero no es hermano…,
y acaba en la guerra que mata. ¡Pero tú ya mataste al principio! Es el
proceso de la sangre, y hoy la sangre de tanta gente del mundo grita a
Dios desde el suelo. Y todo está unido: esa sangre –quizá una gotita de
sangre–, con mi envidia, mis celos, yo la he hecho salir, cuando destruí
la fraternidad.
Que el Señor nos ayude hoy a repetir estas palabras suyas: ¿Dónde está tu hermano?
Que nos ayude a pensar en los que destruimos con la lengua y en todos
los que en el mundo son tratados como cosas y no como hermanos, porque
parece más importante un trozo de tierra que el vínculo de la
fraternidad.