¿Por qué generaban aquellos primeros cristianos tal atracción? ¿Por
qué su vida y su testimonio llamaban a incorporarse a tantos a la
comunidad? La respuesta quizá está en la gran novedad que la Iglesia
anunciaba al mundo. Anunciaba con palabras y obras a Jesucristo, el Hijo
de Dios hecho hombre, la Palabra de Vida, que vino al mundo a hacernos
«partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4). ¡Qué Dios es este, que
se hizo hombre para que comprendiéramos mejor quién es Él y cómo actúa y
quién es el hombre! Vino a hacernos partícipes de su propia vida. Y la
atracción está en que el pueblo no quiere andar en sombras de muerte,
desea la vida, la felicidad; busca por todas partes la fuente de la
vida. Aquellos primeros cristianos interpelaban y atraían porque todos
los hombres, en su búsqueda de la felicidad, quieren encontrar
testimonios creíbles de santidad y de compromiso.
¡Qué fuerza tienen las comunidades cristianas cuando, sintiéndose
Cuerpo de Cristo, comunican la vida de Jesús el Buen Pastor, poniéndose
al servicio de regalar siempre vida, con testimonio y entusiasmo!
Nuestras comunidades cristianas, como Jesús, tienen que acercarse a los
ciegos que van por los caminos sin ver en el otro una imagen real de
Dios a la que hay que cuidar, respetar y hacerle vivir en la dignidad
que Este le ha dado. Tienen que ser comunidades que se acerquen
dignificando a las personas como Él lo hizo con la samaritana. Tienen
que acercarse a los enfermos de cualquier clase y curarlos desde la
cercanía, el amor y el respeto, dando lo que más necesita el ser humano
para vivir. Tienen que acercarse a liberar a quienes viven de las
fuerzas del mal, a quienes están atosigados por fuerzas que quitan la
vida a uno mismo y a los demás. ¡Qué gracia tan grande es ver a la
comunidad cristiana actuando como Jesús, incluyendo a todos los hombres,
a los de cerca y a los de lejos, a los que lo reconocen y a los que no
desean nada con Él! Incluye a todos: come y bebe con pecadores; toca a
los leprosos; deja que una mujer con mala vida lave sus pies; invita a
Nicodemo a nacer de nuevo, y nos exhorta a todos a la reconciliación, a
amar a los enemigos, a optar por los más pobres.
Siguiendo las huellas de la primera comunidad cristiana que quería
hacer presente y vivo a Jesús, descubro la conciencia tan clara que
tenían de ser luz y sal del mundo. Deseaban brillar en medio de la
historia, en todas las culturas a las que se aproximaron, no con luz
propia, sino con la luz que Jesús les había dado con su vida. Si tuviese
que resumir lo que ellos eran, diría que eran justos. Y no porque no
fuesen pecadores como todos los hombres, sino porque ponían y exponían
la vida delante de Dios con todas las consecuencias y Cristo estaba en
ellos. Eran compasivos: acogían en su corazón a todos, especialmente a
quienes más lo necesitaban, y su limosna no era solamente dar algo, sino
darse a sí mismos y sobre todo reconocer la dignidad de los demás. El
amor que regalaban y acercaban a los hombres era el del mismo Cristo y
así hacían levantar la vida a quienes estaban a su lado, reconociendo
que la versión más bella de la dignidad es descubrir al otro como
hermano porque es hijo de Dios. Eran seguros, porque estaban firmes en
Cristo. ¡Qué belleza! Hijos en el Hijo que es Jesucristo y hermanos en
el Hermano que es Jesucristo. Tenemos y vivimos de su vida.
Ser discípulos en misión nos lleva a vivir en la comunidad cristiana
de una manera singular y radical, que implica tres tareas urgentes y
necesarias: estar al lado de los pobres; vivir en diálogo permanente con
el Señor, es decir, en oración, y construyendo la paz a través de la
cultura de la reconciliación y del encuentro. Diseñemos la comunidad
cristiana haciendo memoria de lo que quiso el Señor que fuéramos
siempre: «Sal y luz del mundo». Dar sabor e iluminar, esa ha de ser
nuestra misión y pasión; lo que requiere una comunión cada día más viva,
verdadera y fuerte con Jesucristo. Urge vivir desde tres ejes
constitutivos de la comunidad cristiana que tan bellamente nos recuerda
el Concilio Vaticano II en sus Constituciones:
1. Una comunidad cristiana tiene las puertas abiertas y sale a todos
los caminos, para que puedan pasar todos los hombres y ser invitados a
entrar: ¿Tenemos las puertas abiertas? ¿Salimos a la búsqueda de los
hombres a los caminos que transitan? Hemos de hacer verdad que partimos y
compartimos el pan con quien tiene hambre; la vida con quien no tiene
dónde aposentarse; la dignidad que Dios nos ha dado y que le ha sido
robada a los hombres. No cerremos en falso las heridas de esta
humanidad. Ser sal y luz es tener ese don que solamente viene de Cristo.
Hagamos este regalo.
2. Una comunidad cristiana lo es si sus miembros buscan siempre ser
rostro de Cristo: hay que tener esa sabiduría que viene del Señor y que
invade la existencia personal y nos hace ser fuertes en nuestra
debilidad, elocuentes como Cristo en nuestros desconocimientos, ya que
la elocuencia nos la da Él. Esto tiene además estas connotaciones: a)
estamos para dar vida y no muerte; b) nuestra novedad es regalar un
perdón incondicional, como Jesús que nos lo resume en sus propias
palabras: «Perdónalos porque no saben lo que hacen»; c) asumir con todas
las consecuencias la cultura de la reconciliación y del encuentro que
nace del mandato de Jesús: «Amaos los unos a los otros como yo os he
amado»; y d) instalar en este mundo un nuevo modo de pensar y de hacer
pensamiento con todo lo que el Señor nos ha dado: nuevos ojos para ver,
nuevos oídos para oír, nuevas manos para trabajar.
3. Una comunidad cristiana está en el mundo para dar un nuevo sabor a
todos y a todo y para iluminar todas las situaciones y dar nuevas
soluciones a lo que viven los hombres de un modo nuevo: la vida nueva en
Cristo toca al ser humano, en la plenitud de su existencia, personal,
familiar, social y cultural. Entremos en este proceso de cambio que
Jesús nos ofrece, démoslo en esta historia concreta que vivimos los
hombres.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Card. Osoro Sierra, arzobispo de Madrid