Homilía del papa en la XXI Jornada de la Vida consagrada
Cuando los padres de Jesús llevaron al Niño para cumplir las
prescripciones de la ley, Simeón «conducido por el Espíritu» (Lc 2,27)
toma al Niño en brazos y comienza un canto de bendición y alabanza:
«Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante
todos los pueblos; luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu
pueblo Israel» (Lc 2,30-32).
Simeón no sólo pudo ver, también tuvo el privilegio de abrazar la
esperanza anhelada, y eso lo hace exultar de alegría. Su corazón se
alegra porque Dios habita en medio de su pueblo; lo siente carne de su
carne. La liturgia de hoy nos dice que con ese rito, a los 40 días de
nacer, el Señor «fue presentado en el templo para cumplir la ley, pero
sobre todo para encontrarse con el pueblo creyente» (Misal Romano, 2 de
febrero, Monición a la procesión de entrada).
El encuentro de Dios con su pueblo despierta la alegría y renueva la
esperanza. El canto de Simeón es el canto del hombre creyente que, al
final de sus días, es capaz de afirmar: Es cierto, la esperanza en Dios
nunca decepciona (cf. Rm 5,5),
Él no defrauda. Simeón y Ana, en la vejez, son capaces de una nueva
fecundidad, y lo testimonian cantando: la vida vale la pena vivirla con
esperanza porque el Señor mantiene su promesa; y será, más tarde, el
mismo Jesús quien explicará esta promesa en la Sinagoga de Nazaret: los
enfermos, los detenidos, los que están solos, los pobres, los ancianos,
los pecadores también son invitados a entonar el mismo canto de
esperanza. Jesús está con ellos, él está con nosotros (cf. Lc 4,18-19).
Este canto de esperanza lo hemos heredado de nuestros mayores. Ellos
nos han introducido en esta «dinámica». En sus rostros, en sus vidas, en
su entrega cotidiana y constante pudimos ver como esta alabanza se hizo
carne. Somos herederos de los sueños de nuestros mayores, herederos de
la esperanza que no desilusionó a nuestras madres y padres fundadores, a
nuestros hermanos mayores.
Somos herederos de nuestros ancianos que se animaron a soñar; y, al
igual que ellos, hoy queremos nosotros también cantar: Dios no defrauda,
la esperanza en él no desilusiona. Dios viene al encuentro de su
Pueblo. Y queremos cantar adentrándonos en la profecía de Joel:
«Derramaré mi espíritu sobre toda carne, vuestros hijos e hijas
profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y visiones» (3,1). Nos
hace bien recibir el sueño de nuestros mayores para poder profetizar hoy
y volver a encontrarnos con lo que un día encendió nuestro corazón.
Sueño y profecía juntos.
Memoria de cómo soñaron nuestros ancianos, nuestros padres y madres y
coraje para llevar adelante, proféticamente, ese sueño. Esta actitud
nos hará fecundos pero sobre todo nos protegerá de una tentación que
puede hacer estéril nuestra vida consagrada: la tentación de la
supervivencia. Un mal que puede instalarse poco a poco en nuestro
interior, en el seno de nuestras comunidades.
La actitud de supervivencia nos vuelve reaccionarios, miedosos, nos
va encerrando lenta y silenciosamente en nuestras casas y en nuestros
esquemas. Nos proyecta hacia atrás, hacia las gestas gloriosas —pero
pasadas— que, lejos de despertar la creatividad profética nacida de los
sueños de nuestros fundadores, busca atajos para evadir los desafíos que
hoy golpean nuestras puertas. La psicología de la supervivencia le roba
fuerza a nuestros
carismas porque nos lleva a domesticarlos, hacerlos «accesibles a la
mano» pero privándolos de aquella fuerza creativa que inauguraron; nos
hace querer proteger espacios, edificios o estructuras más que
posibilitar nuevos procesos.
La tentación de supervivencia nos hace olvidar la gracia, nos
convierte en profesionales de lo sagrado pero no padres, madres o
hermanos de la esperanza que hemos sido llamados a profetizar. Ese
ambiente de supervivencia seca el corazón de nuestros ancianos
privándolos de la capacidad de soñar y, de esta manera, esteriliza la
profecía que los más jóvenes están llamados a anunciar y realizar.
En pocas palabras, la tentación de la supervivencia transforma en
peligro, en amenaza, en tragedia, lo que el Señor nos presenta como una
oportunidad para la misión. Esta actitud no es exclusiva de la vida
consagrada, pero de forma particular somos invitados a cuidar de no caer
en ella. Volvamos al pasaje evangélico y contemplemos nuevamente la
escena.
Lo que despertó el canto en Simeón y Ana no fue ciertamente mirarse a
sí mismos, analizar y rever su situación personal. No fue el quedarse
encerrados por miedo a que les sucediese algo malo. Lo que despertó el
canto fue la esperanza, esa esperanza que los sostenía en la ancianidad.
Esa esperanza se vio recompensada en el encuentro con Jesús. Cuando
María pone en brazos de Simeón al Hijo de la Promesa, el anciano empieza
a cantar sus sueños.
Cuando pone a Jesús en medio de su pueblo, este encuentra la alegría.
Y sí, sólo eso podrá devolvernos la alegría y la esperanza, sólo eso
nos salvará de vivir en una actitud de supervivencia. Sólo eso hará
fecunda nuestra vida y mantendrá vivo nuestro corazón.
Poniendo a Jesús en donde tiene que estar: en medio de su pueblo.
Todos somos conscientes de la transformación multicultural por la que
atravesamos, ninguno lo pone en duda. De ahí la importancia de que el
consagrado y la consagrada estén insertos con Jesús, en la vida, en el
corazón de estas grandes transformaciones. La misión —de acuerdo a cada
carisma particular— es la que nos recuerda que fuimos invitados a ser
levadura de esta masa concreta.
Es cierto podrán existir «harinas» mejores, pero el Señor nos invitó a
leudar aquí y ahora, con los desafíos que se nos presentan. No desde la
defensiva, no desde nuestros miedos sino con las manos en el arado
ayudando a hacer crecer el trigo tantas veces sembrado en medio de la
cizaña.
Poner a Jesús en medio de su pueblo es tener un corazón
contemplativo, capaz de discernir como Dios va caminando por las calles
de nuestras ciudades, de nuestros pueblos, en nuestros barrios. Poner a
Jesús en medio de su pueblo, es asumir y querer ayudar a cargar la cruz
de nuestros hermanos. Es querer tocar las llagas de Jesús en las llagas
del mundo, que está herido y anhela, y pide resucitar. ¡Ponernos con
Jesús en medio de su pueblo! No como voluntaristas de la fe, sino como
hombres y mujeres que somos continuamente perdonados, hombres y mujeres
ungidos en el bautismo para compartir esa unción y el consuelo de Dios
con los demás.
Ponernos con Jesús en medio de su pueblo, porque «sentimos el desafío
de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de
encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de
esa marea algo caótica que [con el Señor], puede convertirse en una
verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una
santa peregrinación. […] Si pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo
tan bueno, tan sanador, tan liberador, tan esperanzador! Salir de sí
mismo para unirse a otros» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 87) no sólo
hace bien, sino que transforma nuestra vida y esperanza en un canto de
alabanza.
Pero esto sólo lo podemos hacer si asumimos los sueños de nuestros
ancianos y los transformamos en profecía. Acompañemos a Jesús en el
encuentro con su pueblo, a estar en medio de su pueblo, no en el lamento
o en la ansiedad de quien se olvidó de profetizar porque no se hace
cargo de los sueños de sus mayores, sino en la alabanza y la serenidad;
no en la agitación sino en la paciencia de quien confía en el Espíritu,
Señor de los sueños y de la profecía. Y así compartamos lo que no nos
pertenece: el canto que nace de la esperanza.