Queridos Peregrinos, tenemos una Madre.
Con esta esperanza, nos hemos reunido aquí para dar gracias por las
innumerables bendiciones que el Cielo ha derramado en estos cien años, y
que han transcurrido bajo el manto de Luz que la Virgen, desde este
Portugal rico en esperanza, ha extendido hasta los cuatro ángulos de la
tierra.
Como un ejemplo para nosotros, tenemos ante los ojos a san Francisco
Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar
inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos
la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La
presencia divina se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas,
como se manifiesta claramente en la insistente oración por los pecadores
y en el deseo permanente de estar junto a «Jesús oculto» en el
Sagrario.
En sus Memorias (III, n.6), sor Lucía da la palabra a Jacinta, que
había recibido una visión: «¿No ves muchas carreteras, muchos caminos y
campos llenos de gente que lloran de hambre por no tener nada para
comer? ¿Y el Santo Padre en una iglesia, rezando delante del Inmaculado
Corazón de María? ¿Y tanta gente rezando con él?» Gracias por haberme
acompañado. No podía dejar de venir aquí para venerar a la Virgen Madre,
y para confiarle a sus hijos e hijas.
Bajo su manto, no se pierden; de sus brazos vendrá la esperanza y la
paz que necesitan y que yo suplico para todos mis hermanos en el
bautismo y en la humanidad, en particular para los enfermos y los
discapacitados, los encarcelados y los desocupados, los pobres y los
abandonados. Queridos hermanos: pidamos a Dios, con la esperanza de que
nos escuchen los hombres, y dirijámonos a los hombres, con la certeza de
que Dios nos ayuda. E
n efecto, él nos ha creado como una esperanza para los demás, una
esperanza real y realizable en el estado de vida de cada uno. Al «pedir»
y «exigir» de cada uno de nosotros el cumplimiento de los compromisos
del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de 1943), el cielo
activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra esa
indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía.
No queremos ser una esperanza abortada. La vida sólo puede sobrevivir
gracias a la generosidad de otra vida. «Si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn
12,24): lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede.
Cuando pasamos por alguna cruz, él ya ha pasado antes. De este modo,
no subimos a la cruz para encontrar a Jesús, sino que ha sido él el que
se ha humillado y ha bajado hasta la cruz para encontrarnos a nosotros
y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y llevarnos a la luz.
Que, con la protección de María, seamos en el mundo centinelas que
sepan contemplar el verdadero rostro de Jesús Salvador, que brilla en la
Pascua, y descubramos de nuevo el rostro joven y hermoso de la Iglesia,
que resplandece cuando es misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de
medios y rica de amor.