Ilustre Señora Profesora Margaret Archer
Presidente de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales
Presidente de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales
Con ocasión de la sesión plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales, que tiene por tema Hacia una sociedad participativa: nuevas sendas para la integración social y cultural, dirijo mi saludo agradecido a Usted, gentil Profesora, a S.E. Mons. Marcelo Sánchez y a cada uno de los participantes.
Con la competencia y la profesionalidad que os son propias, habéis decidido estudiar una cuestión que llevo muy en el corazón: la de la participación social.
Podemos muy bien decir que la sociedad es primariamente un proceso de
participación: de bienes, de tareas, de estatutos, de ventajas y
desventajas, de beneficios y de cargas, de obligaciones y de deberes.
Las personas son partner, o sea “forman parte”, en la medida en
que la sociedad distribuye esas partes. Desde el momento en que la
sociedad es una realidad participativa por el recíproco intercambio,
debemos representárnosla, a la vez, como un todo irreducible y como un
sistema de interrelación entre personas. La justicia entonces puede
ser considerada la virtud de los individuos y de las instituciones que,
en el respeto de los legítimos derechos, miran a la promoción del bien
de los que forman parte.
1. Un primer punto que deseo traer a vuestra atención es la ampliación hoy necesaria de la noción tradicional de justicia,
que no puede restringirse al juicio sobre la distribución de la
riqueza, sino que debe llevarnos al momento de su producción. Es decir,
no basta reclamar el “justo salario del obrero” como nos recomendaba la Rerum novarum (1891).
También hay que preguntarse si el proceso productivo se realiza o no en
el respeto de la dignidad del trabajo humano; si recoge o no los
derechos humanos fundamentales; si es compatible o no con la norma
moral. Ya en la Gaudium et spes, n. 67, se lee: «Así pues, hay
que adaptar todo el proceso productivo a las exigencias de la persona y a
sus formas de vida». El trabajo no es un mero factor de la producción
que, en cuanto tal, deba adecuarse a las exigencias del proceso
productivo para aumentar su eficacia. Al contrario, es el proceso
productivo el que debe organizarse de tal modo que permita el
crecimiento humano de las personas y la armonía de los tiempos de vida
familiar y de trabajo.
Hay que convencerse de que dicho
proyecto, en la etapa de la sociedad actual, parcialmente
post-industrial, es factible, con tal de que se quiera. Por eso la
Doctrina Social de la Iglesia invita con insistencia a encontrar los
modos para aplicar en la práctica la fraternidad como principio regulador del orden económico.
Donde otras líneas de pensamiento hablan solo de solidaridad, la
Doctrina Social de la Iglesia habla más bien de fraternidad, dado que
una sociedad fraterna es también solidaria, mientras no siempre es
cierto lo contrario, como tantas experiencias nos confirman. El
llamamiento es pues a poner remedio al error de la cultura
contemporánea, que ha hecho creer que una sociedad democrática puede
progresar manteniendo separados el criterio de la eficacia −que bastaría
por sí solo para regular las relaciones entre los seres humanos dentro
de la esfera de lo económico− y el criterio de la solidaridad −que
regularía las relaciones intersubjetivas dentro de la esfera de lo
social−. Esa dicotomía ha empobrecido nuestras sociedades.
La palabra clave que hoy expresa mejor que ninguna otra la exigencia de superar dicha dicotomía es “fraternidad”,
palabra evangélica, recogida en el lema de la Revolución Francesa, pero
que el orden post-revolucionario luego abandonó −por las razones
conocidas− hasta su desaparición del léxico político-económico. Fue el
testimonio evangélico de San Francisco, con su escuela de pensamiento,
quién dio a ese término el significado que luego conservó en el curso de
los siglos; es decir, el de constituir, a un tiempo, el complemento y
la exaltación del principio de solidaridad. De hecho, mientras la
solidaridad es el principio de planificación social que permite a los
desiguales llegar a ser iguales, la fraternidad es lo que permite a los
iguales ser personas distintas. La fraternidad permite a personas
que son iguales en su esencia, dignidad, libertad, y en sus derechos
fundamentales, participar de distintos modos en el bien común según su
capacidad, su plan de vida, su vocación, su trabajo o su carisma de
servicio. Desde el inicio de mi pontificado he querido indicar «que en
el hermano se encuentra la permanente prolongación de la Encarnación
para cada uno de nosotros» (Evangelii gaudium, 179). En efecto,
el protocolo con el que seremos juzgados está basado en la fraternidad:
«Todo lo que hagáis a uno solo de estos mis hermanos más pequeños,
conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).
Las estaciones que hemos dejado atrás,
el ‘800 y sobre todo el ‘900, se caracterizaron por arduas batallas, ya
sea culturales o políticas, en nombre de la solidaridad y de los
derechos; y eso fue algo bueno −piénsese en la historia del movimiento
sindical y en la lucha por la conquista de los derechos civiles y
sociales−, luchas, en todo caso, muy lejos de haberse terminado. Lo que
es más inquietante hoy es la exclusión y la marginación de muchos de una
participación equitativa en la distribución a escala nacional y
planetaria de los bienes ya sea de mercado o de no-mercado, como la
dignidad, la libertad, el conocimiento, la pertenencia, la integración,
la paz. A este respecto, lo que hace sufrir más a las personas y
lleva a la rebelión de los ciudadanos es el contraste entre la
atribución teórica de iguales derechos para todos y la distribución
desigual e inicua de los bienes fundamentales para la mayor parte de las
personas. Aunque vivamos en un mundo donde abunda la riqueza,
muchísimas personas son aún víctimas de la pobreza y de la exclusión
social. Las desigualdades −junto a las guerras de predominio y los
cambios climáticos− son las causas de la migración forzada más grande de
la historia, que afecta a más de 65 millones de seres humanos. Se
piense también en el drama creciente de las nuevas esclavitudes en forma
de trabajos forzados, de la prostitución, del tráfico de órganos, que
son auténticos crímenes contra la humanidad. Es alarmante y sintomático
que hoy el cuerpo humano se compre y se venda, como si fuese mercancía
de intercambio. Hace casi cien años, Pío XI preveía el afirmarse de
estas desigualdades e iniquidades como consecuencia de una dictadura
económica global que llamó «imperialismo internacional del dinero» (Quadragesimo anno,
15-V-1931, 109). Y fue Pablo VI quien denunció, casi cincuenta años
después, la «nueva forma abusiva de dominio económico a nivel social,
cultural y también político» (Octogesima adveniens, 14-V-1971, 44).
El punto es que una sociedad participativa no puede contentarse con el horizonte de la pura solidaridad y del asistencialismo,
porque una sociedad que fuese solo solidaria y asistencial, y no
también fraterna, sería una sociedad de personas infelices y
desesperadas de la que cada uno intentaría huir, en casos extremos
incluso con el suicidio.
No es capaz de futuro la sociedad que
disuelve la verdadera fraternidad; no es capaz de progresar la sociedad
en la que existe solamente el “dar porque tengo” o el “dar porque debo”.
Por eso, ni la visión liberal-individualista del mundo, donde todo (o
casi) es intercambio, ni la visión estado-céntrica de la sociedad, donde
todo (o casi) es obligación, son guías seguras para hacernos superar
esa desigualdad, iniquidad y exclusión en las que nuestras sociedades
están hoy empantanadas. Se trata de buscar una vía de salida de la
sofocante alternativa entre la tesis neoliberal y la tesis neo-estatal.
En efecto, precisamente porque la actividad de los mercados y la
manipulación de la naturaleza −ambas movidas por el egoísmo, la avidez,
el materialismo y la competencia desleal− a veces no conocen límites, es
urgente intervenir en las causas de dichas disfunciones, sobre todo en
ámbito financiero, en vez de limitarse a corregir sus efectos.
2. Un segundo aspecto que deseo tocar es el concepto de desarrollo humano integral.
Luchar por el desarrollo integral quiere decir comprometerse por
ampliar el espacio de dignidad y libertad de las personas: pero libertad
entendida no solo en sentido negativo como ausencia de impedimentos, ni
tampoco solo en sentido positivo como posibilidad de elegir. Hay que
añadir la libertad “para”, o sea, la libertad de perseguir la
propia vocación de bien, ya sea personal o social. La idea clave es que
la libertad va a la par con la responsabilidad de proteger el bien común
y promover la dignidad, la libertad y el bienestar de los demás, tanto
que llegue a los pobres, a los excluidos y a las generaciones futuras.
Esta perspectiva, en las condiciones históricas actuales, permite
superar estériles diatribas a nivel cultural y dañinas oposiciones a
nivel político, y permitiría encontrar el consenso necesario para nuevos
proyectos.
En este contexto se sitúa la cuestión del trabajo.
Los límites de la actual cultura del trabajo son ya evidentes a todos,
aunque no haya convergencia de visiones sobre la vía a recorrer para
llegar a su superación. La vía indicada por la Doctrina Social de la
Iglesia inicia por reconocer que el trabajo, mucho antes que un derecho, es una capacidad y una necesidad indeleble de la persona.
Es la capacidad del ser humano de transformar la realidad para
participar en la obra de creación y conservación realizada por Dios, y,
al hacerlo, edificarse a sí mismo. Reconocer que el trabajo es una
capacidad innata y una necesidad fundamental es una afirmación bastante
más fuerte que decir que es un derecho. Porque, como enseña la
historia, los derechos se pueden suspender e incluso negar; las
capacidades, las actitudes y las necesidades, si son fundamentales, no.
A este propósito nos podemos referir a la reflexión clásica, desde Aristóteles a Tomás de Aquino, sobre el “agere”. Dicho pensamiento distingue dos formas de actividad: el hacer transitivo y el obrar inmanente.
Mientras el primero connota la acción que produce una obra fuera de
quien actúa, la segunda hace referencia a un obrar que tiene su último
término en el sujeto mismo que actúa. El primero cambia la realidad en
la que el agente vive; el segundo cambia al agente mismo. Ahora bien,
como en el hombre no existe una actividad tan transitiva que no sea
también inmanente, se deriva que la persona tiene la prioridad respecto a su obrar y, por tanto, a su trabajo.
La primera consecuencia está bien expresada por la afirmación clásica operari sequitur esse:
es la persona quien decide acerca de su obrar, la autogeneración es
fruto de la autodeterminación de la persona. Cuando el trabajo ya no es
expresión de la persona, porque ésta ya no comprende el sentido de lo
que está haciendo, el trabajo se vuelve esclavitud; la persona puede ser
sustituida por una máquina.
La segunda consecuencia apela a la noción de justicia del trabajo.
El trabajo justo es aquel que no solamente asegura una remuneración
adecuada, sino que corresponde a la vocación de la persona y, por eso,
es capaz de desarrollar sus capacidades. Precisamente porque el
trabajo es transformativo de la persona, el proceso a través del cual se
producen bienes y servicios adquiere valor moral. En otros
términos, el lugar de trabajo no es simplemente el lugar en que ciertos
elementos son transformados, según determinadas reglas y procesos, en
productos; sino que es también el lugar donde se forman (o se
transforman) el carácter y la virtud del trabajador.
El reconocimiento de esta dimensión más fuertemente personalista del
trabajo es un gran reto que todavía tenemos por delante, también en las
democracias liberales donde también los trabajadores han conseguido
notables conquistas.
Finalmente, no puedo omitir unas
palabras sobre los graves riesgos ligados a la invasión, a niveles altos
de la cultura y en la educación tanto universitaria como escolar, de
las posturas del individualismo libertario. Una característica
común de ese falaz paradigma es que minimiza el bien común, es decir, el
“vivir bien”, la “vida buena”, en el marco comunitario, y exalta ese
ideal egoísta que engañosamente invierte las palabras y propone la
“buena vida”. Si el individualismo afirma que es solo el individuo el
que da valor a las cosas y a las relaciones interpersonales y, por
tanto, es solo el individuo quien decide lo que está bien y lo que está
mal, el libertarismo, hoy de gran moda, predica que para fundar
la libertad y la responsabilidad individuales hay que acudir a la idea
de auto-causación. Así, el individualismo libertario niega la validez
del bien común, porque por una parte supone que la idea misma de “común”
implique la constricción al menos de algunos individuos, y por otra que
la noción de “bien” prive la libertad de su esencia.
La radicalización del individualismo en términos libertarios, y por eso antisociales, lleva a concluir que cada
uno tiene “derecho” a expandirse hasta donde su poder se lo permita
incluso al precio de la exclusión y marginación de la mayoría más
vulnerable. Como limitarían la libertad, los lazos serían los que
deben soltarse. Equiparando erróneamente el concepto de lazo al de
vínculo, se acaba confundiendo los condicionamientos de la libertad −los vínculos− con la esencia de
la libertad realizada, o sea, los lazos o las relaciones precisamente
con los bienes, desde los familiares a los interpersonales, desde los de
los excluidos y los marginados a los del bien común, y finalmente a
Dios.
El siglo XV fue el siglo del primer Humanismo; al inicio del siglo XXI se advierte cada vez más fuerte la exigencia de un nuevo Humanismo.
Entonces fue la transición del feudalismo a la sociedad moderna el
motor decisivo del cambio; hoy, es un paso de época igualmente radical:
el de la sociedad moderna a la post-moderna. El aumento endémico de las
desigualdades sociales, la cuestión migratoria, los conflictos de
identidad, las nuevas esclavitudes, la cuestión ambiental, los problemas
de bio-política y bio-derecho son solamente algunas de las cuestiones
que hablan de los malestares de hoy. Ante tales desafíos, la mera
actualización de viejas categorías de pensamiento o el recurso a
refinadas técnicas de decisión colectiva no bastan; hay que intentar
vías nuevas inspiradas por el mensaje de Cristo.
La propuesta del Evangelio: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33)
fue y sigue siendo una energía nueva en la historia que tiende a
suscitar fraternidad, libertad, justicia, paz y dignidad para todos. En
la medida en que el Señor logre reinar en nosotros y entre nosotros,
podremos participar de la vida divina y seremos unos para otros
«instrumentos de su gracia, para derramar la misericordia de Dios y para
tejer redes de caridad y fraternidad» (Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate,
5). Este es el deseo que os dirijo, y que acompaño con mi oración, para
que sobre la Academia de las Ciencias Sociales nunca falte la ayuda
vivificante del Espíritu.
Mientras os dejo estas reflexiones, os
animo a llevar adelante con renovado empeño vuestro precioso servicio y,
al pediros por favor que recéis por mí, de corazón os bendigo.
Vaticano, 24 de abril de 2017
Francisco