Hechos de los Apóstoles 8, 5-8. 14-17: “Les impusieron las manos y recibieron al Espíritu Santo”
Salmo 65: “Las obras del Señor son admirables. Aleluya”
I San Pedro 3, 15-18: “Murió en su cuerpo y resucitó glorificado”
San Juan 14, 15-21: “Yo le rogaré al Padre y Él les dará otro Paráclito”
Salmo 65: “Las obras del Señor son admirables. Aleluya”
I San Pedro 3, 15-18: “Murió en su cuerpo y resucitó glorificado”
San Juan 14, 15-21: “Yo le rogaré al Padre y Él les dará otro Paráclito”
Él ya no es un jovencito pero lo lleva prendido en su mente y en su
corazón. Y aunque ya hace muchos años que falleció su padre, platica sus
últimos momentos como si fuera ayer. “Es que sus últimas palabras las
llevo grabadas en mi corazón y no las puedo olvidar. Para mí fueron como
la gran herencia que me dejó para toda la vida. Más que las riquezas
sus consejos últimos me han sostenido en todas las dificultades”. Y me
detalla sus conceptos sobre los valores, sobre la verdad, sobre el
trabajo, sobre Dios. “Ahora ya no hay valores que sostengan la vida. Hay
palabras que valen más que un tesoro”.
Jesús no quiere dejar en la orfandad a sus discípulos, ni los quiere
desprotegidos, ni que vivan como abandonados. En la intimidad de la
Última Cena, abre su corazón y les confía sus tesoros más preciados: “Si
me aman, cumplirán mis mandamientos”. Coloca Jesús el amor como el más
valioso de sus tesoros, como el imprescindible para ser su discípulo,
como la señal distintiva. No les dice, si ustedes son muy valientes, si
me obedecen o si no quieren ir al infierno. La razón fundamental del
cristiano, lo que lo mueve, el estilo propio de su conducta es el amor.
Podríamos aducir muchas otras motivaciones, muchas implicaciones, pero
si en la base no está el amor, es mentira que seamos cristianos. Quizás
hemos perdido mucho tiempo en busca de disciplina, doctrina u
organización y hemos descuidado lo fundamental: el amor a Cristo y a los
hermanos. Es su mandamiento fundamental. Jesús no espera soldados que
lo defiendan, Jesús no busca científicos que demuestren su verdad, Jesús
no llama legisladores que sostengan su ley, Jesús busca enamorados que
vivan a plenitud su misma vida. Entonces sí, bienvenidos los
evangelizadores, bienvenidos los soldados, bienvenidos los legisladores,
porque si tienen en su corazón el amor sabrán proclamar su Evangelio.
El hombre sufre de angustia y de inseguridad. Le teme al silencio, al
fracaso y a la soledad. Porque es cierto que “la soledad purifica pero
la ausencia mata”. El evangelio de este domingo está envuelto en la
atmósfera de despedida. Jesús está dando las últimas instrucciones a sus
discípulos porque ya se va. Los discípulos empiezan a entrever el dolor
de la ausencia, pero Jesús anuncia, promete y revela una nueva
presencia. Una presencia que cambia el concepto antiguo de Dios y la
relación del hombre con Él. En el Antiguo Testamento, y quizás en la
mente y vivencia de muchos de nosotros, se tenía el concepto de un Dios
como una realidad exterior al hombre y como distante de él. Se necesitan
mediaciones para llegar a Él. Así se ponen una serie de elementos que
nos llevan a Dios: el templo, la observancia de las leyes, los
sacrificios, el sacerdote, los santos. Dios quedaba fuera del mundo y
nosotros a veces nos quedábamos anclados en los signos y no llegábamos a
Dios, y no es raro que terminábamos dando más importancia al rito, a la
ley, al signo que al mismo Dios.
Y Cristo hoy nos descubre una relación dinámica, interior,
vivificante. Cristo anuncia esa nueva presencia divina en nosotros, muy
dentro en nuestro corazón, en nuestra vida diaria. Y nos asegura tres
diferentes modos de presencia que sostendrán la comunidad: su
permanencia viva en medio de nosotros, la donación del Espíritu Santo y
la presencia íntima de la Trinidad en el corazón de los creyentes al
darnos a conocer “Yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes”.
No estamos solos, Cristo nos asegura: “No los dejaré desamparados”. Y
nos descubre este profundo cambio de relación entre Dios y nosotros. La
comunidad y cada miembro se convierten en morada de la divinidad. Nos
hacemos templo y santuario de Dios. Dios ya no está fuera de nosotros,
sino en nosotros mismos y de ahí brotan infinidad de consecuencias: la
dignidad del hombre y de la naturaleza, la exigencia del respeto al otro
que también es santuario de Dios, la primacía del amor sobre los ritos y
de la vida sobre la doctrina. Dios está vivo en medio de nosotros, no
es doctrina, ni ley, sino vida.
Jesús se va y se queda. Al marcharse el que es el Guía, cuando parece
que se agrieta y se desmorona el grupo ante la ausencia del Maestro,
recibe la promesa de esta nueva presencia que se hará realidad en la
vida de la primera Iglesia, al recibir el Espíritu Santo y descubrir la
realidad de la presencia y asistencia de Jesús en medio de todas las
vicisitudes de una Iglesia que recién empieza. A pesar de los riesgos
que los apóstoles corrían cuando Jesús los dejó “solos”, siguieron
conservando su identidad y su tarea porque contaban con el dinamismo del
Espíritu Santo. Cada paso, cada nueva crisis, siempre es resuelta con
la presencia de Jesús y con la asistencia del Espíritu Santo. Pero es
también todo un reto, porque están más propensos a construir su propia
iglesia, su propio grupo y olvidarse de la Iglesia de Jesús. Todo esto
tiene una condición: “si me aman…” Si no, todo está perdido.
Hoy debemos preguntarnos seriamente: ¿Qué importancia le damos
nosotros a este amor que nos propone Jesús? ¿No hemos perdido demasiado
el tiempo en cosas secundarias y nos hemos olvidado de amar al estilo de
nuestro Maestro y Pastor? ¿Cuál sería la señal distintiva de nosotros
cristianos, de nuestras familias y de nuestras comunidades? ¿Es el amor?
Gracias, Padre Bueno, por el regalo que nos has hecho de la presencia
de Jesús. Él es nuestro pastor, nuestro camino y nuestro guía.
Concédenos vivir plenamente su mandamiento de amarte y amarnos unos a
otros para ser sus dignos discípulos. Amén.