El Papa en la Audiencia General
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera detenerme en la experiencia de los dos discípulos de
Emaús, del cual habla el Evangelio de Lucas. Imaginemos la escena: dos
hombres caminaban decepcionados, tristes, convencidos de dejar atrás la
amargura de un acontecimiento terminado mal. Antes de esa Pascua estaban
llenos de entusiasmo: convencidos de que esos días habrían sido
decisivos para sus expectativas y para la esperanza de todo el pueblo.
Jesús, a quien habían confiado sus vidas, parecía finalmente haber
llegado a la batalla decisiva: ahora habría manifestado su poder,
después de un largo periodo de preparación y de ocultamiento. Esto era
aquello que ellos esperaban, y no fue así.
Los dos peregrinos cultivaban sólo una esperanza humana, que ahora se
hacía pedazos. Esa cruz erguida en el Calvario era el signo más
elocuente de una derrota que no habían pronosticado. Si de verdad ese
Jesús era según el corazón de Dios, deberían concluir que Dios era
inerme, indefenso en las manos de los violentos, incapaz de oponer
resistencia al mal.
Por ello en la mañana de ese domingo, estos dos huyen de Jerusalén.
En sus ojos todavía están los sucesos de la pasión, la muerte de Jesús; y
en el ánimo el penoso desvelarse de esos acontecimientos, durante el
obligado descanso del sábado. Esa fiesta de la Pascua, que debía entonar
el canto de la liberación, en cambio se había convertido en el día más
doloroso de sus vidas. Dejan Jerusalén para ir a otra parte, a un
poblado tranquilo. Tienen todo el aspecto de personas intencionadas a
quitar un recuerdo que duele. Entonces están por la calle y caminan.
Tristes. Este escenario –la calle– había sido importante en las
narraciones de los evangelios; ahora se convertirá aún más, desde el
momento en el cual se comienza a narrar la historia de la Iglesia.
El encuentro de Jesús con esos dos discípulos parece ser del todo
casual: se parece a uno de los tantos cruces que suceden en la vida. Los
dos discípulos caminan pensativos y un desconocido se les une. Es
Jesús; pero sus ojos no están en grado de reconocerlo. Y entonces Jesús
comienza su “terapia de la esperanza”. Y esto que sucede en este camino
es una terapia de la esperanza. ¿Quién lo hace? Jesús.
Sobre todo pregunta y escucha: nuestro Dios no es un Dios
entrometido. Aunque si conoce ya el motivo de la desilusión de estos
dos, les deja a ellos el tiempo para poder examinar en profundidad la
amargura que los ha envuelto. El resultado es una confesión que es un
estribillo de la existencia humana: «Nosotros esperábamos, pero Nosotros
esperábamos, pero …».
¡Cuántas tristezas, cuántas derrotas, cuántos fracasos existen en la
vida de cada persona! En el fondo somos todos un poco como estos dos
discípulos. Cuántas veces en la vida hemos esperado, cuántas veces nos
hemos sentido a un paso de la felicidad y luego nos hemos encontrado por
los suelos decepcionados. Pero Jesús camina: Jesús camina con todas las
personas desconsoladas que proceden con la cabeza agachada. Y caminando
con ellos de manera discreta, logra dar esperanza.
Jesús les habla sobre todo a través de las Escrituras. Quien toma en
la mano el libro de Dios no encontrará historias de heroísmo fácil,
tempestivas campañas de conquista. La verdadera esperanza no es jamás a
poco precio: pasa siempre a través de la derrota.
La esperanza de quien no sufre, tal vez no es ni siquiera eso. A Dios
no le gusta ser amado como se amaría a un líder que conduce a la
victoria a su pueblo aplastando en la sangre a sus adversarios. Nuestro
Dios es lámpara suave que arde en un día frío y con viento, y por cuanto
parezca frágil su presencia en este mundo, Él ha escogido el lugar que
todos despreciamos.
Luego Jesús repite para los dos discípulos el gesto central de toda
Eucaristía: toma el pan, lo bendice, lo parte y lo da. ¿En esta serie de
gestos, no está quizás toda la historia de Jesús? ¿Y no está, en cada
Eucaristía, también el signo de qué cosa debe ser la Iglesia? Jesús nos
toma, nos bendice, “parte” nuestra vida, porque no hay amor sin
sacrificio, y la ofrece a los demás, la ofrece a todos.
Es un encuentro rápido, el de Jesús con los discípulos de Emaús. Pero
en ello está todo el destino de la Iglesia. Nos narra que la comunidad
cristiana no está encerrada en una ciudad fortificada, sino camina en su
ambiente más vital, es decir la calle. Y ahí encuentra a las personas,
con sus esperanzas y sus desilusiones, a veces enormes. La Iglesia
escucha las historias de todos, como emergen del cofre de la conciencia
personal; para luego ofrecer la Palabra de vida, el testimonio del amor,
amor fiel hasta el final.
Y entonces el corazón de las personas vuelve a arder de esperanza.
Todos nosotros, en nuestra vida, hemos tenido momentos difíciles,
oscuros; momentos en los cuales caminábamos tristes, pensativos, sin
horizonte, sólo con un muro delante. Y Jesús siempre está junto a
nosotros para darnos esperanza, para encender nuestro corazón y decir:
“Ve adelante, yo estoy contigo. Ve adelante”
El secreto del camino que conduce a Emaús es todo esto: también a
través de las apariencias contrarias, nosotros continuamos a ser amados,
y Dios no dejará jamás de querernos mucho. Dios caminará con nosotros
siempre, siempre, incluso en los momentos más dolorosos, también en los
momentos más feos, también en los momentos de la derrota: allí está el
Señor. Y esta es nuestra esperanza: vamos adelante con esta esperanza,
porque Él está junto a nosotros caminando con nosotros. Siempre.