«Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ante la inminencia de la Solemnidad de Pentecostés no podemos dejar
de hablar de la relación existente entre la esperanza cristiana y el
Espíritu Santo. El Espíritu es el viento que nos impulsa adelante, que
nos mantiene en camino, nos hace sentir peregrinos y forasteros, y no
nos permite recostarnos y convertirnos en un pueblo “sedentario”.
La Carta a los Hebreos compara la esperanza con un ancla (Cfr.
6,18-19); y a esta imagen podemos agregar aquella de la vela. Si el
ancla da seguridad a la barca y la tiene “anclada” entre el oleaje del
mar, la vela en cambio, la hace caminar y avanzar sobre las aguas. La
esperanza es de verdad como una vela; esa recoge el viento del Espíritu
Santo y la transforma en fuerza motriz que empuja la nave, según sea el
caso, al mar o a la orilla.
El apóstol Pablo concluye su Carta a los Romanos con este deseo,
escuchen bien, escuchen bien qué bonito deseo: ‘Que el Dios de la
esperanza los llene de alegría y de paz en la fe, para que la esperanza
sobreabunde en ustedes por obra del Espíritu Santo’ (15,13).
Reflexionemos un poco sobre el contenido de estas bellísimas palabras.
La expresión “Dios de la esperanza” no quiere decir solamente que
Dios es el objeto de nuestra esperanza, es decir, de Quien tenemos la
esperanza de alcanzar un día en la vida eterna; quiere decir también que
Dios es Quien ya ahora nos da esperanza, es más, nos hace ‘alegres en
la esperanza’ (Rom 12,12): alegres de en la esperanza, y no solo la
esperanza de ser felices.
Es la alegría de esperar y no esperar de tener la alegría. Hoy.
“Mientras haya vida, hay esperanza”, dice un dicho popular; y es verdad
también lo contrario: mientras hay esperanza, hay vida. Los hombres
tienen necesidad de la esperanza para vivir y tienen necesidad del
Espíritu Santo para esperar.
San Pablo –hemos escuchado– atribuye al Espíritu Santo la capacidad
de hacernos incluso ‘sobreabundar en la esperanza’. Abundar en la
esperanza significa no desanimarse nunca; significa esperar ‘contra toda
esperanza’ (Rom 4,18), es decir, esperar incluso cuando disminuye todo
motivo humano para esperar, como fue para Abraham cuando Dios le pidió
sacrificar a su único hijo, Isaac, y aún más como fue para la Virgen
María bajo la cruz de Jesús.
El Espíritu Santo hace posible esta esperanza invencible dándonos el
testimonio interior de que somos hijos de Dios y sus herederos (Cfr. Rom
8,16). ¿Cómo podría Aquel que nos ha dado a su propio Hijo único no
darnos todo con Él? (Cfr. Rom 8,32). ‘La esperanza –hermanos y hermanas–
no defrauda: la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha
sido dado’ (Rom 5,5). Por esto no defrauda, porque está el Espíritu
Santo dentro que nos impulsa a ir adelante, siempre adelante. Y por esto
la esperanza no defrauda.
Hay más: el Espíritu Santo no nos hace sólo capaces de tener
esperanza, sino también de ser sembradores de esperanza, de ser también
nosotros –como Él y gracias a Él– los ‘paráclitos’, es decir,
consoladores y defensores de los hermanos. Sembradores de esperanza.
Un cristiano puede sembrar amargura, puede sembrar perplejidad y esto
no es cristiano, y si tú haces esto no eres un buen cristiano. Siembra
esperanza: siembra el bálsamo de esperanza, siembre el perfume de
esperanza y no el vinagre de la amargura y de la falta de esperanza. El
beato Cardenal Newman, en uno de sus discursos decía a los fieles:
‘Instruidos por nuestro mismo sufrimiento, por el mismo dolor, es más,
por nuestros mismos pecados, tendremos la mente y el corazón ejercitados
a toda obra de amor hacia aquellos que tienen necesidad. Seremos, según
nuestra capacidad, consoladores a imagen del Paráclito –es decir, del
Espíritu Santo– y en todos los sentidos que esta palabra comporta:
abogados, asistentes, dispensadores de consolación. Nuestras palabras y
nuestros consejos, nuestro modo de actuar, nuestra voz, nuestra mirada,
serán gentiles y tranquilizantes’ (Parochial and plain Sermons, vol. V,
Londra 1870, pp. 300s.).
Son sobre todo los pobres, los excluidos, los no amados los que
necesitan de alguien que se haga para ellos “paráclito”, es decir,
consoladores y defensores, como el Espíritu Santo se hace para cada uno
de nosotros, que estamos aquí en la Plaza, consolador y defensor.
Nosotros debemos hacer lo mismo por los más necesitados, por los
descartados, por aquellos que tienen necesidad, aquellos que sufren más.
Defensores y consoladores.
El Espíritu Santo alimenta la esperanza no sólo en el corazón de los
hombres, sino también en la entera creación. Dice el Apóstol Pablo –esto
parece un poco extraño, pero es verdad. Dice así: que también la
creación ‘está proyectada con ardiente espera’ hacia la liberación y
‘gime y sufre’ con dolores de parto (Cfr. Rom 8,20-22). ‘La energía
capaz de mover el mundo no es una fuerza anónima y ciega, sino es la
acción del Espíritu de Dios que ‘aleteaba sobre las aguas’ (Gen 1,2) al
inicio de la creación’ (Benedicto XVI, Homilía, 31 mayo 2009). También
esto nos impulsa a respetar la creación: no se puede denigrar un cuadro
sin ofender al artista que lo ha creado.
Hermanos y hermanas, la próxima fiesta de Pentecostés –que es el
cumpleaños de la Iglesia: Pentecostés– esta próxima fiesta de
Pentecostés nos encuentre concordes en la oración, con María, la Madre
de Jesús y nuestra. Y el don del espíritu Santo nos haga sobreabundar en
la esperanza. Les diré más: nos haga derrochar esperanza con todos
aquellos que están más necesitados, los más descartados y por todos
aquellos que tienen necesidad. Gracias».